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Capítulo 4

Las llamas de la chimenea ejercían un hiriente influjo melancólico. La danza del fuego, que teñía el salón con tonos anaranjados, junto con el rítmico encadenamiento de débiles chasquidos del crepitar de la madera, me sumergía en un mar de recuerdos. Como un buzo que sufre hipoxia cerca del fondo, sepultado por los restos de barcos hundidos, navíos que una vez trasportaron alegría y no desaliento, me era imposible evitar que de mi memoria se desvanecieran los momentos de felicidad, morían como las células del cerebro al privarlas de oxígeno.

Ya no sabía si la atmósfera de ese edificio abandonado, donde solía pasar las largas semanas en las que las visiones casi se trasformaban en un desagradable recuerdo, provenía solo del destino de sus antiguos habitantes, del dolor provocado por el polvo, o si mi presencia acrecentaba la sombría carga y mi pesar calaba en las paredes, el techo y los cimientos.

Lo desolador era que esa casa se había convertido en lo más parecido a un hogar, lacerante, con un aire irrespirable, plagado de fantasmas, pero a su forma acogedor. Era un edificio de dos plantas, viejo, que conservaba algunos muebles rotos —armarios destartalados, sillas cojas, mesas a punto de partirse, sofás roídos y camas desniveladas—. Las puertas no encajaban bien y las bisagras producían un chirrido infernal, tan punzante y molesto como el de un cuchillo al rasgar un espejo. Tuve que sellar con cartones varias ventanas, espantar las aves oscuras que migraron a la ciudad tras La Plaga y usar las ramas amontonadas en la bañera como leña.

Era una casa sin comodidades, sin electricidad y en la que era necesario utilizar cubos de agua, llenados en el tramo de un cauce subterráneo que alcanzaba la superficie a unas calles, para el lavabo y el inodoro. Aunque había un par de camas en la planta de arriba, me pasaba las horas en un incómodo sofá cerca de la chimenea, contemplando el fuego antes y después de dormir, necesitando su compañía, con la seguridad de que su luz y calor estarían ahí cuando las pesadillas me liberaran; las llamas alejaban parte del pasado, volvían más soportable el presente y convertían el futuro en algo menos negro.

Cuando llegamos a la casa, antes de acomodar a la mujer, quité los cojines endurecidos del sofá, rajé la espuma de un colchón, coloqué un pedazo, lo cubrí con una sábana y la tapé a ella con otra. No era lo más confortable, pero al menos le permitiría descansar.

Me senté cerca de una mesa, llena de ralladuras en la superficie y con el barniz desecho, que crujía al apoyarse, coloqué una botella de una bebida con una alta concentración de diurmina, la mejor aliada para mantener alejado el sueño y permanecer despierto por días, y me fui sirviendo poco a poco, bebiendo mientras pasaban las horas, tan solo levantándome para alimentar el fuego de la chimenea.

Allí sentado, casi me sentía una parte más de la casa, una pared, una baldosa o una tabla del suelo, algo incapaz de escapar al aura oscura del edificio.

Asumiendo mi destino, cogí el vaso, lo acerqué a los labios y di un pequeño trago mientras dirigía la mirada hacia un cuadro en el que aparecía la familia que una vez vivió ahí, antes de La Plaga y de las purgas.

—Debería haberlo quitado hace mucho —me dije, casi recriminándomelo, tras apurar el vaso y dejarlo en la mesa—. Aunque ¿para qué? Mejor que esté ahí y me recuerde por qué no merezco ni la paz ni el perdón.

Una brisa, impregnada por un olor ácido que vició el aire, me previno de la repulsiva visita.

—Eres tan predecible —pronunció el desgraciado del traje rojo reluciente, antes de bordear la mesa y apoyarse en una pared cercana a la chimenea—. Sigues atado a los lugares que alimentan tu dolor. Eres un adicto al sufrimiento. —El odio y la rabia que me producía tensaron mis facciones y arrugaron mi rostro—. Vives entre el pasado y el futuro. Eres una de las pocas personas que no tiene presente, que ni siquiera lo malgasta porque está atrapado en una prisión de pensamientos sombríos y recuerdos agónicos. —Dirigió la mirada hacia el cuadro—. Tu corazón aún late, pero tú estás muerto. Tu vida acabó el día en el que quemaste la esperanza. Respiras tan solo para odiarte, para mirar a los fantasmas, para sufrir ante sus siluetas calcinadas y suplicar que te castiguen por lo que pasó, por lo que hiciste. —Guardó silencio un segundo—. Deja de arrastrarte como una rata malherida, revolcándose en su miseria, toma el control y pon fin de una vez por todas a esos aficionados a derramar sangre. —Me miró de reojo—. Eso o mantente llorando toda tu vida, sabiendo que no hay salvación para tus muertos. Los condenaste, los maldijiste, pero por egoísmo impides que partan.

Golpeé la mesa con el vaso, me levanté, caminé hacia el desgraciado y me encaré a él.

—¡Cállate! ¡Maldita sea, cállate! —La saliva lo atravesó mientras le señalaba la cara—. ¡No tienes derecho a hablar de ellos! —Apreté los dientes—. ¡Nunca tuviste que estar ahí! ¡Todo es culpa tuya y de los susurros! ¡¿Por qué no me dejasteis en paz?!

El desgraciado sacó el reloj de bolsillo, lo miró y lo acarició con el pulgar.

—Como el resto de humanos, siempre anteponiendo tu dolor. Es lo único importante, todo gira en torno a él y el resto no existe. Tu existencia es tan solo una proyección de su sombra. —Fundió su mirada con la mía—. No pedí venir aquí. No pedí quedar atrapado en este apestoso mundo de primitivas criaturas incapaces de contener los quejidos y los llantos. No solo sois patéticos, además desprendéis un nauseabundo hedor a sumisión y derrota. Hicieron un buen trabajo al crearos. —Volvió a mirar el cuadro—. Me culpas de lo que pasó, me señalas para que te sea más llevadero soportar tus pecados, pero, pregúntate esto, ¿soy el demonio que anula la luz de tu alma y te empuja a desatar tu oscuridad, o soy lo único que impide que las sombras te calcinen?

Apreté los puños y los dientes.

—Eres lo peor que me ha pasado en la vida —mascullé.

El desgraciado abrió la tapa del reloj y observó durante varios segundos las agujas detenidas.

—Y tú eres lo peor que me ha pasado a mí. —Guardó el reloj y me miró—. Nuestros caminos quedaron unidos el día que la capa de la realidad se resquebrajó. —Se mantuvo callado unos segundos mientras se acariciaba la nuca muy despacio—. Ambos estamos condenados, retenidos por los mismos grilletes y cadenas. Y, por si no fuera suficiente, ahora La Errabunda nos ha marcado.

¿La Errabunda? ¿La mujer del paraje extraño? ¿Conocía quién era y su naturaleza? Necesitaba respuestas y se las iba a exigir, pero el desgraciado sonrió, señaló a la mujer, me giré y vi que había despertado y me miraba como si estuviera recluida entre las paredes acolchadas de la celda de un psiquiátrico con un loco que grita, maldice y habla solo.

—No es lo que parece —le dije, tras mover muy despacio la mano—. No estoy con los hombres que te secue...

—¿Quién eres? ¿Por qué hablas solo? —pronunció muy rápido, con la voz temblorosa—. ¿Por qué le gritas a la pared? —Se sentó en un extremo del sofá y miró el salón en busca de salidas—. ¿Qué quieres de mí?

Debía improvisar rápido, tenía que construir un relato que encajara y la convenciera.

—No voy a hacerte daño —empecé a hablar muy despacio para no asustarla más mientras bajaba las manos y agachaba un poco la cabeza—. Sufro del síndrome del polvo. —Elevé un poco la vista y vi que se calmaba lo suficiente para contener el pánico—. Mis padres y mis hermanos... —Incliné más la cabeza, me tapé parte de la cara con la mano y señalé el cuadro—. Ellos sufrieron hasta el final, no podía dejarlos solos, los cuidé en esta casa. Lo hice mientras respiraba el aire polvoriento que salía de sus pulmones. —Guardé silencio y sollocé—. No morí, me encerraron por semanas, pero no encontraron que La Plaga se desarrollara hasta la fase terminal. Los exterminadores se sorprendieron de que tan solo sufriera alguna alucinación, me hicieron pruebas y, cuando escuché que me llevarían al laboratorio rojo, huí y me escondí en mi hogar, sellado junto con las barriadas de esta parte de la ciudad. —Despacio, aparté la mano de mi cara, me giré, miré la chimenea y vi de reojo al desgraciado del traje, que sonreía divertido por mi interpretación—. A veces, cuando revivo el recuerdo de lo que sucedió, grito para calmarme. No me doy cuenta de que lo hago hasta que me callo. —La miré—. El polvo no solo me quitó mi familia, también me destrozó por dentro.

El desgraciado aplaudió.

—¡Bravo! Lo has conseguido otra vez. —Caminó hasta la mujer—. Entre lo buen actor que eres y que la llama te otorga una fracción de su poder, serías capaz de convencer a esos aficionados que persigues que se despellejaran con los puñales ceremoniales.

Quise decirle la de veces que, como si escarbaran con los filos en busca de un tesoro oculto en la parte más profunda de sus cuellos, obligué a esos mal nacidos a rebanarse las gargantas muy despacio, pero él ya lo sabía y tan solo jugaba conmigo, arrojándome palabras corrosivas para ver si se deshacía mi personaje, si perdía los nervios y se quebraba la poca confianza que estaba consiguiendo.

Mientras las dudas crecían y se apoderaban de los pensamientos de la mujer, llevándola a vacilar entre creerme o sucumbir por completo al terror, me permití observarla unos segundos con más detenimiento. Era rubia, la melena le caía un poco más de los hombros, llevaba un vestido corto deteriorado por el roce con el asfalto, tenía los ojos castaños y los pómulos algo prominentes.

—Quiero irme... —soltó, sin que se hubiera disipado el temor—. Tengo que...

Debía seguir improvisando para convencerla y tranquilizarla.

—No puedes. —Me miró sin comprender—. Los hombres que te secuestraron trabajan para un siniestro culto. —Se quitó despacio la sábana de las piernas y volvió a mirar en busca de salidas—. Mi primo trabaja infiltrado en los suburbios, es miembro de los guardas del alto departamento de La Corporación. —Estaba retorciendo demasiado la verdad, era consciente y sabía que faltaba poco para que las mentiras se derrumbaran como las esperanzas de sobrevivir de un moribundo—. Está detrás de un grupo de trata de mujeres. —Ladeé la cabeza y fingí que me quedaba pensativo—. Ha logrado infiltrarse, él te rescató y te trajo aquí. Creyó que estarías segura. —Miré el cuadro y dejé que una falsa tristeza se apoderara de mi rostro—. Es la única familia que me queda. Me pidió que te acogiera hasta que él encontrara un sitio seguro fuera de la ciudad. —Dirigí con mucha lentitud la mirada hacia sus ojos castaños—. Pasa al menos esta noche, espera a que venga y mañana decides si vas con él o si vuelves a tu casa.

Aunque dudó, recuperó la suficiente compostura para mirarme de arriba abajo, ver mi ropa algo sucia, mi barba descuidada y desconfiar mientras se levantaba.

—Siento mucho lo que te pasó... —dijo, tras dar unos pasos y acercarse a la puerta que conducía a un pequeño patio—. De verdad que lamento lo que le pasó a tu familia, pero no puedo quedarme aquí.

Esta era la parte en la que nunca sabía qué decir. ¿Les decía a los que trataba de salvar que tenía un maldito don que me había hecho la vida imposible desde los catorce años? ¿Que era capaz de traspasar lo suficiente la capa de la realidad para ver sus muertes? ¿Que mi alma se pudría más cada vez que fracasaba y que si impedía un ritual los susurros se escuchaban más lejanos? ¿Que deseaba que mi vida acabara y la visión de su sacrificio me concedió una tregua?

Cuando cogió el pomo de la puerta, antes de que le diera tiempo a girarlo, levanté la mano y le apunté con la palma.

Dheserker —pronuncié una palabra en una lengua casi muerta, la mujer se giró y se sorprendió al ver cómo mis dedos se cubrían con una fina capa de llamas rojas—. No puedes irte. —Apreté los dientes mientras sentía las gotas de sangre resbalar más allá de la nariz—. Tienes que quedarte aquí.

La mujer parpadeó, cautivada por la llama, y asintió.

—Debo quedarme aquí... —repitió un par de veces en voz baja, caminó hacía el sofá, lo alcanzó y se sentó—. Aquí estoy segura.

Con un tenue palpitar que me produjo un leve dolor que se extendió desde las sienes hasta la mandíbula, solté el aire despacio, bajé el brazo y me limpié la barba con la manga.

—¿Así es como haces amigas? —preguntó el desgraciado del traje rojo reluciente, antes de sonreír—. ¿No te da pena jugar con su mente? Me recuerda a los viejos tiempos. —Ladeé un poco la cabeza, lo miré y apreté los puños—. Vamos, hombre, a mí no hace falta que me mientas. Echas de menos el fuego, eres como un alcohólico encerrado en una licorería, vas a caer de nuevo. Y cuando lo hagas, ahí estaré yo. —Le apunté con la palma—. Adelante, sigue prendiendo la llama, termina de romper los barrotes de nuestra prisión.

Bajé la mano, resistí el adictivo impulso y me centré. La mujer del paraje extraño evitó que encendiera mi alma, previno la destrucción de mi humanidad, pero su intervención conllevó que no midiera el uso de la llama roja.

—No va a pasar. —Me di la vuelta, caminé hasta la mesa, llené un vaso y me lo bebí de golpe—. Pronto acabaremos con nuestra unión forzada. —Cogí la botella, la acerqué a los labios y di un trago—. La esencia condensada de un Inmemorial hará que cada uno vaya al lugar que se merece. —Dejé la botella en la mesa—. Tú al vacío primordial, encerrado tras la capa de la realidad, y yo a abrasarme consumido por la llama roja durante el resto de la existencia.

Sin dar crédito a lo que decía, el desgraciado sonrió.

—No te creo. —Caminó hasta quedar al lado de la mujer—. ¿Vas a dejar que sigan intentándolo? ¿Vas a permitir que sigan resquebrajando las barreras que la contienen? —Me miró—. Después de lo que perdiste, ¿vas a convertirte en quien le abra la puerta?

Agaché un poco la cabeza y permanecí durante unos segundos perdido en recuerdos, arrastrado por la marea interna que siempre me conducía al mismo lugar, a las profundidades donde yacían los huesos, las calaveras, el polvo, las ascuas y los espíritus vengativos.

—Me he asegurado de que no volverá a pasar. —Fijé la mirada en su rostro, que reflejaba una mezcla de curiosidad y estupor—. Mi sacrificio sellará por siempre La Plaga.

El desgraciado me miró, dudando de si decía la verdad.

—Cuando te desvincules de la llama, no tendrás poder para seguir conteniendo las filtraciones y evitar que se ensanchen las brechas. —Caminó hasta quedar a apenas un metro de mí—. Y tu alma no vale tanto para que a cambio de ella un Incorpóreo traspase la capa de la realidad para sellar las grietas y custodiar esas ascuas negras y polvorientas.

Lo ignoré, anduve a través de él, fui a por un trozo de leña y lo eché en el fuego de la chimenea.

—¿Quién ha hablado de Incorpóreos? —Observé las llamas danzar alrededor de la madera—. Al fin el fuego rojo servirá de algo.

Por primera vez en mucho, en el rostro del desgraciado se plasmó temor.

—Vas a usar... —masculló—. No te atreverás.

Moví despacio la cabeza, fundí mi mirada con la suya y alcé la mano.

—Pronto no quedará nada —le dije, antes de que el aire alrededor de mis dedos vibrara, que dos hilillos de sangre brotaran de la nariz y que el desgraciado quedara recluido—. Pronto seremos historia, una que nadie recordará.

Me limpié la barba con el mitón, observé a la mujer y caminé hacia ella para que se tumbara. Me miró sin comprender, desconectada de la realidad, pero proyectando una inmensa calma, como la de un cachorro resguardado y protegido por el calor y el cuerpo de su madre.

—Aquí estoy a salvo —repitió un par de veces.

Asentí.

—Así es. —Señalé la almohada—. Aquí nadie te puede hacer daño.

Esa mujer era imposible que fuera mi hija, apenas tendría unos diez años menos que yo, pero creció la necesidad de sentirme como el padre que casi no pude ser y necesitaba protegerla como si lo fuera.

—Sí, aquí nadie me puede hacer daño —pronunció en voz baja, se tumbó y se cubrió con la sábana y miró el fuego de la chimenea—. Estoy a salvo.

Me sabía mal haber adormecido sus pensamientos, haberla sumido en una ilusión de una inquebrantable seguridad, pero ya no solo era salvar a alguien inocente y evitar un nuevo ritual que desgarrara los muros de niebla que contenían La Plaga, no solo era frenar la locura y el caos, también era cumplir lo que me pidió un ser querido que traspasó la frontera entre la vida y la muerte, que me dijo que protegiera a la mujer y que evitara el sacrificio.

Me senté en la silla cerca de la mesa, llené un vaso, di un trago y me concedí unos instantes para fantasear con mi final.

—Es lo mejor —me dije, convencido de que mi ofrenda anularía la amenaza del resurgir de La Plaga.

Fijé la mirada en el fuego de la chimenea y vi pasar por delante de mí la vida que se me arrebató. Después de lo que sucedió cuando aparecieron los susurros, cuando me llenaron la cabeza con delirios, perdí la esperanza y busqué la única salida que creí que me traería paz.

—Tendría que haber funcionado... —Me acaricié la marca que me surcaba el cuello y suspiré—. Así no habríais... —Ese día se inició mi camino hacia el abismo, pagaron por impedirlo, y no pude hacer nada por evitarlo—. Tendríais que estar aquí y yo no ser más que polvo... —Cerré los ojos y un par de lágrimas brotaron y descendieron despacio por las mejillas—. Quise escapar y todo fue a peor... —pronuncié entre gemidos—. Maldigo al fuego rojo y a los susurros...

El terrible peso de mis actos no acabó ahí, el dolor no hizo más que crecer y engullir toda esperanza por un futuro que albergara al menos un ápice de felicidad. Unos años después de que evitaran que pusiera fin a todo, cuando las llamas nacidas de más allá de la capa de la realidad me arrebataron el pasado, creí encontrar un oasis eterno en medio del desierto de desesperación, creí que por fin sería feliz, que lo merecía, pero fue un espejismo, una cruel ilusión que tan solo duró unos pocos años.

Fui incapaz de evitar que todo volviera a salir mal, la llama roja era maligna y que prendiera era horrible, pero apagarla fue un gran error, y lo descubrí de la peor manera posible, cargando sobre mis hombros el destino de los que me importaban y del mundo.

Di otro trago, inmerso en ásperos recuerdos, justo cuando la mujer gritó, se incorporó, se cogió el cabello y se presionó la cabeza.

—¡Para! —imploró, chillando—. ¡Basta!

Sin entender qué pasaba, me levanté, solté el vaso, que se quebró contra las tablas de madera del suelo, y fui hacia ella. Apenas alcancé a dar un par de pasos antes de que un estallido en el aire me empujara y acabara cayendo contra la mesa, destrozándola.

Dolorido, apreté los dientes, me incorporé, busqué a la mujer con la mirada y la vi corriendo hacia la puerta que daba a un patio exterior rodeado de edificios.

—Espera —mascullé.

Ignoré el dolor, me levanté y fui rápido detrás de ella. No sabía qué había pasado, ¿la mujer había producido el estallido? ¿Cómo había sido capaz? ¿Qué fuerza canalizaba? Y si ella no lo hizo, ¿quién había hecho estallar el aire sin que yo fuera capaz de percibirlo? ¿Quién tenía tal poder?

Salí al patio, salté la pequeña valla de metal roído y la vi detenerse en medio del terreno que había entre los edificios, pisoteando nerviosa el pavimento repleto de grietas, mirando a todos lados, asustada, incapaz de no parar de gritar.

—Tranquila —le dije, tras acercarme—. No pasa nada.

Era como si no me viera, como si estuviera compuesto de una bruma invisible que escapaba a su vista, siguió girando la cabeza de un lado a otro sin dejar de chillar.

—¡Sal de mi cabeza! —bramó, tras agarrarse del pelo y tirar con fuerza.

Estaba seguro de que no era mi culpa, de que el uso de la llama no había desencadenado esa profunda agonía, que algo o alguien que se mantenía oculto desgarraba su ser.

Debía tranquilizarla, tenía que acabar con su dolor y liberar su mente. Alcé la mano, le apunté con la palma y permití que la llama roja prendiera lo suficiente para que los dedos se recubrieran con su fuego.

—No pasa nada —le dije, y ella pareció calmarse—. Vamos a volver a dentro, a estar seguros.

Tardó varios segundos en reaccionar, su mirada estaba perdida, pero al final asintió y se calmó.

—Quiero que esto acabe —me pidió.

Bajé la mano y asentí.

—Todo va a acabar. —Sollozó y se acercó a paso lento mientras las lágrimas le surcaban el rostro—. No va a pasarte nada. Te lo prometo.

Me miró y vi sus ojos enrojecidos.

—Solo quiero volver a mi vida. —Gimoteó—. Quiero que acabe esta pesadilla.

Sentía su dolor como propio, era culpa mía que estuviera ahí, que fuera presa de los fanáticos que tan solo buscaban derramar sangre y liberar La Plaga. El pasado era imborrable y su huella mancillaba el presente.

—No te preocupes, volverás a tu casa —aseguré cuando casi estaba a mi lado—. Me encargaré de ello.

Un estallido de luz azul me obligó a girar un poco la cabeza y cubrirme la cara con el brazo.

—No deberías prometer lo que no puedes cumplir. —La estridente voz penetró en mí, se abrió paso a través de mis pensamientos y alcanzó las profundidades de mi ser—. Ella no volverá a casa.

Bajé el brazo y, mientras protegía mi mente permitiendo que la llama creciera un poco más, observé al hombre que emergió de los restos del destello, llevaba un impecable uniforme verde grisáceo, la piel del rostro tenía varias marcas azules, los costados de la cabeza estaban rapados, las puntas del flequillo disperso rozaban la frente y una prenda, de un tejido azul que en la punta se trasformaba en niebla, se unía a la guerrera en la parte que cubría el hombro y en la solapa.

—¿Qué clase de imbécil escapado de un circo de tarados eres tú? —Di unos pasos, adelanté a la mujer y quedé a unos cuatro metros del recién aparecido—. Tus trucos no me impresionan.

El uniformado me miró a los ojos.

—Lo sé. —Movió la mano, escuché un silbido surcar el aire y sentí algo punzante hincarse en el cuello—. Estás unido a la llama roja y has visto demasiado para que te impresione alguien apareciendo de una explosión de luz.

Cogí lo que me habían clavado, lo miré y lo tiré con rabia al pavimento repleto de grietas.

—Un sedante —pronuncié, entre dientes, mientras apretaba los puños—. No será tan fácil.

Poco a poco, decenas de hombres que portaban cascos que les ocultaban los rostros e iban ataviados con trajes de combate oscuros, cubiertos de piezas de metal que los reforzaban, surgieron de los edificios, nos rodearon a la mujer y a mí y nos apuntaron con fusiles.

—No lo pongas difícil, si te entregas, dejaré que ella viva —me dijo el mal nacido de la cara con marcas azules.

Apreté los dientes, avivé las llamas dentro de mí y ralenticé el efecto del sedante. Di un par de pasos, alcé la mano y los dedos se cubrieron con un vivo y penetrante fuego rojo.

—Vais a arder —mascullé.

Uno de los hombres de los trajes de combate abrió fuego y la bala me atravesó el hombro. Grité, me toqué la herida y las llamas prendieron con más fuerza dentro de mí.

—Siempre tiene que haber un humano que se pone nervioso y no sigue las órdenes —dijo el mal nacido de la cara con marcas, antes de mover la mano, que se le recubriera con fuego azul y que el hombre que disparó soltara un chillido, las entrañas le salieran por la boca, el pecho le explotara y los restos troceados de los pulmones y el corazón cayeran al pavimento—. Seguid el plan. No toleraré ni un error más —advirtió al resto.

Un nuevo pinchazo, esta vez en el hombro, me obligó a gritar. Le siguieron varias punzadas más; ni siquiera con el fuego ardiendo, a no ser que troceara los barrotes que mantenían cautivo a mi propio infierno, era suficiente para frenar por mucho tiempo los efectos de los sedantes. Aun así, no me dejaría vencer tan rápido.

Apunté con la palma hacia el pavimento, grité, pulvericé una porción y elevé una nube de pequeños trozos. Miré al mal nacido de las marcas en la cara, moví la mano y le arrojé una lluvia de punzantes pedazos que le desgarraron la ropa, la piel y provocaron que la sangre azul brotara a borbotones.

—¿Eso es todo? —me preguntó, antes de hacer un gesto con la cabeza y que nuevos sedantes se clavaran en mi cuerpo.

Caí de rodillas, impotente, vencido, y vi el cuerpo del hombre cambiar, tornarse más musculoso y la piel regenerarse y adquirir un tono azul claro.

—¿Qué eres? —mascullé, tras sentir que comenzaba a perder la sensibilidad.

El cuerpo le cambió de nuevo, sus músculos se empequeñecieron, la piel se le oscureció en un azul marino, los ojos se volvieron blancos y brillaron con un tenue fulgor, los huesos de la cara elevaron un poco los mofletes y unas piezas de metal cobrizo, unidas al rostro cerca de las orejas, se hicieron visibles.

—Tendrías que haberte rendido —dijo antes de mover la mano y hacer que la mujer caminara hacia él.

—No —mascullé y traté de levantarme, sin conseguir más que caer por completo al pavimento.

Miré a esa cosa acariciar el rostro de la mujer, a ella estar anulada sin voluntad, y contemplé cómo la hacía levitar algo más de un metro. El ser fijó su mirada en mis ojos, se mantuvo inexpresivo y cubrió de llamas azules a la pobre desdichada.

—Monstruo —dije entre dientes.

Al ver cómo el cuerpo carbonizado de la mujer caía al pavimento, solté un grito tan fuerte, tan cargado de rabia e imbuido por la llama roja, que el terreno tembló, los muros de los edificios se llenaron de grietas y los cristales de las ventanas estallaron. Fue el último brillo de mi fuego antes de que más sedantes se hundieran en mi espalda y me fuera imposible combatir contra sus efectos.

                                 Trasformación del hombre de las marcas azules en la cara.

🌟 Muchas gracias por leer y pasarte por esta locura. Espero que te esté gustando. 🌟

😱 Hemos avanzado un poco más en este mundo de criaturas y terror. 😱

♦️ ¿Quién crees que puede ser el hombre de las marcas azules en la cara? ♦️

🔷 Sobre Draert, ¿has sentido que se esclarecía más sobre él? ¿Y sobre el "desgraciado" del traje rojo reluciente? 🔷

✔️ Como siempre, me encantará leer cualquier teoría, comentarla y ver si logramos arrojar luz a los misterios de la historia. Ahora me quedo con la duda de por qué lo han capturado y a dónde lo llevarán. 🤔

⭐️ Si te gusta la historia, se agradecen los comentarios y los votos. Además sería de mucha ayuda si compartes o le hablas de la novela a alguien que le pueda interesar. ⭐️

Número de palabras según el contador de Wattpad: 4515

Número de palabras según el contador de Word: 4598


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