Capítulo 1
El fétido vaho que emergía de las alcantarillas convertía el paso por las aceras en un desagradable paseo por un estercolero. Los vagabundos, que dormían entre cartones húmedos aferrados a briks de vino casi vacíos, descansaban ajenos al hedor y a las ratas que buscaban restos de comida entre la ropa. El orden de la ciudad, corrompido por la naturaleza del mundo y la oscuridad del alma humana, se mantenía con fuerza gracias a que los habitantes eran incapaces de concebir otro modo de vida.
—Miseria y podredumbre... —suspiré.
Alejé los deprimentes pensamientos que me sometían al cautiverio de una prisión de tormento, opresiva, oscura, carente de aire, y traté de no cargar con el destino de los desdichados que sufrían penurias para que otros tuvieran lujos.
Casi no era capaz de mantenerme en pie para frenar los sacrificios, era una sombra desdibujada del hombre que una vez fui, apenas un espectro fatigado, y mis últimas fuerzas servirían para salvar una vida. Sentía no poder cambiar el mundo y poner fin a las injusticias, como los personajes de muchas novelas que admiraba —Bluquer, Vagalat, Yangler o Woklan, entre otros—, pero mi vida no sería tan gloriosa.
Era consciente de que no era nadie, una vela consumida que aguardaba con impotencia a que la oscuridad que alejó con su titileo retornara con hambre y sed de venganza. No me engañaba ante el escarpado sendero que cada vez me costaba más recorrer, un camino macerado con las heridas de los inocentes que no salvé. Asumía mi fin y me conformaba con el abrazo del olvido, con partir del mundo cómo viví: sin que nadie supiera jamás los años en los que luché contra la locura para evitar que un culto de sádicos enfermos derramara más sangre.
Inspiré con fuerza por la nariz, pasé entre un par de vehículos medio desguazados, pisé el asfalto lleno de grietas y observé un furgón oscuro aparcar al lado de un callejón.
—Ahí están... —pronuncié en voz baja, casi al mismo tiempo que apreté los puños y sentí la tensión de la tela de los mitones en la piel.
Los dos hombres que vi arrastrar a la mujer en la visión bajaron del vehículo; ambos llevaban uniformes oscuros con costuras reforzadas y protecciones metálicas. Esperé a que se adentraran en el callejón y caminé empujado por una tormenta de rabia y odio.
Al alcanzar el furgón, cuando iba a abrir la puerta de la parte trasera, como un neumático a punto de recibir el golpe de un bate de béisbol repleto de clavos, mi corazón pareció estar a punto de estallar, se aceleró y el dolor se extendió hasta la barriga y la garganta. Tuve que agarrar la sucia camisa y presionar el pecho con los nudillos.
—Tranquilo... —Controlé las respiraciones y los latidos se ralentizaron un poco—. Todo está bien... —repetí un par de veces para calmarme.
El aire alrededor del furgón vibró y los susurros en mi cabeza, como sopletes surcando muy despacio la piel del rostro, alcanzaron una intensidad a la que no estaba acostumbrado; una que solo había experimentado un par de veces antes en mi vida.
—Déjalo... Ríndete... No eres nada para lo que se esconde más allá... —escuché cómo murmuraban cerca de mi oído.
Apreté los dientes y me tapé las orejas en un vano intento de silenciarlos, pero fue imposible, repitieron mi nombre conformando una macabra sinfonía, tan enfermiza que parecía sonar a través de agónicos instrumentos fabricados con dolor, gemidos y cuerdas vocales.
—¡Basta! —bramé y lancé mi puño contra la puerta del furgón, abollándola—. ¡Callaos! —Di otro golpe y sentí el escozor en los nudillos—. ¡No tenéis el control!
Una lejana risa, la de ese mal nacido del traje rojo reluciente, se escuchó en la distancia, casi oculta por el último siseo de los susurros y por los cesantes ecos de la vibración del aire.
Inspiré con fuerza, cerré los ojos y la culpa, desbocada, como un afilador de cuchillos puliendo los filos con mis entrañas, reavivó el dolor descontrolado y casi me pudo de nuevo el deseo de acabar con todo. Metí la mano en un bolsillo de la gabardina deshilachada, toqué el frasco lleno de líquido azul y estuve a punto de sacarlo.
—He de pagar... —mascullé, convencido.
Tan solo el recuerdo del desgarrador llanto del niño me llevó a darme cuenta de que algo me había conducido a empujones al borde del precipicio, de que una fuerza ajena a mí había espoleado a mis bestias internas para que me devoraran.
El peso de lo que tenía en otro bolsillo, en uno interior casi a la altura del corazón, me ayudó aún a no olvidar por qué estaba ahí. Alejé la mano del frasco para acercarla a lo que siempre llevaba muy cerca de mí y rocé la vieja fotografía arrugada.
—Lo siento... —musité, tras convencerme de que no volvería a ser tentando de nuevo hasta salvar a la mujer.
Abrí los ojos, acerqué la mano a la puerta del furgón e ignoré el zumbido que produjo una nueva vibración del aire. Algo trató de avivar otra vez los susurros en mi cabeza, pero no le consentí que lo hiciera.
—Esta vez no —mascullé, antes de abrir la puerta.
El interior de la parte trasera del vehículo estaba cubierto con tierra amarilla como la que vi en la sala ritual de la visión. Inspeccioné con la mirada la superficie de los montones irregulares y vi que se encontraba mezclada con pequeñas esquirlas de hueso. Elevé un poco la vista para observar el asiento de metal cobrizo soldado a la estructura y las cadenas doradas que lo rodeaban.
—Monstruos —pronuncié con rabia y me dispuse a entrar cuando me detuvo el leve fulgor que emitió la arena—. ¿Qué? —solté, confundido—. ¿Qué es eso?
Una débil capa de humo negro surgió de la tierra y llenó el interior del furgón con un desagradable olor, como si las heridas infectadas de decenas de moribundos se abrieran más para propagar el hedor de lo que está a punto de morir.
Presioné el brazo contra la cara, me tapé la nariz y la boca con la manga y me di la vuelta para cerrar la puerta y preparar fuera la trampa a esos mal nacidos, pero una voz, demasiado familiar, me heló la sangre y me paralizó.
—Draert —repitió mi nombre un par de veces.
No era posible, mi mente volvía a jugar conmigo, a convertirme en un idiota que caminaba alegre hacia un acantilado bajo el dulce y perverso influjo de cantos de sirena. No podía ser real, no podía estar ahí.
Me di la vuelta despacio con el temor de que la muerte, aliada con la locura de los susurros, hubiera liberado un alma torturada para destrozarme aún más y temblé ante la idea de encontrarme con un vivo reflejo de mis pecados.
—No... —pronuncié con la voz contenida—. No puede ser...
El peso del pasado cayó contra mí, me despedazó como si una manada de lobos me arrancaran la carne a mordiscos, redujo mi alma a polvo y la calcinó con la furia de las llamas de mi propia condena.
—Draert... —La voz surgió de la figura de contornos difusos que el humo negro había formado—. El perdón está...
La tierra brilló con fuerza y me obligó a cubrirme los ojos. Cuando pude volver a mirar, una vez que el fulgor dejó paso a débiles titileos sobre la arena, el reflejo de mis pecados se había desvanecido.
Extendí la mano en un vano intento de alcanzar la figura extinta y las lágrimas recorrieron mis mejillas.
—No debió pasar... —pronuncié entre gimoteos.
El dolor era tan insoportable, tan desgarrador, que en comparación que me hubieran hundido decenas de tijeras al rojo en las entrañas habría llegado a ser placentero.
Me negué a que desapareciera de mi vida de nuevo, no podía volver a pasar por eso, me daba igual si todo era mentira, si no era más que una perversa ilusión que jugaba conmigo, el necesitar un reencuentro me empujó a entrar en el furgón y perseguir a un fantasma.
No me di cuenta, estaba tan absorto que apenas sentí el ardor en las piernas, tan solo cuando el humo emergió en varias columnas y me rodeó, conecté de nuevo con mi cuerpo y apreté los dientes para aguantar la sensación de mis venas siendo incineradas por algo más abrasador que la lava.
—¡Basta! —imploré, gritando—. ¡Para ya!
Me merecía el castigo, cualquier condena no sería nunca bastante para pagar por lo que hice, era consciente de ello, pero, antes de arder en el infierno, necesitaba decirle unas últimas palabras, desprenderme un poco del peso que me torturaba desde hacía años.
Algo me golpeó en el pecho con tanta fuerza que creí que me partiría las costillas y la columna. Volé varios metros, caí y rodé por un terreno arenoso y un poco húmedo.
Aunque la sensación de estar quemándome vivo no tardó en desaparecer, la angustia siguió prendiendo con fuerza en mi interior.
—Me lo merezco —pronuncié, tras incorporarme y escupir una mezcla de sangre y arena—. No hay día que no quiera poner fin a mi vida y ser castigado. —El humo negro que me rodeaba comenzó a desvanecerse—. Estoy manchado, no solo mis manos, sino mi alma, mi conciencia y mis recuerdos. —El entorno se esclareció un poco y alcancé a ver varias rocas rojas brillantes flotar a una decena de metros—. Soy culpable, lo sé, y también sé que, por más inocentes que salve, nunca serán suficientes para cambiar lo que pasó. —Bajé la cabeza, fundí la mirada con la arena amarillenta revuelta con esquirlas de huesos y permanecí unos instantes en silencio—. Ojalá no hubiera nacido, así no habría causado tanto daño. —Un fuerte zumbido provocó una ligera corriente de aire que terminó de disipar el humo—. Me he ganado sufrir y arder durante toda la eternidad consumido por el fuego rojo.
No tenía fuerzas, apenas mantenía la voluntad necesaria para seguir respirando, pero de ese lugar, fuera lo que fuera, había surgido el reflejo de mis pecados y no me rendiría del todo hasta al menos tener la oportunidad de otro reencuentro.
Me levanté, sentí una fuerte tensión en los músculos, como si una multitud los pinzara con tenazas y tirara de ellos, pero aguanté y caminé hacia una parte del terreno que era lisa. Mis visiones me habían trasportado a lugares lejanos de la realidad, había normalizado los parajes extraños, pero no que los muertos retornaran para avivar el tormento.
Sin dejar de andar, alcé un poco la mirada y contemplé relámpagos rojos surcar un cielo cubierto de polvo negro. Un estruendo llamó mi atención, giré un poco la cabeza y, a una decena de metros, vi un montón de rocas negras, mal apiladas, trasformarse en un espeso líquido que cubrió parte de la arena amarilla mientras burbujeaba.
—¿Por qué estás aquí? —murmuré sin comprenderlo—. Tendrías que estar en un lugar mejor.
Nada más alcanzar la superficie lisa del terreno, me detuve y observé cómo me mostraba mi reflejo. Me vi sucio, sin brillo en los ojos, con la ropa algo rota, la barba descuidada y el pelo enmarañado. Por más que mi corazón aún latiera, solo era un muerto en vida.
—No me tendrían que haber salvado... —Me pasé la mano por el cuello y acaricié una marca que lo surcaba—. Todo habría sido mejor...
Un resplandor oscuro recorrió la superficie lisa y me hizo retroceder un par de pasos. El suelo tembló y de las partes del terreno recubiertas de arena amarilla surgieron unos géiseres de polvo negro.
—Sálvala. —Era su voz de nuevo—. Detén el ritual. Tienes que pararlo.
Me giré, busqué su presencia, ver de nuevo el reflejo de mis pecados, pero no se quiso mostrar. Caminé a paso ligero y volví a pisar la arena.
—Necesito verte —pronuncié con un hilo de voz—. Por favor.
La única respuesta que obtuve fue la del silencio. Me arrodillé impotente sobre la tierra y hundí las manos en ella. ¿Por qué no me dejaba decirle cuánto lo sentía? ¿Por qué no se mostraba para que pudiera aliviar un poco la pesada carga que apenas me permitía respirar?
Cerré los ojos e incliné la cabeza, vencido de nuevo. Tan solo los volví a abrir al notar que tocaba piel hundida en la tierra. Aparté un poco de arena y quedé paralizado al ver un rostro deforme, cosido con pedazos de diferentes caras. Me levanté, quise alejarme, pero de la tierra surgieron centenares de rostros aún más grotescos, que burbujeaban ante el contacto con el aire.
—Son... —Una repentina niebla roja emergió de la arena y se condensó hasta crear una figura de sangre—. Eres...
El niño, el niño del llanto desgarrador, tomó forma delante de mí y el cielo de polvo negro tronó ante la aparición de millares de relámpagos rojizos. Poco a poco, de la arena fueron surgiendo unas criaturas muy delgadas, casi en los huesos, con una amorfa plasta negra como rostro y afiladas garras que hacían hervir la tierra mientras se hundían en ella para buscar un último impulso que las liberara.
—¿Qué sois? —Me giré a un lado y a otro y me vi rodeado—. ¿De qué lugar de la capa de la realidad venís?
Los perturbadores resoplidos que emitían, similares a los de alguien al que le han hundido parte de la tráquea y le cuesta respirar, por primera vez en mucho tiempo, me hicieron temer algo que estaba fuera de mí, no entre mis pensamientos.
Retrocedí unos pasos hasta quedar justo en medio del irregular círculo de arena libre de criaturas, bajé la cabeza y me miré las manos.
—No debo... —Los agonizantes resoplidos, cada vez más cercanos, me llevaron a inspirar con fuerza y convencerme de que no había otra opción—. Solo una vez más...
Alcé la cabeza, observé a las criaturas y permití que las llamas retenidas en lo más profundo de mi ser, las que mantenía encerradas para que no consumieran nada más, se avivaran y prendieran con fuerza.
Apenas mi visión se tornó rojiza, teñida por las venas de los ojos a punto de explotar, cuando estaba a punto de alzar las manos y liberar mis demonios, alguien me presionó la nuca con los dedos y anuló las llamas.
—Aún no, aún es pronto —me dijo, antes de ponerse a mi lado, mirar a las criaturas y hacer que retrocedieran.
—¿Quién...? —Un súbito mareo y un dolor de cabeza me forzaron a guardar silencio un segundo y tocarme las sienes—. ¿Quién eres?
La mujer de tez blanca, que tenía la cabeza rasurada, el rostro manchando con sangre fresca y que portaba una fina prenda marrón teñida con un poco de rojo, me tocó la frente.
—No tengo nada contra ti ni los tuyos —pronunció mientras se separaba de mí—. Tu mundo no me importa.
El mareo se intensificó y pronto un profundo cansancio me obligó a parpadear y sentir que todo daba vueltas a mi alrededor. Quise preguntarle más, obtener más respuestas, pero mi cuerpo cada vez se volvió más pesado y me fue imposible no caer en la arena.
—No... —balbuceé, en un último intento por mantener la consciencia mientras veía cómo los pies descalzos de la mujer se alejaban.
Imagen de la mujer misteriosa creada con nightcafe.
🌟 Muchas gracias por leer y pasarte por esta locura. Espero que te esté gustando. 🌟
😈 Esto se está poniendo. 😈
🔵 ¿Quién piensas que puede ser la figura de humo que Draert vio en el furgón? 🔵
🔷 Y la misteriosa mujer, ¿quién o qué crees que puede ser? 🔷
✔️ Si tienes alguna hipótesis, me encantaría leerla. Quizá sea acertada o no, pero la responderé y no diré nada revelador porque ahora mismo estoy como tú. Puede que entre los dos demos con las respuestas. 🤔
⭐️ Si te gusta la historia, se agradecen los comentarios y los votos. ⭐️
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