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Para conseguir unos créditos de más, me ofrecí a principios del curso a ayudar con las pequeñas cosas del baile de graduación. Emer Ness, una chica del curso muy estricta y mandona, me ha llenado el correo electrónico con mensajes y archivos en imágenes para la promoción del baile. He tenido que venir hasta el centro de la ciudad para imprimir los carteles de un metro de altura y setenta centímetros de ancho.
El señor Sparks es el único trabajador de la imprenta, un hombre regordete con cara de perro pug cansado y con un humor asqueroso. Cuando hemos entrado Margot y yo, estaba cambiando los cartuchos de tinta a una de las impresoras industriales con las que trabaja, ha ahuyentado a Margot en cuanto nos ha mirado sobre el marco de sus gafas redondas.
—¿Cuántos carteles necesitas, niña? —me pregunta el señor Sparks.
—Umm... creo que... ¿diez? Sí, diez. Son para colgarlos en las farolas alrededor del instituto...
El señor Sparks levanta su arrugado dedo índice delante de mi cara como si dijera: <<No me interesa tu vida>> Me da la espalda y se encorva sobre el viejo ordenador que tiene sobre una mesa metálica. Le he enviado por correo el diseño del cartel, y su ordenador es tan antiguo que ha tardado media hora en descargarse.
—Estará listo en quince minutos —me dice y me agita la mano con indiferencia—. Ve, ve a dar una vuelta y no me rompáis nada.
Nada más darse la vuelta, corro entre las estanterías de la nave hasta dar con Margot ojeando unas tarjetas de felicitaciones colocadas en un mostrador giratorio.
—Ese hombre da miedo —susurra Margot.
—Lo sé.
Dejo a Margot mirando tarjetas y postales. Todavía tengo que comprar unos botes de pintura y algo de purpurina para el gran cartel de bienvenida que colgaremos en la entrada del gimnasio. Es una suerte que el almacén que lleva el señor Sparks tenga de todo. Encuentro dos botes de pintura negra, un spray para fijar la purpurina dorada, y un rollo de papel enorme. Lo dejo en el mostrador frente al señor Sparks, al lado de los diez carteles apilados que ya han terminado de hacerse. Del presupuesto que Emer me había dicho que tenía para la impresión y las compras, todavía me sobran diez dólares, así que los uso para comprar unas estrellas doradas para pegarlas en el cartel.
El tema es la elegancia. Lleva decidido desde principios del curso y estoy segura de que un montón de chicas ya tienen vistos sus vestidos ideales. Siempre he sabido que el baile es uno de los eventos más importantes en la vida de los adolescentes; es una tradición mágica.
Margot coge los carteles y yo las bolsas. Nos despedimos del señor Sparks pero él de nosotras no. Estoy guardando las cosas en el maletero cuando de repente Margot me pregunta:
—¿Noah ya te ha pedido ir al baile?
—Lo hemos hablado por encima.
—¿Pero no te lo ha preguntado? Estamos a pocos meses de terminar el curso y ni siquiera has mirado un vestido que te guste o unos bonitos zapatos.
Supongo que doy por supuesto que Noah y yo iremos al baile porque somos pareja y me da un poco igual que me lo pregunte. No necesito las palabras para asegurarme que iremos juntos, pero es la ilusión del momento. De pequeña me lo había imaginado un montón de veces, y me gustaría que se hiciera realidad aunque Noah no aparezca en casa con un ramo de tulipanes y montado a caballo.
Para evadir la conversación le pido a Margot que me ayude a buscar algún vestido y unos zapatos bonitos, así se pasa entretenida todo el trayecto a casa. Estoy aparcando con las dos ruedas laterales pisando el césped del jardín de casa, intento bajar de nuevo y tener las cuatro ruedas en la carretera delante de casa, cuando golpeo nuestro buzón con el morro del coche. Margot me mira con los ojos bien abiertos y la boca apretada, como si la hubiera golpeado a ella. El buzón es el único recuerdo que hay en nuestra propiedad y que conserva el nombre entero de mamá después de que guardáramos sus cosas tras marcharse. Margot parece entenderme, al final, es como si también me hubiera golpeado a mí misma y a la familia entra.
—Arreglémoslo antes de que papá vuelva de su tarde de juegos —me dice.
Las dos corremos a ver el buzón. No está roto, pero se ha separado de la barra de madera en el que estaba clavado al suelo y se ha caído al jardín. Entre Margot y yo lo levantamos y lo revisamos. Se me cae el alma a los pies cuando veo la abolladura que le he hecho en un lado; además, se ha rayado y se le ha ido un poco la pintura blanca.
—Oh, no... Tendremos que pintarlo —digo.
Margot agarra el buzón y busca la chapa de metal que hay a un lado. Nuestros cuatro nombre están ahí, tan perfectos a cómo siempre. No me perdonaría estropear esa chapa.
—Creo que tenemos pintura blanca en el jardín de cuando pintamos mis estanterías.
Asiento con la cabeza y le pido que se de prisa en traerla con unas cuantas brochas. La tarde de juegos de papá dura hasta las ocho y a penas nos queda una hora antes de que vuelva de la Asociación de Vecinos. Estoy sentada en el bordillo de nuestra acera intentando arreglar la abolladura del buzón, la aprieto con mis manos por dentro y por fuera para moldearla a su forma original, cuando Wesley y su madre se detienen en su camino de entrada.
—¡Sierra! —grita—. ¿Estás bien?
No tengo ganas de hablar. Quiero arreglar el buzón y ya. Solo agito la cabeza como si dijera: <<Todo está bien>>.
Al rato, ya he solucionado la abolladura más o menos. Tengo un dolor persistente en mitad del pecho. Sé que no me dará tiempo a solucionarlo antes de que papá vuelva.
—¿Sierra? —Wesley sale de su casa y se acerca a mí—. ¿Está todo bien? —me pregunta otra vez. Trota hacia mí, acuclillándose y apoyando las manos en el suelo.
Sigo abrazando nuestro buzón con mis dos brazos. No dejo de mirar la carretera por si veo el coche de papá llegar.
—He atropellado nuestro buzón y necesito arreglarlo antes de que papá vuelva —le digo.
—Vamos. Te puedo ayudar.
Seis manos hacen más que cuatro.
En un susurro, digo:
—Vale...
Me levanto del suelo con el buzón en brazos y Wes me lo quita. En un segundo lo ha vuelto a enganchar de la tabla de madera clavada al suelo. Wesley me mira y se arremanga las mangas de la sudadera.
—¿Tenías esa cara mustia sólo por el buzón?
—Lo compró mamá y ella escribió nuestros nombres.
No me gusta hablar de mamá, con nadie.
Margot irrumpe el momento saliendo de casa con un bote de pintura blanca, dos brochas y una caja de guantes. Suelta las cosas en el suelo y le da un abrazo a Wes.
—¡WesWes! ¿Qué haces aquí?
—Ayudaros con el buzón. ¡Pásame unos guantes!
Me agacho a coger la caja de guantes y entre los tres nos repartimos las tareas. Wesley dice que puede dejar el buzón igual de liso a cómo estaba y que no se note tanto que estaba abollado y lo he arreglado de mala manera. Me ato el pelo con la goma elástica en una coleta alta y apretada. Wes corre a su casa, dice que con una madera y un martillo puede dejarlo como nuevo.
Estoy removiendo la pintura con un poco de agua cuando mi teléfono empieza a sonar. El corazón me salta en el pecho. ¿Y si es papá?
—Está en el coche, Margot. ¿Puedes cogerlo a ver si es papá? Tengo las manos manchadas —digo.
Margot se inclina por la ventanilla bajada y alarga el brazo hasta que saca mi móvil.
—Es Noah.
—Cógelo. Dile que le llamaré en un rato.
Margot asiente con la cabeza y se quita un guante para poder descolgar. Yo sigo removiendo con las dos brochas la pintura y vierto un poco más de agua. La pintura estaba algo reseca. Pintamos las estanterías de Margot hace cosa de un año, antes eran verdes, pero cambió la decoración y el verde ya no la pegaba con el morado claro de sus paredes.
Wesley sale de su casa trotando con un trozo pequeño de madera y un martillo. Al otro lado de la calle, nuestra vecina, la señora Berny Dell, pasa por la acera con las bolsas de la compra y un periódico debajo del brazo. Nos lanza una mirada a Wes y a mí y sigue su camino con la cabeza bien alta. No ve el suelo y se tropieza. Todos nos reímos en silencio y la señora Dell sigue hasta su casa como si nada.
Margot se me acerca y me toca el hombro. Con mi móvil en una mano y el suyo en la otra, me dice:
—Noah quiere saber si necesitas ayuda para hacer la pancarta de bienvenida del baile.
Wesley me lanza una mirada sorprendida.
—¿Ayudas a preparar el baile? —me pregunta.
No creo que ayudar con el baile sea algo tan importante o interesante. Se me estaba olvidando que me presenté a ayudar por un par de créditos. Si Emer Ness no me hubiera interceptado en los baños del instituto, creo que nunca me hubiera acordado de hablar con el director y pedirle ser ayudante en el comité del baile.
—Sólo en las cosas pequeñas. —Miro a Margot y continúo—: Lo haré en el instituto. Tengo que llevar los materiales y hacerlo en el taller de artes plásticas con el resto de ayudantes.
Margot se lleva el teléfono de vuelta al oído y dice:
—¿Noah? Sierra dice que...
Wes me golpea el hombro con el trozo de madera y dejo de mirar a Margot. Me da miedo lo que pueda decirle a Noah.
—Sujeta la tapa del buzón un momento —me pide Wes.
Lo hago. Wes mete el trozo de tabla por dentro del buzón y da pequeños toques con el martillo hasta que logra dejarlo recto y liso, como si lo acabáramos de comprar. Lanza las cosas al césped y mira su reparación con orgullo.
Mientras pintamos los desconchones de pintura, no dejo de ver a Margot de reojo hablando por mi móvil con Noah. La hemos dicho que vigile por si ve el coche de papá entrar en nuestra calle, pero está sentada en el bordillo de la acera amontonando unas piedras pequeñas sin dejar de hablar con Noah.
—Deberías ir por el barrio arreglando cosas a los vecinos. Te sacarías un buen dinero para el año que viene —comento.
—Lo he pensado, pero no podría pedir dinero por eso. Además, estoy probando suerte en trabajos cerca de la Universidad para que cuando me mude no tenga que estar viniendo tampoco todos los días.
En cuanto lo dice, me crea un sentimiento de extrañeza. Sé que voy a echar mucho de menos a Wes, igual que papá y Margot. Ya no estará en casa viendo algunos partidos de fútbol y no le veré por las tardes paseando con su madre. Tampoco vendrá a casa a pedirnos café y se quedará toda la tarde contándonos chistes malos o anécdotas de su día. Y echaré de menos la sonrisa tan enérgica que regla a todo el mundo.
Cuando terminamos de reparar el buzón, Wesley se ofrece a aparcarme bien el coche en la carretera. Poco después llega papá con un fajo de billetes y más felíz que una perdíz. Margot y yo vamos detrás de él como robots. Cuando por fin entramos en casa y no dice nada sobre el buzón o sobre el césped aplastado del jardín, me desinflo como un globo.
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