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Capítulo 7

En unos días ya circulaba de boca en boca la noticia sobre que Sar no era la persona que estaba gobernando Merta. Se extendió por todas las aldeas y atravesó hasta las mismísimas murallas del castillo. Todos empezaban a opinar, no había una teoría claramente ganadora. Muchos se posicionaban a favor de que aquel no era el verdadero rey, pero otros tantos estaban en contra. Ese día se volvieron a reunir con Rose por la tarde.

—Deberíamos reclutar a cualquiera que esté a favor —propuso Deb—. Luego podríamos pensar entre todos cómo desmantelar al supuesto rey.

—Esa es una buena idea, ¿pero donde os reuniréis sin que os encuentre? —preguntó Rose.

—Podríamos reunirnos en una enorme caverna que hay en la falda de la montaña, cerca de donde tenemos la cabaña. Es bastante espaciosa y oculta de las miradas indiscretas —contestó Lema.

—Yo puedo difundirlo, manteniendo siempre la discreción —se ofreció la mujer.

Aquella noche cenaron dos peces que previsivamente habían pescado por la mañana. Deb y Lema se habían enamorado inevitablemente durante el año que habían estado viviendo juntos. Pasaron por una gran complicación, pero entre los dos consiguieron superarla. Él le había enseñado a ella cómo sobrevivir en las montañas y ella le había enseñado muchos de los conocimientos que poseía gracias a la educación que había recibido en el palacio. Ellos ya habían crecido y madurado más que cualquier joven de su edad, la vida allí les había hecho volverse independientes. Habían aprendido a luchar, incluso cuando no tenían ningún motivo por el que hacerlo.

Durante las siguientes semanas aparecieron bastantes personas en las montañas. Hubo familias que se trasladaron a la enorme cueva con lo indispensable para vivir. El rey estaba empobreciendo a los campesinos, y estos ya no tenían ni siquiera un hogar en la que resguardarse. Allí había cerca de una veintena de personas, Deb y Lema se repartían las tareas para ayudar a aquella gente.

Deb enseñaba a los adultos a cazar y a pescar y Lema hacía de tutora para los niños que ahora vivían en la caverna. Por la noche, todos se reunían en torno al fuego y la princesa contaba alguna de las historias que había oído a los trovadores del castillo. Había una historia ambientada en la época en la que los timors arrasaron con los cuatro reinos. Lema la
recordaba perfectamente. Esa tragedia fue la que la empujó a querer colaborar en la búsqueda de timors.

Era una mañana de principios de primavera. Vúcar había amanecido con un sol radiante. La brisa fresca se coló en el cuarto de Ane. Sus seis hermanos seguían dormidos, pero sus padres ya habían salido de casa. Se vistió y salió a regar las plantas del huerto. Todo transcurría como un día cualquiera. Sus hermanos, que acababan de desperezarse, comenzaron con las tareas. Los más pequeños correteaban alegres por el patio. Otros recogían los huevos o se dirigían al pozo a por agua.

»Ane estaba regando una coliflor cuando notó como el cielo se nublaba progresivamente. Empezó a escuchar revuelo a su alrededor y miró hacia arriba. Vio como un grupo de timors volaba por encima de sus cabezas. Eran muchísimos, desde su posición podía contar cerca de quince. Pero se perdían por el horizonte, como si fueran infinitos. Vociferó para que sus hermanos se acercaran.

»Entonces los campesinos comenzaron a lanzar piedras contra ellos. Las criaturas de escamas grises descendieron y comenzaron a arrasar con todo. Sus enormes alas terminaban en afilados pinchos con los que desgarraban los huertos y los techos de las casa. Con sus garras mortíferas intentaban atrapar a los aldeanos.

»Asustada, Ane se escondió en casa con sus atemorizados hermanos. A través de la ventana veía como los timors destruían la aldea. Abrieron las fauces y exhalaron un extraño vaho negro con el que lo rociaron todo antes de marcharse.

»Aquella bruma comenzó a entrar en la casa. El perro, que cuidaba la puerta, retrocedió asustado. Entonces, al respirar aquel aire se quedó clavado en el sitio. Sus músculos se contrajeron y murió al instante.

»Los más pequeños comenzaron a llorar desconsolados y aterrorizados. Entre todos cerraron las ventanas y taparon con trapos la parte de abajo de todas las puertas. Ane cogió toda la comida que pudo, varias mantas, agua y velas. Luego se encerró con sus hermanos en el sótano.

»Estuvieron allí diez días con sus noches, hasta que no aguantaron más. La niña abrió la trampilla y salió del sótano.

»En su casa todo se encontraba igual, salvo el hecho de que sus padres no estaban allí y que el perro estaba muerto. Abrió la puerta que daba al exterior y se quedó horrorizada. Todo estaba destrozado y en el suelo se podían ver los cadáveres de aquellos que no habían tenido tiempo de resguardarse.

»Ane no pudo reprimir que las lágrimas corrieran por sus mejilla como un río. A varios metros de la casa estaban sus padres. Los cadáveres se encontraban en el suelo, rígidos, y con la cara crispada en una mueca de horror. Todos los hermanos lloraban, pero ninguno se atrevía a acercarse.

»La chica condujo a sus hermanos por la aldea en busca de supervivientes. Tres de ellos se encontraban muy débiles y les costaba seguir el ritmo de los demás. En la plaza del pueblo se reunieron las personas que todavía estaban vivas. Eran pocos y entre ellos había bastantes enfermos.

»Partieron todos juntos hacia Merta, que según habían oído era el reino menos devastado por el ataque de los timors. Los primeros cinco días fueron muy complicados, tenían hambre y no quedaba comida. Uno de sus hermanos murió por el camino y otros dos estaban muy enfermos.

»El sexto día llegaron a una aldea en la que quedaba algo de comida. La repartieron y descansaron un par de días. Después continuaron el eterno viaje. Ane y sus cinco hermanos estaban tristes y sin fuerza. Para alegría de todos, los dos que estaban enfermos habían conseguido recuperarse en la aldea.

»Tres días después uno de los pequeños se torció un tobillo. Tuvieron que reducir la velocidad para cargar con él entre todos.

»El camino duró una semana más. Al amanecer del séptimo día de la semana alcanzaron la frontera. Las lágrimas de alegría bañaban los rostros de todos los supervivientes. Y algunos hasta se atrevieron a esbozar una pequeña sonrisa. Se instalaron todos en un pueblo, donde les alimentaron y cuidaron. Una familia de campesinos acogieron a Ane y sus hermanos.

»Esa noche, Ane agradeció la suerte que habían tenido. Seguía con vida, todavía estaba con cinco de sus hermanos y una amable familia cuidaba de ellos. Había sido duro perder a sus padres, a uno de sus hermanos, su casa y tener que hacer aquel interminable viaje, pero podría haber sido peor.

Después de que Lema contase una historia, Deb y ella volvían a su cabaña, que estaba situada solo unos metros por encima. Y allí pasaban un rato conversando antes de dormir.

En unos meses el número de personas ya alcanzaba los cincuenta, y los jóvenes decidieron que era hora de pasar a la acción. Quince de ellos irían al castillo y se infiltrarían entre el personal para espiar a Sar. Así podrían demostrar que él no era el verdadero rey y descubrir la forma de sacarle del trono de Merta.

Se estuvieron entrenando, Deb les enseñó en el bosque todo lo que necesitaban. Aprendieron a ser silenciosos, a caminar sin que los animales se percataran de su presencia, y también a correr muy rápido. Aprendieron a aguzar el oído y la vista, intentando escuchar los sonidos del bosque o diferenciar animales desde muy lejos. Lema elaboró el plan y lo repasó cientos de veces con los elegidos. Al cabo de un mes la patrulla partió hacia el castillo.

Era de madrugada, pero todos estaban despiertos. Aquí y allí se repartían abrazos y palabras de ánimo. Algunos rostros estaban mojados por las lágrimas, aunque la brisa fresca de la mañana las secaba. Fue una despedida larga, pero al fin los quince se armaron de valor para marchar.

Los demás les veían alejarse desde la distancia, con el corazón encogido. No se movieron del sitio hasta que sus siluetas desaparecieron en el bosque. Y ya solo quedaba esperar.

Desde ese día el tiempo pasaba lentamente en la cueva. Habían acordado que mandarían una carta cada tres días, aunque solamente fuera para informar de que se encontraban bien. Desde que partieron, en la caverna todo era nerviosismo. Todos los que vivían en la cueva formaban una gran familia, para algunos, la única que tenían. Todos contaban los días, las horas y los minutos que faltaban para recibir la carta y se respiraba la preocupación cuando tardaba en llegar un poco más de lo habitual.

Habían recibido cuatro cartas y la quinta se estaba haciendo de rogar, debería haber llegado hacía dos días. Hoy Rachael, una niña de ocho años que vivía allí, había ido a la aldea para comprobar si la carta había llegado al fin. Mientras, en la caverna todos esperaban ansiosos la llegada de la niña. La tensión se podía cortar con un cuchillo. El tiempo pasaba lentamente. Nadie pronunciaba palabra.

Entonces empezaron a escucharse unos pasitos que se acercaban a la cueva y la cabeza de Rachael asomó por la entrada. Todos dirigieron la mirada hacia la niña. Lema y Deb estaban de pie, cogidos de la mano, y aguardando a que la pequeña dijese algo. Pero no hizo falta. Una lágrima cayó por el rostro de Rachael, que había esperado que la carta de su hermano hubiera llegado al fin. Lema soltó la mano de Deb y se acercó a abrazar a la desconsolada niña. Las caras de los demás hablaban por sí solas. Todas reflejaban un sinfín de sentimientos: tristeza, desesperación, miedo, frustración, inquietud, decepción... Lema todavía recordaba lo diferente que era todo hace unos días.

Todos en la caverna estaban pendientes de que llegara Rachael. El sol iluminaba la estancia cuando la niña entró dando saltitos de alegría con la carta entre las manos. Sus trenzas pelirrojas se movían en el aire.

—¡Ya ha llegado la carta! —gritó con su vocecita para llamar la atención de los presentes.

Cuando todos la estaban mirando comenzó a leer. Lo hacía con cierta torpeza, pero orgullosa de lo que había aprendido. Lema la escuchaba, satisfecha de lo rápido que progresaba. Su flequillo pelirrojo le tapaba los ojos castaños que recorrían la carta con decisión. La carta explicaba brevemente que estaban hablando con los criados que por ahora eran la única fuente de información que tenían.

—Los quince os mandamos un fuerte abrazo —terminó.

Pasaron cinco días más y la carta no llegaba, así que acudieron a visitar a Rose. Le habían contado meses atrás lo que tenían planeado, pero a ella le pareció una idea muy arriesgada. Aún así decidieron llevarla a cabo en secreto. Desde que los quince elegidos partieron no habían vuelto a casa de Rose. Habían estado muy ocupados, aunque eran bastantes en la cueva se notaba la ausencia de los espías. Habían enviado a los más cualificados y su ausencia era notable. La caza era menos productiva, necesitaban estar mucho tiempo fuera y aun así no eran capaces de traer la misma cantidad de comida que antes. Para salir adelante los niños más mayores colaboraban cuidando el huerto, trayendo agua del río o cuidando de los más pequeños.

Ese día fueron a casa de la mujer porque siempre se enteraba de todo lo que ocurría. Y ellos no perdían nada preguntando.

Así que mientras comían unas pastas caseras le contaron el plan que habían llevado a cabo, haciendo énfasis en que no habían recibido noticia alguna desde hacía casi una semana. La mujer palideció hasta parecer un fantasma y le temblaron las piernas. Deb y Lema intentaron calmarla e intentaron que les explicara lo que le ocurría. Pero nada, Rose era incapaz de articular palabra.

—¿Quince personas habéis dicho? —consiguió articular la mujer tras un tiempo. Había intentado, sin mucho éxito, calmarse a base de respiraciones.

—Sí, ¿sabes algo? —preguntó Lema.

—Bueno, me temo que sí —dijo tras unos instantes que a los muchachos se les hicieron eternos—. ¿Tenéis algo que ver con ellos?

—Sí, son los que enviamos para que espiaran a Sar —contestó Deb. —¡Oh no! —exclamó la mujer.

—¿Qué ocurre, Rose? —preguntó Lema cada vez más asustada. —Los han cogido —susurró sobrecogida.

—¿Quién? —preguntó Deb. Aunque los dos jóvenes sabían cual era la respuesta a su pregunta.

—Sar —contestó la mujer. Una jarra de agua fría les cayo encima, haciendo realidad sus peores pesadillas—, los encontró merodeando en su castillo.

—Y... ¿qué va ha hacer con ellos? —tartamudeó Lema.

—Los tiene prisioneros, pero me temo que no por mucho tiempo — los chicos se miraron extrañados, no encontraban ningún sentido a aquellas palabras. Si ya no iba a tenerlos prisioneros era una buena noticia, o eso creían ellos—. Dentro de dos semanas abrirá las puertas de la gran muralla que rodea el castillo. En el patio principal hará una enorme hoguera en la que colocará a los intrusos. Luego los quemará delante de todos como muestra de su enorme poder.

—¿Vivos? —consiguió preguntar Lema.

—¡Maldito! —fue la única respuesta de Deb.

Esa noche regresaron a la caverna cabizbajos, no se atrevieron a decir nada a nadie. Entraron en la cabaña, Deb parecía preocupado y estaba concentrado en sus lucubraciones.

—Ha sido desde dentro —dijo Deb rompiendo el silencio que les rodeaba—. Alguien de la cueva nos ha traicionado, alguien trabaja para el rey —Lema abrió los ojos de para en par y se giró para mirarle, perpleja.

—¿Tú crees? —dijo ella indecisa.

—Nadie más sabía nada del plan, y además, es imposible que pillara a las quince personas a la vez. Ideamos la maniobra para que no estuvieran demasiado juntos, de modo que si descubrían a uno, los demás se salvaban. Estaba demasiado elaborado para que pudiera desbaratarlo tan fácilmente sin ninguna ayuda —respondió el joven.

Lema no parecía estar muy convencida, así que él siguió argumentando.

—Tú has vivido en el castillo y sabes que no me equivoco al decir que el rey no suele relacionarse con los criados, ¿verdad?

—Sí —reconoció ella.

—Entonces, ¿cómo crees que se ha dado cuenta de que hay algunos sirvientes de más? El castillo es muy grande y el rey solo tiene una idea aproximada de cuántos criados hay. Alguien le ha ayudado —sentenció.

—¿Y cómo sabremos quién es el traidor? —preguntó la muchacha.

—No lo podemos saber —dijo Deb tras meditarlo durante un tiempo—. Y tú deberías ponerte a salvo. Si el traidor merodea por aquí puede llegar a saber que tú eres la princesa Lema. Si el rey no ha atacado nuestro escondite es porque espera encontrar algo aquí.

—¡Pero no puedo dejarte solo aquí! —protestó Lema.

—Conozco a alguien que tiene una cabaña en la ladera opuesta de la montaña. Pero tranquila, aunque esté cerca del Bosque de las Sombras no corres peligro. Te acogerá en su cabaña el tiempo necesario —dijo el muchacho. Lema abrió la boca para replicar, pero Deb se adelantó y la miró muy serio—. No lo hagas por mí, ni por ti, hazlo por ... —dijo mientras miraba el vientre de la joven, más grande de lo habitual.

—¿Cuándo partiré? —preguntó Lema. Las palabras del chico la habían echo cambiar de opinión. El bebé era lo más importante.

—En cuanto se haya dormido la última persona de la caverna, yo te acompañaré —dijo Deb.

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