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Capítulo 3

No pudo decir cuanto tiempo había pasado, pero ya no estaba tumbada sobre las rocas sino sobre una cama. Y por un momento pensó que todo había sido solo un mal sueño. Pero al abrir los ojos, pudo comprobar que aquel no era su cuarto. Estaba en una cabaña pequeña, construida rudamente, con tablones de madera no muy bien colocados. Tenía tres pequeñas ventanas por las que apenas entraba luz. Toda la habitación estaba sumida en una extraña semi-penumbra.

Al cabo de un tiempo, Lema empezó a diferenciar los objetos que la rodeaban. Ella estaba tumbada sobre un camastro bastante grande, de paja y lana, no tan cómodo como su lecho, pero mucho más confortable que el duro y frío suelo de piedra. Frente a ella, en la pared, había una pequeña chimenea de piedra. Estaba apagada y no había leña dentro, pero a juzgar por las cenizas que se podían entrever, había sido utilizada recientemente. En una de las esquinas había un armario para la ropa, nada comparado con el que tenía ella en el castillo. En otra de las esquinas pudo ver una cocina de reducidas dimensiones que contaba únicamente con dos pequeños estantes para la vajilla. Lema pudo comprobar que allí todo estaba organizado en una única habitación, no como en su añorada fortaleza, repleta de habitaciones y preciosos jardines.

—Veo que ya te has despertado —dijo una voz tras ella, sobresaltándola.

Lema dio un respingo, hasta ese momento no se había percatado de que no se encontraba sola en la cabaña. La joven se giró asustada y pudo ver a un muchacho de su edad. Tenía el pelo rubio despeinado, la piel dorada, los ojos color miel y una cálida sonrisa.

—¿Te encuentras bien?

—Bueno...

La cabeza le daba vueltas, sentía el cuerpo pesado y le rugían las tripas a causa del hambre. Además, el haber dormido sobre las rocas no le había sentado demasiado bien, puesto que tenía moretones y arañazos por todo el cuerpo.

—Tranquila, te recuperarás —dijo el muchacho al ver que ella contestaba poco convencida—. Yo soy Debluar, pero puedes llamarme Deb —dijo amistosamente.

—Yo soy ... Diana —contestó Lema tras un instante de vacilación.

Prefirió no decir su verdadero nombre, todavía no sabía si aquel encantador muchacho era de fiar. Aunque la hubiera ayudado, su mirada fuera amistosa y su sonrisa le transmitiera seguridad, no quería que nadie supiera donde se ocultaba la princesa. Porque sentía que aquel se hacía pasar por Sar no era enteramente humano. Y como no sabía a que se enfrentaba, era mejor no dejar cabos sueltos. Además ahora que había huido del castillo y que seguramente no volvería, la mejor forma de olvidar su antigua vida era cambiar su identidad. Su vida había dado un giro y ya nada volvería a ser como antes. Pero Lema no estaba dispuesta a rendirse. A partir de ese momento sería Diana. Y tal vez, solo tal vez, cuando estuviera preparada vengaría la muerte de su hermana y la desaparición de su padre.

Deb estaba parado en la puerta, cargaba con un buen montón de leña. Se dirigió a la chimenea y depositó parte allí. Encendió el fuego y sacó un caldero del armario. Lo llenó con el agua de unos cubos que habían pasado desapercibidos a la vista de la joven. Lema estaba como hipnotizada viendo al muchacho cocinar. Se movía con seguridad, sin advertir la mirada de la muchacha. Deb puso el caldero a hervir, el fuego de la chimenea crepitaba y su calor se había extendido por la cabaña. El joven cogió un cazo y sirvió dos cuencos. Se acercó a Lema y le tendió uno. La joven lo cogió entre las manos, hasta su nariz llegó el aroma de aquella apetitosa sopa. La chica empezó a comer, le reconfortaba sentir el caldo caliente bajando por su garganta. Hacía tanto que no comía que le sentó de maravilla.

—He de salir a cazar algo para cenar —dijo Deb tras terminar su comida.

—Te ayudaré —se apuntó Lema.

Nunca había cazado, pero si no quería ser un estorbo para el chico tendría que hacer algo de utilidad. Sacó los pies de la manta, los puso en el suelo y se levantó, pero las piernas le fallaron y cayó inevitablemente. Intentó levantarse apoyando los brazos sobre el camastro, pero apenas le quedaba fuerza. Le temblaron los brazos y no consiguió levantarse.

El chico se acercó hasta ella, la cogió entre sus brazos y la elevó. Luego, con sumo cuidado la dejo tumbada en la cama.

—Quédate hoy aquí, tienes que descansar y recuperar fuerzas — susurró el muchacho.

—Pero... yo quiero ir —replicó la joven.

—Mañana te llevaré —dijo mientras salía por la puerta.

Lema se quedó mirándole, no podía verle la cara porque estaba a contraluz, pero sí su figura, alta y robusta. Tiempo después de que se marchara, la joven quedó sumida en un profundo sueño.

Deb llegó de noche, estaba cansado y únicamente había cazado un conejo. La cabaña estaba fría y oscura, dentro reinaba el silencio. Encendió la hoguera y cocinó lo que había cazado. Lema estaba tumbada en el camastro, la luz de las llamas iluminaba su rostro. El joven se acercó en silencio, estaba muy bella. Extendió la mano y con las yemas acarició su cara. Su piel era blanca inmaculada y muy suave. Deb cogió la manta y arropó a Lema. Se tumbó a su lado a cierta distancia. Cerró los ojos y suspiró antes de dormirse profundamente.

Estaba apoyada en la pared, con la mirada perdida. Llevaba así varias horas, no podía dormir. Le rugían las tripas y se sentía débil, aquello la superaba. Su mente vagaba apesadumbrada, no se detenía en ningún recuerdo concreto, le era demasiado doloroso, solo iba de uno a otro sin seguir ningún patrón.

La luz del amanecer comenzaba a asomarse tímidamente por las ventanas. Lema abrió los ojos lentamente, un rico olor a repostería inundaba la cabaña. Se incorporó sobre la cama y vio a Deb, tenía las manos blancas, manchadas de harina. El chico se giró, también tenía la cara manchada, pero sonreía orgulloso.

—Buenos días —dijo el muchacho.

—¿A que huele? —preguntó la joven intrigada mientras sentía como la boca se le hacía agua.

—Espera y verás.

Deb se giró hacia la chimenea, cogió un trapo y sacó una bandeja del fuego.

—Cierra los ojos —le dijo.

Lema obedeció, sentía al joven caminando hacia ella. Se detuvo, con la bandeja en los brazos, frente al camastro.

—Abre la boca.

Entonces el chico cogió algo de la bandeja y lo introdujo en la boca de la muchacha. Estaba caliente, pero no quemaba, y tenía un sabor dulzón. Lema abrió sus ojos verdes que relucían fascinados.

—¡Está riquísimo! —dijo maravillada.

Deb sonrió, portaba una bandeja con pequeñas galletas redondas, cubiertas de un dulce sirope. Lema no solía tomar postres en el castillo, nunca había sentido especial atracción por ellos. Pero aquel que había cocinado el muchacho era exquisito, una explosión de sabor había inundado su boca.

—No sabía que cocinabas tan bien —comentó la joven.

—La repostería es mi pasión —dijo con el orgullo presente en sus ojos color miel—, mi madre me enseñó cuando era pequeño.

Por un instante el rostro del chico se ensombreció.

Al medio día, Deb cumplió con su promesa y la llevó al bosque. Salieron de la cabaña, Lema observó que esta estaba construida dentro de la montaña, en una cueva. Ese era el motivo por el que el sol entraba con menos fuerza. Una vez en el exterior la muchacha terminó de ubicarse, se encontraban en un punto intermedio entre la cima y el suelo. Comenzaron a descender, con la tripa llena y en la compañía de Deb todo era más sencillo.

Cuando bajaban, Lema pisó una pequeña piedra, resbaló y cayó hacia atrás. Justo antes de colisionar contra el suelo, el joven la sostuvo y la ayudó a levantarse. El resto del camino transcurrió sin incidencias, solo se detuvieron al llegar a los pies de la montaña.

Ante ellos se extendía un pequeño bosque, Lema lo había atravesado en su huida. No era ancho pero sí muy largo, rodeaba todas las montañas y se perdía en el Bosque de las Sombras. Se adentraron en él, no era muy espeso. Los árboles eran bajos y delgados, entre sus copas se colaban los rayos del sol, para ser un bosque era bastante luminoso.
El muchacho enseguida se dio cuenta de que a ella no le habían enseñado nunca a cazar. Nada más empezar la tarea, la joven iba algo despistada por lo que se tropezó con las raíces de un árbol y cayó al suelo de bruces.

Pero ella se levantó, se limpió las rodillas y siguió caminando con dignidad. En ese momento salió una ardilla de entre los arbustos y al acercarse sigilosa, Lema pisó un charco, sus zapatos, ya embarrados de hacía dos noches, se recubrieron de una nueva capa de barro. El animal, alertado por el ruido, se giró y al verlos, echó a correr. Cuando la joven vio a su presa escapar, corrió alocadamente tras ella por el bosque. Pero la velocidad y la agilidad de la ardilla eran muy superiores y ya le sacaba bastante ventaja. Lema aceleró, pero su precioso pelo se enganchaba entre las ramas más bajas. La ardilla cada vez se alejaba más y la joven, obstinada, siguió corriendo, sin importarle ya que su cabello se enredara. El animalillo, cansado ya de esa desigual carrera, trepó al árbol más próximo. La muchacha se detuvo, exhausta, y miró hacia arriba. Como burlándose, la ardilla se alejó aún más de su alcance.

En ese momento llegó Deb, que la había perdido de vista cuando había comenzado a correr. Se quedó parado, mirándola con un extraño brillo en sus ojos color miel. Lema sintió que enrojecía ante su mirada, que era una mezcla de asombro y burla. La joven presentaba un aspecto lamentable, sus zapatos sucios ahora además estaban rotos por la carrera a través del bosque. Su larga y bella cabellera estaba enredada, llena de nudos, hojas y alguna que otra ramita. Sus pantalones se habían ensuciado de tierra tras la caída. El sudor había humedecido su frente y corría por su cara como un río. Aquella imagen de la muchacha consiguió sacarle una sonrisa.

El sol se elevaba sobre el cielo, no había ni una sola nube. Sus rayos lo bañaban todo con una cálida luz. Los jóvenes volvieron a la cabaña, dentro de poco el calor sería insoportable y el camino hasta allí era largo. No hablaron durante el recorrido, Lema se sentía avergonzada. Había intentado ayudar al joven e impresionarle, pero todo su esfuerzo había sido inútil. No sabía si él estaba enfadado, no la había mirado a la cara desde su numerito en el bosque. Ella no se veía con fuerzas para hablarle, no estaba segura de querer saber su opinión acerca de lo sucedido aquella mañana. Ya tenía suficiente, había quedado en ridículo ante aquel joven que le gustaba cada vez más.

Deb no se atrevía a romper aquel incómodo silencio. De vez en cuando dirigía una mirada furtiva a su acompañante. Aquella chica había irrumpido en su tranquila vida hacía muy poco, pero ya se sentía atraído por ella.
Al fin llegaron a la cabaña que estaba dentro de una pequeña cueva. El problema era que por culpa de la falta de experiencia de Lema en la caza, habían regresado sin nada que llevarse a la boca. El muchacho evaluó la situación, aquella joven había conseguido conquistarle y quería conocerla. Pero sus habilidades para la caza eran nulas. Sus continuos tropiezos advertían a los animales de su presencia, su pelo le impedía moverse por el bosque con agilidad y sus zapatos no le serían muy apropiados para caminar por el barro. Si seguía con ella acabarían muriendo de hambre. Una vez decidió Deb lo que iba a hacer, se sentó para hablar sobre lo sucedido.

—Diana, te voy a dar dos opciones —dijo con calma—, quédate aquí o vete. Pero si te quedas, tendrás que cambiar y adaptarte.

—¿En serio quieres que me vaya? —preguntó Lema dolida.

Apreciaba a aquel joven que le había salvado la vida y no quería alejarse de él, no tan pronto.

—No, no quiero —admitió—. Pero entiéndelo, si no cambias no podremos comer nada —dijo con tono conciliador para hacerle ver el problema.

—Me quedaré —decidió.

En apenas cuatro días había renunciado a todo lo que tenía: su casa, su hermana, su ropa, la espectacular comida del castillo, su cama... casi su vida entera. Por dejar atrás lo poco que le quedaba tampoco iba a pasar nada. Además quería quedarse con aquel muchacho, en sus ojos podía leer las promesas de un futuro juntos.

—Para empezar deberías cortarte el pelo —comentó Deb algo más animado al ver que Lema no se pensaba marchar—. Te resultará incómodo porque se te enredará en los árboles y perderás agilidad a la hora de correr por el bosque.

La muchacha se miró el pelo, ya no tenía esa preciosa cabellera castaña y suave que le llegaba hasta la cintura. En lugar de eso tenía el pelo sucio y despeinado, lleno de nudos. También había hojas y pequeñas ramitas enganchadas en él.
Lema asintió con la cabeza, ya no perdería tanto tiempo en peinarse cada mañana.

Deb la condujo fuera de la cabaña y se detuvo junto a una roca. Brevemente le explicó que debía sentarse allí y quedarse quieta para que él le cortara el pelo. Lema obedeció y se sentó de espaldas a él. Entonces pudo ver como el muchacho extraía una afilada daga del bolsillo y se acercaba a ella. Una ráfaga de dudas atormentaron su mente: ¿Era Deb tan bueno como parecía? Bueno él la había salvado, ¿pero estaría aliado con el rey? ¿Y si había conseguido ganarse su confianza para matarla en el momento más inesperado?

Lema intentó levantarse y echar a correr, alejarse de aquella cabaña y de aquel joven que iba a asesinarla. Pero estaba paralizada, el miedo la impedía moverse. Deb dio un paso al frente, con la daga en la mano. La chica sudaba copiosamente, intentaba moverse pero sus piernas no reaccionaban. El joven le puso la mano sobre el hombro y con la otra sujetó la daga. Lema quiso gritar con todas sus fuerzas, pero no le salió la voz. Entonces el chico acercó la daga a su cuerpo, la muchacha contuvo la respiración y cerró los ojos con fuerza. Pero no sintió nada, abrió los ojos con cuidado y el sol la deslumbró.

Durante unos instantes solo vio luz y creyó estar muerta. Hasta que sus ojos se acostumbraron al sol y suspiró aliviada, seguía viva. Mientras el joven le cortaba el cabello la chica veía como los mechones de pelo caían al suelo. Al levantarse, Lema se llevó la mano a la cabeza, no sin asombro pudo comprobar que tenía muy poco pelo. Ahora lo llevaba corto, por debajo de las orejas.

De vuelta a la cabaña el muchacho comentó:

—Lo siguiente es tu calzado —dijo mirando a lo que antes eran unos preciosos zapatos blancos impolutos, que ahora estaban rotos y su brillo se había ocultado bajo una capa de barro.

Una vez dentro de la casa se acercó al armario y sacó unas botas viejas. Lema se las calzó en el acto, le resultarían bastante cómodas para caminar por el bosque.

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