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Capítulo 10

El sol comenzó a surgir por el horizonte. Era el día que estaban esperando.

Ámbar y Lema salieron de la cueva muy pronto, tenían un largo viaje por delante. Caminaron por el frondoso bosque y solo se detuvieron al llegar a un pequeña explanada. La dragona se situó en el centro y la joven trepó por su lomo. Una vez arriba se aferró a sus grandes escamas con las dos manos. Ámbar irguió las alas y empezó a batirlas lentamente. Sus patas se separaron del suelo y se elevó por encima de las copas de los árboles.

Desde aquella altura podían ver la vegetación de color verde intenso, que en el horizonte empezaba a tomar un tono más claro. La dragona comenzó a volar en línea recta. Lema disfrutaba de aquella experiencia. La brisa fresca de la mañana hacía que su corta melena ondeara en el aire.

Tras un tiempo volando sobrepasaron el lugar donde se encontraba la cabaña de Mark. Desde allí las dos vieron el imponente castillo alzándose en la lejanía.

El interior de las murallas bullía de actividad. El sol alumbraba sobre sus cabezas. La gente se dirigía al gran patio del castillo, donde se arremolinaban en torno a varias hogueras que aún no estaban encendidas. Había tres piras colocadas en línea recta, a cada una de estas estaban atadas cinco personas.

A unos metros de distancia había un trono en el que estaba sentado Sar. Era un hombre robusto, de pelo castaño ligeramente canoso que poseía una inquietante mirada. Vestía prendas lujosas y una ostentosa corona de piedras preciosas adornaba su cabeza. De pie, junto al trono, se encontraba un miembro de la corte real. Llevaba puesto el uniforme con el escudo del reino de Merta y en su mano derecha portaba una antorcha encendida.

El rey hizo un gesto con la cabeza y la multitud se separó de las hogueras. El hombre que portaba la tea se situó a una distancia prudencial de la pira y esperó. El rey ejecutó el mismo movimiento de cabeza que antes y el guardia lanzó la antorcha ardiendo al aire, en dirección a la pila de troncos.

En ese preciso instante, un destello dorado bajó del cielo, como un meteorito. Y una gran zarpa de largas uñas agarró la antorcha al vuelo, antes de que se encendiera el fuego. La joven que montaba el dragón sacó una daga de plata de la capa y soltó a los quince rehenes. Estos huyeron despavoridos aprovechando el revuelo que había creado la aparición de la dragona.

Entonces Ámbar se elevó y dio una vuelta alrededor del castillo. En uno de los giros Lema vio algo que la dejó de piedra. A través de una de las ventanas que daba a los calabozos pudo ver a una joven. Tenía un aspecto demacrado, el pelo lacio y la mirada triste.

Tardó en reconocerla, llevaba más de un año encerrada sin comer apenas y estaba muy desmejorada. Era su querida hermana Irina, a la que había dado por muerta. Ámbar, que había podido seguir todos los pensamientos de la joven, extendió las patas delanteras y agarró los barrotes de la ventana. Tras varios intentos consiguió dejar un hueco lo suficientemente grande como para que la joven pudiera escapar por allí. Esta, que estaba en el fondo de la celda apoyada en el grueso muro de piedra, parecía ausente.

Al oír como se doblaban los barrotes, Irina volvió en sí.

—¡Hermana! —dijo la prisionera, a medida que pronunció la palabra su cara se iluminó.

—No hay tiempo que perder, sube —dijo con Lema con apuro.

Desde el lomo del dragón la joven le tendió la mano para que pudiera salir por la ventana. La prisionera se agarró con fuerza, salió del calabozo y se subió sobre el lomo de Ámbar. Esta batió las alas con fuerza y se alejó del castillo.
Durante todo el viaje permanecieron en silencio, el reencuentro las había dejado sin palabras.

Cuando el sol ya se ocultaba, la dragona aterrizó en la explanada. Lema bajó con agilidad y ayudó a su hermana, que descendió con dificultad. Ámbar salió a buscar comida mientras que Lema guiaba a su hermana hacia la cueva. Tras haber estado algo más de un año encerrada en los calabozos, Irina apenas caminaba. El poco alimento que le daban era insuficiente para que pudiera mantenerse en pie por sí sola.

Tardaron cerca de una media hora en llegar a la grieta, pero la dragona todavía no había regresado. Lema apoyó la espalda de su hermana en la pared y la dejó descansar.

En esto llegó Ámbar con un jabalí entre las garras. Le arrancó dos patas y cogió una. Lema agarró la otra, encendió una hoguera y la cocinó. Compartió aquel delicioso trozo con Irina, que lo devoró con ansia. La joven apenas recordaba cual había sido su última comida tan abundante.

—Es hora de descansar, cuando te hayas recuperado hablaremos con calma. Llevo mucho tiempo sin verte y hay muchas cosas que contar —le dijo Lema a su hermana, que asintió lentamente.

A la mañana siguiente, cuando Ámbar había ido a por provisiones y Lema llevaba ya despierta un rato, Irina abrió los ojos. Estaba adormilada y tardó en recordar qué hacía allí, cuando estos recuerdos volvieron a su memoria buscó a su hermana con la mirada. Ella se percató de este gesto y se acercó despacio. Lema empezó a relatarle todo lo ocurrido, cómo había creído que estaba muerta, su huida del castillo a las montañas, cómo conoció a Deb y a Rose, el plan para descubrir al rey y su horrible desenlace. También le contó que esperaba un bebé, su dolorosa despedida al marcharse a casa de Mark, su huida al Bosque de las Sombras, el miedo que sintió al ver a Ámbar por primera vez, el rescate de los prisioneros que iban a ser quemados y cómo se reencontró con ella. Ahora era el turno de Irina.

—Cuando fui a hablar con el supuesto rey, este se dio cuenta de que le habíamos descubierto. Entonces alzó sus manos y un rayo negro me alcanzó y me tiró al suelo —Irina se estremeció involuntariamente—. Estuve inconsciente y al abrir los ojos descubrí que estaba encerrada en el calabozo. Los guardias solían traerme una comida al día. Pero no era de mucha ayuda, solo eran restos de lo que habían comido los sirvientes y un trozo de pan duro del día anterior —relató la joven.

—No llego a entender cómo es que no se daban cuenta de que eras la princesa —comentó Lema incrédula—. El rey había ordenado que nos buscasen por toda Merta.

—Sabes una cosa, tal vez me he vuelto loca, pero ... —miró a todos lados, como si esperase que alguien la estuviera espiando—creo que los guardias no son normales, tienen los ojos completamente negros y una mirada vacía. Como si fueran marionetas.

—Puede ser, porque sospechamos que el que se hace pasar por rey es un mago oscuro. Son muy poderosos.

—Y otra cosa, seguramente será una tontería, pero Ámbar me recuerda a alguien y no sé a quién —comentó Irina.

Los sótanos del castillo eran oscuros y húmedos, la estancia perfecta para aquella cita secreta. Un hombre de baja estatura y mirada astuta esperaba sentado en un banco de madera. Las noticias que traía eran de gran importancia.
Se levantó una nube de polvo y ante él apareció Sar. El hombrecillo no quedó impresionado, estaba acostumbrado a aquellas muestras de poder.

—Y bien, Salf, que información tienes para mi —dijo con voz autoritaria.

—Mi oscuro señor —contestó haciendo una siniestra reverencia—. Una muchacha desapareció de la cueva hace unos días y tengo testigos que afirman haber visto a la princesa Lema en un claro cercano.

—Mmm... Interesante —fue lo único que dijo el rey.

—Señor, solicito su aprobación para atacar el campamento enemigo. Ya no hay nada que nos lo impida —pidió el hombrecillo.

—Te concedo tu petición a cambio de que continúes con tus averiguaciones y encuentres a las dos princesas.

—Pero, Tenebris, una está encerrada en el castillo —repuso Salf.

—Por desgracia no. El día que ... ya sabes tú quien, transformada en dragón, salvó a los espías, también salvó a la princesa prisionera — dijo el mago oscuro con amargura.

—¡¿Y cómo voy a encontrar yo a dos princesas fugitivas a las que ayuda un dragón?!

—Primero, no me grites. Segundo, no es un dragón cualquiera, es mi ya conocida enemiga ... —el nombre fue solo un susurro, como si temiera que alguien pudiera saberlo—. Y por último, tengo noticias de que estarán en la aldea más cercana a las montañas.

Tras decir esto, desapareció tan silencioso como había llegado. El hombrecillo se quedó allí sentado, meditando las palabras de su señor.

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