Epílogo
—¿No te parece que fue demasiado fácil?
Sé que parece una pregunta muy sencilla, pero tanto Foster como yo sabemos que no es así.
Él, que está cargando otra maleta en el coche, se encoge de hombros.
—Sé que intentas insinuar algo, pero todavía no sé qué es.
Está bromeando, pero no puedo sonreír. Últimamente, no me apetece sonreír a nadie. Mi mayor enemigo siempre ha sido esa sensación de que se me escapa algo, de que hay algo ocurriendo tras las cámaras de lo que no me he dado cuenta. Y es lo que he sentido desde la noche en que vimos a Barislav por última vez. Y a Alexa, y a Ramson...
Pensar en ese último nombre no me hace reaccionar. Ni bien, ni mal. Es algo que no entiendo, porque hasta hace poco hubiera dado mi vida por él. Sé que ya nos quitaron la maldición y por lo tanto no hay un lazo mágico, pero... ¡esta apatía no es normal! Debería sentir alguna cosa. Puede que no sean remordimientos, pero... ¿nostalgia?, ¿rabia?, ¿lástima, incluso? Pienso en esa noche y no hay nada. Es un punto negro en medio de mi memoria. No lo entiendo. No tiene sentido.
De pronto, Foster chasquea los dedos delante de mí. Parpadeo varias veces y me centro en él, que luce una sonrisita que baila entre la preocupación y la diversión.
—Puedo sentir la fuerza con la que trabaja tu cerebro —murmura—. Como sigas así, vas a despeinarme.
—Estoy pensando.
—Ya lo veo.
—¿Seguro que es buena id...?
—Vee. —Se aparta del coche, ahora un poco cansado, para sujetarme de los hombros—. Basta. Ya hemos hablado de esto: iremos de vacaciones a Francia con Addy, veremos qué podemos hacer con la casa de tus padres y tomaremos una decisión. Solo dejaremos Braemar unos días... ¿qué puede salir mal?
Me gustaría decir que nada, pero es que no me lo creo.
Ni yo.
—En Braemar todo puede salir mal de un momento para otro —respondo en voz baja.
—Pero eso no quiere decir que tengas que cargarte el peso de la ciudad sobre los hombros. Albert estará aquí. Solo serán unos días, Vee.
Y sé que tiene toda la razón del mundo, pero la sensación de que algo anda mal no me abandona.
Pese a todo, estos días han sido muy tranquilos. Puede que nuestro problema no se haya solucionado del todo, pero hemos respirado esa calma de saber que no volverá en un futuro cercano. O eso queremos suponer, claro. Yo no lo creo así.
No puedo quitarle la felicidad a Foster, que en cuanto estuvimos a solas por primera vez me abrazó con fuerza y me preguntó qué había pasado, dónde había estado, por qué había desaparecido... y no tuve una respuesta muy clara que darle. No quiero quitarle la felicidad a Amelia, que se entusiasmó tanto que empezó a cocinar todo lo que le quedaba en la despensa y nos preparó un banquete. No quiero quitársela a Addy o a Trev, que se lo comieron todo y estuvieron dos días con dolor de estómago.
Y luego está Albert.
Es el único que parece entender por lo que estoy pasando, que no trata el tema como si hubiera desaparecido por arte de magia. El único que, cuando saco el tema, no me pide que me calme un poco. Lo curioso es que siempre evita mirarme a los ojos. Puede parecer un detalle sin importancia, pero Albert no es de esas personas que evitan los problemas para no enfrentarlos. No me gusta su silencio. No me gusta no entender qué pasa por su cabeza.
—Sé que solo serán unos días —admito en voz baja, volviendo a la conversación—, pero siento que estamos dejándole todo el problema a Albert.
—Será un buen alcalde sustituto. Y, además, te lo propuso él.
Una semana después de la —apodada por mí— noche macabra, Albert se sentó conmigo en el salón y empezó a hacerme preguntas. Que si quería seguir en Braemar, que si quería seguir siendo alcaldesa. Dije que sí, aunque no estaba muy segura de ello. A veces necesito estamparme diez veces contra el mismo muro para darme cuenta de que no puedo atravesarlo. Y aun así lo sigo intentando. O eso decía mi madre, al menos.
Yo también soy así, no te juzgo.
Además, sigo lidiando con las consecuencias de mi transformación. Me duelen los dientes, la cabeza, necesito cerrar los ojos cada pocos minutos... y todo me molesta. Desde el sonido de un goteo como la luz a través de las cortinas. No lo soporto. Tampoco aguanto el olor a sangre. Foster dice que es normal, que como hace unos días bebí todo lo que necesitaba ahora estoy demasiado saciada, pero no sé qué pensar. Una parte de mí está obsesionada con que absorbí sangre de Barislav y por ello voy a transformarme en alguna cosa rara, pero cuando se lo dije a Foster se rio tanto que lo descarté rápidamente.
A parte de sentarme en el despacho de Albert y contemplar por la ventana, estos días no he hecho gran cosa. Me gusta ver la nieve, aunque no sea demasiado entretenida. Me gusta ver a Addy y Kent jugando con Deandre, también. Lo único que no me gusta es la sensación de vacío que llevo dentro y que me impide reaccionar ante nada. Me pregunto si, después de todo lo que ha pasado, necesito emociones extremas para sentir algo. Espero que no sea así.
En cuanto oigo pasos por las escaleras, levanto la cabeza para encontrarme con Trev bajándolas. Tiene una gran sonrisa y un gran ojo morado. Es el único que no parece afectado para nada sobre lo que pasó, aunque puedo ver sus ojeras y notar lo mucho que le cuesta forzar las conversaciones con los demás a pesar de que antes le resultaba facilísimo empezarlas.
En cuanto llega a la altura del coche, pone los brazos en jarra y nos revisa con la mirada.
—¿Listos para volver a la civilización, tortolitos?
—¡Venga! —chilla Addy desde el interior del vehículo—. ¡Hasta que no entréis no puedo poner música y hace un buen rato que espero!
—No se mete prisa a la gente —la regaña Foster con suavidad. Parece que va a protestar, pero termina resoplando y sentándose correctamente—. Ya estamos casi listos —añade—. Me falta la maleta de la entrada y...
—Voy a por ella —digo enseguida.
Antes de que pueda protestar o hacerse el caballero, me apresuro a pasar junto a Trev y a subir los escalones.
Ya nos hemos despedido brevemente de Amelia, Albert, Caleb y Lambert. Solo la primera y el último se han puesto al mismo nivel de cariño que nosotros, porque los otros dos han pasado bastante del tema.
No me extraña porque sé que son solo unos días..., pero aun así me gustaría que Albert, por lo menos, nos hubiera dicho que nos cuidáramos. Algo. Cualquier cosa. No lo ha hecho. Lo único que ha dicho es que no nos metamos en líos cuando él no pueda sacarnos de ellos.
Cruzo la entrada y, con cuidado de no encontrarme con nadie, subo al primer piso. Me gustaría decir que tengo un plan en mente, pero sería mentira. Lo único que sé es que tengo una conversación pendiente con Albert, y eso que desconozco el motivo.
Hay que fiarnos de nuestros instintos.
Exacto.
Wow, por fin alguien que me da la razón.
Albert me oye nada más abrir la puerta de su despacho, pero aun así no levanta la cabeza. Está leyendo un libro en otro idioma, así que no puedo chismear de qué va. Me gusta pensar que será de romance rosita y puro, aunque lo dudo mucho.
—¿No deberías estar de camino al aeropuerto? —pregunta con calma.
—Debería.
—Pero no lo estás.
—Tan observador como de costumbre, Albertito.
Con un suspiro, pasa de página.
El despacho de Albert siempre me ha parecido un lugar bastante misterioso: libros en todos los idiomas vivos y muertos, ventanales altos, lámparas colgantes, alfombras mullidas de todos los rincones del mundo, cuadros de años incontables... Es justo lo que pensarías de un despacho de vampiro. Y, pese a ello, nunca me he sentido como una externa. Ni siquiera cuando pensaba que era humana. Creo que es un poco como Albert, que por fuera intimida pero cuando entras te das cuenta de que quizá un poquito de luz puede cambiarlo por completo.
Y... no sé por qué estoy tan sensible. O por qué estoy sobreanalizando todo. ¿Por qué esto no es más fluido? Normalmente lo es, ¿no?
Como no parece que vaya a hacerme caso en un futuro cercano, decido sentarme en el sillón que tiene frente a él.
—Te están esperando, Genevieve —comenta sin levantar la vista.
—Addy ha puesto un CD de Taylor Swift, así que están entretenidos.
—¿Un... qué?
—Estás desfasado, ¿eh?
Suelta un resoplido, pero no se centra demasiado en la conversación. De nuevo, es una cosa que me pone de los nervios. ¿Me está ignorando a propósito?
La paciencia nunca ha sido mi punto fuerte, pero en esta ocasión decido no perderla. Albert no es el tipo de persona con quien puedas perder los nervios porque se pone todavía más a la defensiva. No. Necesito un método más... persuasivo.
Con una sonrisa, me estiro y le robo casualmente el libro. Oigo el sonidito de exasperación que suelta nada más perderlo y no solo lo ignoro, sino que además me acomodo mejor para pasar las páginas.
—Está en turco —protesta—. No vas a entenderlo.
De nuevo, ignoro categóricamente todo lo que dice y sigo hojeando sin ningún tipo de preocupación.
—¿Te he hablado alguna vez de mi amigo Andrés? —pregunto.
—Como me hagas una broma sobre la menstruación, Genevieve...
—Creo que nunca te he hablado de él, pero te gustará esta historia.
—Sospecho que me obligarás a oírla me guste o no.
Esbozo media sonrisa y me quedo en una página aleatoria. El libro está repleto de ilustraciones sobre personajes de ficción, tanto del mundo de la literatura como del cine. Me quedo mirando a Tom Hanks con una pistola levantada contra un tanque y, aunque intento leer algo, no llego a comprender nada. Aun así, no le daré la satisfacción de admitirlo.
—Andrés era un buen hombre que estaba acostumbrado a hacer las cosas solito. No le gustaba depender de los demás —añado, poniendo los ojos en blanco—. Y a veces estaba bien, ¿eh? Hay que ser independiente. Pero, claro..., tampoco hay que olvidar que hay que saber pedir ayuda.
—Fascinante.
—La cosa es que, un buen día, Andrés empezó a comportarse de una forma muy rara. Evitaba mirar a los ojos a sus amigos, no le gustaba tratar según qué temas, pasaba horas y horas encerrado en su despacho... Sus amigos estaban muy preocupados por él porque no sabían cómo echarle una mano, pero... ¿cómo ayudas a alguien que ni siquiera te habla del problema?
—¿Me devuelves el libro?
—A Andrés no le gustaba escuchar historias sobre mis amigos y me pedía que me callara de forma muy mal disimulada.
—No tiene gracia —insiste, muy serio.
En cuanto se pone de pie para quitarme el libro, yo estiro el brazo hacia un lado para esquivarlo. Es la primera vez que me mira a los ojos en mucho tiempo. Su expresión es furiosa.
—Ya basta —advierte.
—Pero Andrés tenía la odiosa manía de no pedir ayuda ni siquiera cuando más la necesitaba —insisto, ignorándole. Si su mirada es intimidante, la mía lo es el doble—. Y de no escuchar a la gente que más le quería. Y decía que quería estar solo, pero no era verdad. En realidad, quería ayuda pero no sabía cóm...
—¡Genevieve!
El grito hace que dé un pequeño respingo. En todo el tiempo que llevo con Albert, creo que nunca me había gritado. O, si lo ha hecho, siempre ha sido en tono de broma. O en ese enfado gracioso que tiene. Nunca se había puesto de esta manera, y me hace sentir como una niña pequeña.
Una vez se hace de nuevo con el libro ni siquiera se molesta en abrirlo. Simplemente lo cierra con fuerza y se acerca a la ventana. Como en tantas otras ocasiones, se queda ahí de pie contemplando la nada. Hoy no quiero permitirlo, así que yo también me incorporo y me acerco a él.
—¿Qué pasa? —pregunto, ya en un tono normal—. Y ni se te ocurra decirme que no es nada, porque ambos sabemos que no es así.
—Me pasa lo mismo que a ti, Genevieve. No soy capaz de concentrarme en nada porque sigo pensando en esa noche.
Creo que no me miente, pero tampoco me dice toda la verdad. Con el ceño fruncido, intento inclinarme para verle la cara. Albert cierra los ojos y se da la vuelta para volver al sillón. Antes de que pueda lograrlo, le sujeto la muñeca con mi fuerza de recién convertida. No le queda más remedio que detenerse.
—No me iré de aquí hasta que me lo digas —aseguro en voz baja.
—¿Cuántas veces tengo que insistir? No es nada.
—¿Y por qué apenas me diriges la palabra, Albert? ¿Por qué pasas tan poco tiempo con nosotros? ¿Por qué no te has despedido de nadie? ¿Por qué no eres capaz de mirarme a la cara?
En esta ocasión, no hay respuesta. Sigue mirando la pared contraria a mí. Si no fuera porque sus hombros se tensan, creería que no me ha entendido. Pero lo ha hecho. Sé que lo ha hecho.
Tiro de él hacia mí, pero en esta ocasión Albert consigue zafarse de mi agarre. En cuanto desaparece de mis manos, me siento un poco más fría y las aprieto en dos puños. Me siento impotente. Y triste. No sé cómo explicarlo.
—Sé que pasó algo —insisto, ya a la desesperada—. Y sé que fue esa noche.
—Deja de darle vueltas, Genevieve.
—¿Cómo quieres que lo haga? ¡Nada tiene sentido!
—Ganamos, ¿vale? Eso es lo importante.
—Oh, pero ¿ganamos de verdad? —Impaciente, me muevo a su alrededor para ponerme frente a él. Albert mantiene la vista clavada por encima de mi cabeza—. Se suponía que yo tenía que morir, pero lo hizo Ramson... ¡y de la forma más estúpida posible! Y luego Alexa me contó un montón de cosas para luego, justo antes de morir, confesarme que eran mentira. Por no hablar de Barislav, que decidió perdonarnos la vida a todos. ¿Qué sentido tiene eso, Albert? ¿Dónde está el sentimiento de que ganamos alguna cosa?
—¿Qué más quieres? —contraataca en su tono monótono habitual—. Seguimos todos sanos y salvos. No puedes pedir más.
—Puedo pedir respuestas. Y te aseguro que no descansaré hasta que las tenga.
—Buena suerte, entonces.
En cuanto intenta pasar por mi lado, me interpongo en su camino. Y por fin me mira a los ojos. No como antes, que lo ha hecho de forma defensiva, sino como suele hacerlo. Cualquier otra persona diría que es su mirada habitual, pero yo sé que no. Sé que hay algo oculto. Sé que hay... ¿tristeza? Quiero ponerle nombre, pero no estoy segura de cuál es el más correcto.
Con los ojos clavados en los suyos, avanzo un paso y hago un ademán de tocarle, pero finalmente me doy cuenta de que será todavía peor, así que dejo caer los brazos a ambos lados de mi cuerpo.
—Albert —susurro—, sé que muchas de mis decisiones... no siempre son las correctas. Sé que me equivoco más veces de las que acierto. Pero también sé que ahora mismo no me estoy equivocando. Sé que te pasa algo y que te está consumiendo. Dímelo. No sé si podremos solucionarlo. Ni siquiera sé si podré ayudarte. Pero al menos sabré que no tendrás que pasar por ello tú solo. Por favor, confía en mí... Por favor.
Algo en mi tono de voz hace que su expresión empiece a resquebrajarse. Ya más envalentonada, me atrevo a sujetarle las manos. Es una sensación extraña porque, aunque su cara ha cambiado, cuando estoy cerca de él sigo sintiéndome como en familia. Y en confianza. Y creo que eso es lo que quiero trasmitirle.
Debo lograrlo, porque de pronto agacha la cabeza y niega lentamente. Dejo que pasen unos segundos y, en el proceso, trago saliva con fuerza. No era consciente de hasta qué punto tenía un nudo en la garganta hasta hace un momento.
—¿Qué es, Albert? —pregunto—. ¿Es... algo relacionado con Barislav? ¿Te dijo alguna cosa?
—Es complicado.
Y esta es mi primera respuesta. Estoy a punto de soltar un suspiro de alivio, pero lo cierto es que siento que la conversación me va a dejar todavía peor de lo que ya estoy.
—¿Qué es complicado? —pregunto en tono pausado—. ¿Te hizo prometerle algo? Tú mismo dijiste que nunca hay que hacer pactos con...
—Genevieve..., esta vez es distinto.
—Eso decimos todas las veces y, sin embargo, siempre encontramos una manera.
—No siempre hay maneras.
—Sí que las hay, aunque no todas nos gusten. ¿Qué pasa, Albert?
Él cierra los ojos con fuerza y, al final, me mira de frente. Transcurren unos segundos eternos en los que creo que va a volver a cerrarse en banda, pero entonces niega con la cabeza.
—No puedo contártelo —confiesa por fin—, pero debes irte con Foster y Addy.
—¿Por qué?
—Porque es la única forma de que nos deje en paz.
Mientras mi cerebro va procesando la información, yo recapitulo todo lo vivido esa noche. La ausencia de Albert. La calma de Barislav. El nudo de mi garganta empieza a agrandarse a la vez que mi proceso mental se acelera.
—¿Qué le prometiste? —pregunto, casi aguantando la respiración.
—Vete con ellos —insiste él. Suelta mis manos para sujetarme de los hombros y apartarme suavemente—. Confía en mí.
—No puedes pedirme confianza ciega cuando no me estás cont...
—Te la estoy pidiendo —repite, muy serio—. Vete con ellos. Olvídate de mí por... unos días. Y luego todo volverá a la normalidad.
Es imposible que sea tan fácil. Intento pensar en todas las cosas que podría pedirle a Albert, las maneras en las que podría beneficiarse de él, y no consigo llegar a ninguna conclusión muy clara. O quizá sí que consigo pensar en alguna, solo que es tan horrible que no quiero ni considerarla.
—Sea lo que sea que te dijo —digo, y lo repetiré tantas veces como haga falta—, podremos encontrar una solución tú y yo juntos. Siempre lo hemos hecho.
—Ya he encontrado una solución, Genevieve. Solo que esta vez tendrás que dejarme recorrerla a mí solo.
—Pero no quiero dejarte solo —espeto, y de pronto mi preocupación se transforma en una furia que ni yo misma comprendo. Me zafo de sus manos en mis hombros y doy un paso atrás, y por su cara parece que acabo de darle un bofetón—. Sé que piensas que nadie te necesita, Albert, pero no es así. Deja de luchar tú solo y empieza a contar con nosotros igual que lo hacemos contigo. No sé qué está pasando, pero... no, no tienes que recorrerlo tú solo. Nunca has tenido que hacerlo.
—Cuando hayas vivido los mismos años que yo...
—¡Eso me da igual! —grito, ya furiosa, y él levanta las cejas—. ¡Me da igual vivir cien años, o mil, o cinco! ¡Lo que quiero es dejar de perder a la gente que quiero!
—Estoy intentando proteger a la gente que quieres.
—¡Deja de excluirte en ese grupo, Albert! ¡Eres la primera persona que me acogió, la que me regaña cada vez que necesito un toque de realidad, la que me ayuda cuando no sé cómo continuar, la que está ahí cuando las cosas van bien...! ¡Eres mi...! ¡Eres...! —Hago una pausa y me paso las manos por la cara—. Deja creer que eres prescindible, porque no lo eres. Ni para mí, ni para Foster, ni para Addy. Te necesitan más que nadie. Yo te necesito más que nadie. Si te pasara algo, yo no... no sé...
Y entonces su máscara cae por completo. Es durante un breve instante, pero el suficiente como para que yo lo vea. Mira a mi derecha. Justo en la mesita. Justo donde está la copa de sangre demasiado oscura como para ser normal. De la sangre cuyo olor no me ha gustado desde que he entrado. Yo también la miro de forma inconsciente.
Cuando me vuelvo hacia él, su expresión es distinta. Es de resignación. La realidad me golpea sin piedad y llega a mí en forma de escalofrío.
—No —murmuro.
—Sé que crees que me necesitas —replica en voz suave—, pero en realidad no lo haces. Todas esas veces que crees que has salido hacia adelante gracias a los demás..., es mentira, Genevieve. No necesitas a nadie. Nunca lo has hecho. Es una de las cosas que siempre me han hecho sentir más orgulloso de ti.
Hay un silencio entre nosotros. Es curioso, porque siempre solemos comunicarnos de esa manera. Y, aunque siempre he creído que lo entendía a la perfección, no es hasta ahora que me doy cuenta de hasta qué punto es verdad. No necesito decir nada más. Las lágrimas en mis ojos lo demuestran. Y la tristeza de los suyos también.
—Confía en mí una última vez —insiste en un tono que nunca había oído en él.
Admito que, durante unos instantes, la tentación de romper esa copa contra una pared es muy grande. Pero habría otras maneras. Incluso se me pasa por la cabeza bebérmela en su lugar. Pero la forma en que me está observando me lo impide.
No sé cuánto tiempo pasa hasta que empiezo a dudar. Albert esboza una sonrisa que no le cubre la expresión triste.
—No pued... —intento decir, pero me interrumpe enseguida.
—Genevieve..., puedes hacer muchas más cosas de las que te crees capaz. Ya lo descubrirás. Pero ahora necesito que confíes en mí.
Quiero decirle que no, que no puedo. Sí que confío en él, pero no en esto. Y la mala sensación que me cubre todo el cuerpo lo confirma.
Niego con la cabeza, y todo lo que necesita es señalar la puerta. Ahora es cuando me mira a los ojos y casi desearía que volviera a dejar de hacerlo.
Casi de forma automática, noto que mis piernas se mueven solas hacia la puerta. Confío. Lo hago. Pero no quiero irme. No sé qué hacer.
Una vez en el marco de la puerta, me vuelvo por última vez. Albert sigue en la misma postura, solo que ahora con las manos en los bolsillos. Me dedica una pequeña sonrisa que, para mi sorpresa, sí que parece sincera. No he visto muchas de esas. Es especial.
—Cuando vuelvas... lo entenderás —dice, manteniéndola—. Hasta pronto, Genevieve.
Ahora mismo, no puedo ni contestarle. Sigo aferrada al marco de la puerta sin querer moverme.
Y entonces, no sé si por impulso o por decisión propia, me lanzo hacia delante de nuevo. No soy consciente de cuál es el objetivo hasta que rodeo a Albert con los brazos. En todos los años que llevo a su lado, nunca he visto que abrazara a nadie. Ni siquiera sé si me rechazará. Por la forma en que se tensa de pies a cabeza, es una posibilidad bastante grande. Pero no lo hace. Simplemente, se deja abrazar con el cuerpo totalmente tieso. Tengo que ocultar una sonrisa en su hombro al preguntarme si este será el primer abrazo que le han dado.
Todavía aferrada a él, mantengo la mirada por encima de su hombro. Ni siquiera estoy viendo nada. Sigo buscando una excusa para quedarme, pero no la encuentro. Quiero confiar. Confío.
—Gracias por haber estado para todos cuando no había nadie más —murmuro.
Albert no dice nada, pero tampoco le doy la oportunidad. Me separo de golpe, dejándolo todavía más quieto, y nos miramos un momento. Esa última mirada es lo último que necesito para respirar hondo, dar media vuelta y salir del despacho.
Mis pasos resuenan escaleras abajo. Y su sonrisa, todavía clara, resuena en mi cabeza. Yo también sonrió sin saber por qué.
Sí..., confío en Albert. Lo hago.
El sabueso perdido
Muchas son las leyendas de nuestra ciudad
pero sin duda, la más contada
es aquella del vampiro que logró ganar.
La del pequeño hombre que creció,
que sacrificó, luchó y salió adelante.
Que miró a los ojos del terror
y supo cómo engañarle.
El hechicero quería un alma.
Él se la dio.
El vampiro tenía una cuenta pendiente.
No fue la que se planeó.
El destino es irrebatible, decían.
El hechicero lo quería engañar,
quería vivir más años.
Antes de jugar... quería ganar.
Y el destino se cambió de curso.
El vampiro sabía qué cartas jugar.
Un dardo invisible se lanzó,
el líquido oscuro desapareció.
El vampiro murió.
Abiertas quedaron las puertas,
cerrados los caminos,
invisibles los destinos.
La luz se había transformado en oscuridad
y ahí oyó la voz del hechicero.
Tu maldición me pertenece, dijo.
Mas no sabía cuál era la verdad.
Pues antes de morir
el vampiro había tomado una decisión.
Sería un fantasma, sí.
Y el hechicero arreglaría su maldición.
Un deseo sacaría de ella
pero no sabría que jamás lo usaría.
Porque cuando el vampiro murió
decidió que su cuenta pendiente
fuera librar a aquellos a los que quería
del terror que siempre los había perseguido.
Su cuenta pendiente sería, decidió,
que el hechicero encontrara el final de su camino.
Y el hechicero rompió su maldición
sin saber que también sería su perdición.
A las puertas de la muerte
el vampiro sonrió al verlo caer.
Sonrió pese a que le olvidarían.
Sonrió pese a que su ciclo había terminado.
Pensó en ellos, triste y feliz.
Pensó en que su vida, a cambio de la de ellos,
parecía un buen trato a cumplir.
Y así murió
el único hombre que alguna vez
a un hechicero engañó.
El único hombre que alguna vez
supo que, para acabar con la magia,
tienes que usar sus propios trucos.
Ellos han seguido adelante.
Lo han olvidado.
En algún lugar, en algún momento,
saben que existió,
saben que los salvó.
Pero su imagen se ha borrado,
su voz se ha callado,
su luz se ha apagado.
Y ella, en alguna ocasión,
piensa en una triste sonrisa,
en un triste abrazo.
Por qué no lo prolongó.
Por qué había confiado.
Pues, de haber sabido que sería el último,
Jamás lo habría soltado.
Dice la leyenda
que el viejo sabueso todavía busca a su dueño.
Que observa la ventana,
que aúlla a la nada,
que él sí lo recuerda.
Dice la leyenda
Que sabe que sigue ahí.
Dice la leyenda
Que quienes se marchan
nunca lo hacen del todo.
Y te esperarán con los brazos abiertos
para alumbrar tu camino
una vez tu luz, como la suya,
encuentre su último destino.
FIN
Barislav ha... ¿caído? Albert se ha... ¿marchado? Y, sin embargo, muchas cosas quedan pendientes. Este es el final de nuestra reina de las espinas como narradora, pero no el final de su camino. Ni de Foster. Ni de muchos otros personajes, incluso quienes parecen haber desaparecido.
Dice la leyenda que una niña rubia debe crecer para conocer. Para saber.
Dice la leyenda que, para mirar al futuro, antes debemos mirar al pasado.
Y dice la leyenda (sí, voy a seguir usando este recurso, soy una pesada y me la pela) que nos falta el punto de vista de Addy mucho más adulta para completar esta historia.
A mediados de este libro me di cuenta de que era imposible abarcarlo todo en una segunda entrega y este punto, que tenía que ser la mitad, se ha convertido en un final del que solo podemos salir de la mano de nuestra querida Adela.
Como diría Albert Eugene Ainsworth III, siempre en nuestros corazones... ¿confíais en mí?
(sé que no, yo tampoco lo haría)
(es broma)
(os quiero)
(a veces)
(broma otra vez)
(nos vemos pronto :p)
-Joana
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