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18 - 'La abuela Gladys'

MIL PERDONES POR LA DEMORA LOSIENTOLOSIENTOLOSIENTO. Tengo una mini excusa, y es que he estado tan destruída por el jet lag (estuve por Uruguay, Argentina y Chile jeje) que apenas me ha dado la vida para abrir el portátil y ponerme a corregir el capítulo. 

Espero que el salseo de este capítulo (y de los siguientes) os compenso. De nuevo SORRY.

¡Gracias por leerme! Muak muak


18

La abuela Gladys

Desde aquí todavía puedo oír la voz de Foster, que le susurra a Addy que todo irá bien.

Honestamente, hasta que no hemos empezado a preparar las maletas no me he creído que Foster fuera a permitir que su hija se quedara aquí. Aunque, pensándolo bien, está más segura con Albert en una ciudad protegida que en Francia con nosotros. Supongo que es la decisión más prudente.

Trato de centrarme en lo que estoy haciendo, que es precisamente eso: la maleta. Intento no oír todo lo que ocurre a mi alrededor, pero es muy complicado. ¿Y el tema de los olores? Eso sí que es difícil de manejar. Esta mañana, cuando Kent ha pasado junto a la casa para quitar la nieve del camino, el aroma de su sangre me ha mareado. Pero no porque me parezca especialmente tentadora, sino porque ha nublado el resto de mis sentidos. Supongo que es cuestión de práctica, porque no veo a los demás pasarlo mal cuando están con humanos.

Dios, qué raro es eso de que ya no soy humana.

Lo añadiré a la lista de cosas que nunca pensé oír.

Decido centrarme en la maleta. Albert me ha obligado a rehacerla entera porque, cito textualmente: sí, sal a la puñetera nieve en manga corta, seguro que los puñeteros humanos no se sorprenden. Como siempre, tiene razón.

Estoy terminando de cerrar la cremallera cuando abren la puerta. Ni siquiera han llamado, cosa que me sorprende.

Se trata de Caleb, el chico que vino con Albert hace unas semanas. Teniendo en cuenta que apenas me ha dirigido la palabra en todos estos días, me quedo bastante sorprendida.

—Uh, hola. —No sé qué decir—. ¿Te puedo ayudar en alg...?

—¿Vais a ir a por Barislav?

Su tono es algo impaciente, así que le echo una ojeada a la vez que me cuelgo la bolsa del hombro.

—Ese es el plan, sí —murmuro.

—Quiero ir.

—Absolutamente no.

Mi tono cortante hace que él frunza el ceño.

—Tú no decides lo que hago.

—La verdad es que sí que lo hago.

—¿Por qué?

—Porque casualmente vives en la ciudad que presido.

Abre la boca y vuelve a cerrarla, sorprendido. Dudo que se esperara una respuesta tan directa.

Algunas veces me he fijado en él y, aunque no es demasiado expresivo, estoy lo suficientemente acostumbrada a gente así como para saber leerlo. Pese a que se hace el duro, tan solo me parece un muchacho asustado con ganas de vengarse... y sin saber que vengándose no llegará a absolutamente ninguna resolución.

Y... joder, ¿desde cuando hablo como una anciana?

Desde que lo eres, querida.

—No es justo —dice entre dientes.

—Hay muchas cosas que no son justas, Caleb. Pero en esto hazme caso: es lo mejor para todos.

—¿Para todos? —repite en voz baja—. No tienes ni idea de...

Se corta a sí mismo y aparta la mirada, furioso. Tiene los puños apretados con fuerza. Y, aunque en otra ocasión quizá me habría impacientado por la insistencia, en este caso solo puedo empatizar con él.

Tras un suspiro, me acerco y le pongo una mano en el hombro. Él da un respingo por la sorpresa y me mira, cauteloso, pero no se mueve.

—Mira, no sé lo que pasó entre vosotros —empiezo en un tono más suave—, pero ¿no crees que es mejor dejar el problema en manos de gente que esté calmada y centrada?

—Puedo calmarme —dice en voz menos convencida que antes.

—Pues usa esa calma para algo bueno. No tienes por qué mancharte las manos de sangre. Déjanoslo a nosotros.

—Pero... vais a matarlo, ¿no?

Enarco una ceja, medio divertida.

—¿Te crees que voy hasta Francia solo para darle un besito en la frente?

—Bueno, no sé...

—Su muerte probablemente no cambie nada —aseguro—, pero por lo menos ayudará a que puedas dormir más tranquilo por las noches.

—Yo no duermo.

—Pues a que mires el techo más tranquilo, chico. O para que intercambies cromos con tus amiguitos. O lo que sea que hace la gente de tu edad.

—Pero ¿cuántos años te crees que tengo?

—No sé, ¿catorce?

Por un momento creo que no pilla la broma, pero entonces esboza una sombra de sonrisa. Es lo más cercano a una expresión que ha tenido desde que llegó.

Supongo que es buena señal, así que le doy un mini apretón en el hombro.

—Nos veremos cuando vuelva. ¿Quieres un imán para la nevera?, ¿unos cromitos de fútbol para jugar con los amiguitos en el recreo?

—Que te den.

—Ojalá, pero no hay manera.

Esta vez la sonrisa es mucho más visible, aunque creo que se avergüenza de ella, porque enseguida agacha la cabeza. Decido no insistir, así que me despido en voz baja y salgo de la habitación sin añadir más gasolina a su timidez.

Tal y como habíamos quedado, Foster está abajo junto con quienes han querido despedirse de nosotros; Amelia lleva encerrada en la cocina preparando cosas desde que comentamos que nos iríamos, supongo que para calmar la ansiedad. A Lambert tampoco lo veo, aunque desconozco los motivos. Quizá, simplemente, el tema en sí le importa un bledo y está zampándose toda la comida.

Addy sí que ha bajado y, como no entiende al cien por cien lo que vamos a hacer, se ha empeñado en acompañarnos. Foster ya no sabe cómo decirle que no es posible.

—¡Quiero ver la torre fufel esa! —chilla ella, indignada.

—He dicho que no —insiste su padre—. En el próximo viaje, ya podrás...

—¿Y si no hay próximo?

—Lo habrá.

—O no.

—¿No te estoy diciendo que sí?

—Pero eres un aburrido.

—¡Oye! —salta Albert—. Un respeto a tu padre.

—¡El que no me respeta es él!

Acto seguido, le saca la lengua a su muy irritado tío y sale corriendo hacia las escaleras. Albert pone los brazos en jarras.

—¡Los jóvenes de hoy en día entráis en la adolescencia demasiado rápido!

—Albert. —El tono de Foster suena a advertencia—. No necesita que la enfades más.

—Una buena regañina es lo que necesita.

—Eso tendré que decidirlo yo, ¿o no?

Albert suelta un ruidito de indignación, y Foster se frota los ojos. No creo que esté preparado para lidiar con una niña y un señor mayor que también es un poco niño.

A todo esto, Addy se ha parado delante de mí. Ahora vuelve a parecer esperanzada. Oh, oh.

Sabe quién es la débil de la relación, eso está claro.

—¿A que tú quieres que vaya, Vee?

—No quiere. —Foster me echa una miradita significativa para que no caiga en la trampa.

—¡Deja que lo diga ella!

A ver, me encantaría decirle que sí, pero creo que cuidarla en medio de una batalla mágica no jugaría demasiado a nuestro favor, así que termino sacudiendo la cabeza.

—Lo siento, Addy...

—¿Tú tampoco? —Su tono se vuelve el triple de agudo, y mi oído vampiro empieza a sufrir—. Pero ¿qué he hecho mal?

—¡Nada, no es eso! —aseguro enseguida—. Es que...

—¡Déjalo!

—Addy, vamos...

—¡No me hables más!

Supongo que no debería sorprenderme de que una niña se comporte como lo que es: una niña. La cosa es que a veces se me olvida lo pequeña que es Addy.

Y me encantaría ir con ella y pedirle que no se enfade justo cuando tenemos que marcharnos, pero todavía tenemos que arreglar un montón de cosas y el avión sale en muy poco tiempo.

Miro a Foster, que lo capta enseguida.

—Yo me encargo —asegura, pasando por mi lado.

En cuanto se mete en la casa, yo empiezo a bajar las escaleras junto a Albert, que sigue un poco picado por la conversación. Pese a ello, lo único que puedo pensar —y que llevo pensando desde que se convirtió— es en lo raro que me resulta no tener que bajar la cabeza para mirarlo.

—¿Nervioso por quedarte solo? —pregunto.

—No me hagas reír.

—Oye, que todos nos ponemos nerviosos de vez en cuando. No pasa nada por admitirlo.

Albert no responde inmediatamente, sino que termina de bajar los escalones de piedra. Me sorprende que no se acerque al coche, donde Kent nos espera con las llaves y Alexa con los dedos chispeando por la magia.

Pero lo que me pilla más desprevenida —teniendo en cuenta lo poco que le gusta el contacto— es que de pronto Albert me sujeta del brazo.

—¿Qué...? —intento preguntar.

—No hagas tonterías —advierte en voz baja y, sobre todo, mirada severa—. Limítate a seguir a Foster y no a hacerte la heroína.

Ah, así que es otra bronca previa.

—¿Otra vez con eso? ¡Que iré con cuidado! ¡Te lo he dicho quinientas veces!

—Bueno, no está de más recordarte la petición. Tú... céntrate en volver sana y salva, ¿eh? Y Foster también.

Oh, ¿y ese cambio de tono? Por primera vez desde que empezamos a hablar del viaje, me parece asustado.

Abro la boca para decir algo, pero él entra en pánico —supongo— y decide cortar la conversación. Lo hace de la mejor de las maneras, porque me coloca el arco en la mano. Mi arco.

Por supuesto, se me había olvidado. Su mirada vuelve a ser desconfiada.

—Y utiliza esto —añade.

—Lo tenía preparado, ¿eh? Solo te estaba poniendo a prueba, a ver si te acordabas.

—Lo que tú digas, Genevieve.

Quiero decir algo más, pero no estoy segura del qué. No estoy acostumbrada a que me mire de esta manera tan intensa, o a que se muestre mínimamente preocupado. Así que, en lugar de hablar, dejo que se separe de mí.

Mientras entra en casa, no puedo evitar mirarlo. Sí, definitivamente está más nervioso de lo que deja entrever. Me pregunto si debería darle un abraz...

—¡Oye, alcaldesa! —salta Alexa, sacándome por completo de la situación—. Ven aquí.

—No me des órdenes.

—Son inocentes sugerencias.

Me acerco de todos modos a comprobar qué está haciendo en el asiento del copiloto. Y, por supuesto, tiene a Ramson ahí sentado e inconsciente. Una gran imagen para empezar el viaje.

—La bella durmiente empezará a despertarse cada dos o tres horas, más o menos —explica tan tranquila como si no tuviera a un señor medio muerto al lado—. En cuanto eso pase, tenéis que meterle uno de estos en la boca.

Tiene un pequeño frasco dorado en la mano. Me hago con él, curiosa, y compruebo que dentro hay una especie de píldoras raras y pequeñitas.

—Y no te tomes ninguna, que ya vi que te gustan los viajecitos con las drogas.

—¡Eso fue solo una vez! —Cierro los ojos un momento para centrarme—. Yo me encargo de que no se despierte.

—Se lo he dicho a tu novio, también. No sea que se te olvide.

—Pero ¿es que nadie confía en mí?

—¿Quieres que te responda?

—...no.

—Bien. Si se despierta del todo, estará un buen rato incapacitado para luchar en condiciones. Aun así, intentemos que no suceda.

—Está bien.

—¿No puedes transportarlo contigo hasta Francia? —pregunta Kent, temeroso. No creo que le haga mucha gracia eso de llevarlo al lado durante todo el trayecto.

—Claro que puedo, querido humanito, pero entonces no me quedarían poderes suficientes como para enfrentarme a Barislav. ¿No crees que es mejor prevenir que curar?

—Ah, bueno...

—¿No me digas que la abuela Gladys te da miedo?

—¿La... abuela Gladys?

A modo de respuesta, Alexa agita la mano alrededor del cuello de un muy dormido Ramson. Una especie de bufanda, gorrito de lana y gafas de sol en forma de flor quedan perfectamente colocados. De esta manera, nadie diría que es un chico dormido y no una señora mayor.

—Aquí está la abuela Gladys —remarca Alexa—. Qué bonito que, ahora que ya no puede moverse, sus dos nietecitos vayan a llevarla a Francia a cumplir su último deseo de ver la catedral de Notre Dame.

—No me puedo creer que nuestras vidas estén en tus manos —murmuro.

—¿A que es divertido?

—¿Quieres que te responda?

Mi contraataque hace que sonría.

Por suerte, Foster sale de casa en ese momento. Por su cara, deduzco que las cosas con Addy han terminado un poquito mejor de lo que se esperaba. Quiero subir a despedirme de ella, también, pero me da miedo que perdamos el avión. Además, una parte de mí teme despedirse, porque siente que así hará toda la situación todavía más real.

—¿Nos vamos? —me pregunta cuando llega a mi altura.

Asiento, aunque no muy convencida. Si se da cuenta, lo disimula muy bien.

—Pues sí, deberíais iros ya —comenta Alexa, mirando su muñeca sin reloj—. A no ser que queráis correr por el aeropuerto con la abuela Gladys.

Y esa es toda la despedida que recibimos. Honestamente, me esperaba algo más dramático, pero supongo que tiene sentido. Además, eso me tranquiliza. Siento que saben que volverán a vernos sanos y salvos, y por eso no están descargando todos sus sentimientos.

Alexa es la última en decir adiós, y la observo en el patio delantero de la casa hasta que el coche se aleja lo suficiente. Entonces, un nido de nervios se me instala en la parte baja del estómago.

Foster está sentado a mi lado y, para ir acorde con su edad, ha tenido que pedirle ropa prestada a Kent. Lleva puesta una chaqueta vaquera sobre una camiseta. No sé cómo decirle que no es un buen atuendo para la nieve, con lo que le ha costado renunciar a sus jerséis suavecitos de marcas impronunciables...

Nos pasamos todo el trayecto en silencio, cada uno mirando por su ventanilla, mientras que Kent conduce y echa miraditas furtivas a su derecha. La abuelita Ramson no se mueve en todo el rato.

El aeropuerto llega antes de lo que me gustaría y me doy cuenta de que apenas he visto nada del paisaje. Estaba tan ensimismada que he perdido por completo la noción del tiempo. Aun así, me obligo a moverme y a sacar las bolsas de viaje para ponerlas en un carrito. Espero que nadie haga muchas preguntas sobre la sospechosa funda con forma de arco y flechas que voy a facturar.

Cuéntales la verdad, a ver qué cara ponen.

A todo esto, Foster ha esbozado su sonrisa más encantadora y, de alguna manera, ha conseguido que los de seguridad nos traigan una silla de ruedas.

—Es para la pobre abuela Gladys —explica mientras la dejan junto al coche—. Es que ya no puede moverse demasiado, ¿sabe?

—Claro, no hay problema. —El señor de seguridad se agacha junto a Ramson—. ¡Que tenga un buen viaje!

—Está medio sorda —explico cuando no tiene respuesta.

—Ah, pobrecita. ¡¡¡QUE TENGA UN BUEN VIAJE!!!

Primera barrera superada, creo yo.

—Bueno... —Kent se frota las manos, ahora incómodo por la despedida—, id con mucho cuidado y... em...

—Volveremos pronto —le aseguro.

Para que no tenga que decir nada más, me acerco y le doy un fuerte abrazo. Creo que lo pillo un poco desprevenido, porque cuando me separo está rojo como un tomate.

—Ah, sí... em... claro... —murmura, cohibido.

—¿Quieres que yo también te dé un abrazo, Kent? —sugiere Foster con media sonrisa.

—No, no, así está bien.

—Ya lo creo.

Le doy un codazo a Foster, que tras apretarle el hombro a modo de ánimos empieza a empujar a la abuela Gladys en dirección a la entrada. Tras una última mirada a Kent, yo hago lo mismo con el carrito.

Supongo que puedo sacar una buena conclusión de todo esto, y es que he descubierto que con una persona mayor se viaja mucho más rápido. De hecho, ni siquiera nos piden que le quitemos las gafas y la bufanda a Ramson durante el control de seguridad, cosa que me tranquiliza mucho.

La parte más complicada es no reírme cuando la gente se pone a hablarle a gritos porque no dejo de repetir que está medio sorda.

Llegamos al avión diez minutos antes de que se cierre el embarque. Tenemos los tres asientos juntos, así que dejamos a Ramson junto a la ventanilla y ocupamos los otros dos. No sé cómo, pero me quedo en medio de ambos.

Ya deberías estar acostumbrada.

—Bueno —murmuro—, pues a Francia que vamos.

—Has tardado un rato en llegar a esa conclusión, ¿eh?

—Oye, no te rías de mí.

Hace lo que le pido y deja de reírse, pero aun así la sonrisa no se borra.

Pasamos un rato contemplando al personal de cabina haciendo una demostración de cómo funciona todo el sistema de seguridad. En cuanto terminan, Foster echa una ojeada mal disimulada para comprobar que llevo el cinturón puesto. Incluso comprueba que la abuelita Ramson lo lleve, también.

El avión despega unos minutos más tarde y, aunque estiro el cuello para ver el paisaje, pronto me canso de la postura y vuelvo a recostarme sobre el asiento. Foster, a mi lado, está en exactamente la misma postura. Cuando se da cuenta de que estoy mirándolo, me ofrece una sonrisa, esta vez más suave.

—¿Vas a prometerme que todo saldrá bien en plan final de película romántica? —murmuro.

La expresión se le entristece un poco.

—No quiero prometerte algo que no sé si sucederá, Vee. Lo único que puedo decir es que haré todo lo posible porque así sea.

Asiento lentamente, tratando de que sus palabras me tranquilicen. De alguna extraña forma, lo consiguen.

—¿Te imaginas lo que sería estar sin maldiciones? —pregunto entonces, ahora un poco más ilusionada—. Sin nada que me ate a... bueno..., ¡a nada! Simplemente ser yo, y ser lo que yo quiera. ¿Te lo imaginas?

Supongo que mi tono debe ser divertido, porque se le escapa una baja risita.

—Sí, la verdad es que sí.

—Pues tienes más imaginación que yo.

—No necesito imaginación, te conocí antes de que te pasara todo esto. —Enarca una ceja, todavía sonriendo.

—Bueno, ya. Pero ¿no has pensado que quizá no vuelva a ser la misma de antes? ¿Y si cuando se me quiten cambio para mal?

—Y tú, ¿nunca piensas en nada mínimamente positivo?

—Oye, ¡que no te rías de mí!

—No me estoy riendo. De verdad, Vee... ten un poco de esperanza. Quitarte las maldiciones es lo complicado. Lo demás... pues ya lo iremos descubriendo. Tenemos toda la eternidad para hacerlo.

Eso último lo ha dicho medio en broma, pero aun así yo repiqueteo los dedos sobre mis rodillas, ansiosa.

—¿Puedo hacerte una pregunta sin que me juzgues?

—No sé, me gusta mucho juzgarte.

—Vale, pues no te digo nada más.

Él se ríe y alcanza una de mis manos. Supongo que es para que deje de jugar con ellas, pero si lo que pretende es que me calme... va por muy mal camino. Especialmente cuando la sujeta de forma distraída y empieza a acariciarme los nudillos con el pulgar.

—Pregunta lo que quieras —añade.

—Mmm... creo que se me ha olvidado.

—Vee —replica, divertido.

—Es que estoy un poco preocupada por lo de la transformación. ¿No se supone que ya debería tener características más... visuales? Me siento igual que antes, pero con migrañas.

—Date unos días más. Algunas transformaciones son más pausadas que otras. Y...

Se interrumpe a sí mismo cuando, para sorpresa de ambos, Ramson murmura para sí mismo. Muy alarmada, saco el bote de mi bolsillo y le meto una pastilla en la boca. Lo hago con suficiente intensidad como para incrustársela en la garganta, pero por suerte vuelve a quedarse dormido.

—Deberías distraerte un poco —observa Foster—. Así no piensas en todo lo demás.

—¿Y qué quieres que haga, a no sé cuántos metros de altura?

—Pues... leer un libro.

—No tengo libros.

—Ya lo imaginaba, por eso traje para los dos.

Ese es mi Foster.

Mientras que yo leo distraídamente un ejemplar de una novela histórica que ha elegido para mí —y que, honestamente, no está nada mal—, él va escuchando música tranquilamente. Nos pasamos así la primera hora del viaje. Y entonces me aburro y, tras comprobar que Ramson sigue dormido, me asomo para ver qué escucha Foster.

Para mi sorpresa, él le da la vuelta al móvil a toda velocidad.

Uuuuuh, sospechoso.

—¿Qué hacías? —pregunto con los ojos entrecerrados.

—¿Yo? Nada.

—¿Era porno?

—¿Eh? ¡Claro que no!

—Si lo era, podemos verlo juntos.

—¿Qué...? —Se le escapa una risotada divertida—. Siento decepcionarte, pero era solo música.

—¿Y por qué no me lo quieres enseñar?

—Porque te vas a poner muy pesada.

—Cada vez me gusta más.

Intento atrapar el móvil, pero él lo aparta enseguida. Su alarma ya está empezando a causarme más curiosidad de la que debería. Lo intento otra vez, pero sin resultados.

En cuanto veo que sigue estirando el brazo y esto va a ser complicado, tomo la solapa de su chaqueta y tiro hacia mí. No se espera el mini beso que le doy en los labios. Y es justo lo que quería, porque cuando se queda quieto le arranco el móvil con un movimiento ninja.

Sí, sí, pero con la excusa ya le has dado otro besito.

—¡Oye! —protesta—. Juego sucio.

—Mala suerte.

Y por fin le doy la vuelta al móvil. Tardo unos segundos en procesar la información que estoy viendo.

Cuando veo que se ha puesto rojo, no puedo evitar empezar a reírme.

—¿Era esto?

—Sí...

—¿Y por qué te da vergüenza?

—No me da vergüenza.

—¿Te da cosita que sepa que escuchas a Taylor Swift, Foster?

—¡Que no me da vergüenza! —insiste, y recupera su móvil—. Además, no tienes derecho a burlarte... Tú me regalaste su vinilo en primer lugar.

—¡Así que lo escuchaste!

—Claro que lo escuché. Era tu regalo.

Yo me limito a sonreír, pero mi conciencia se ha llevado una mano al corazón y se ha desmayado tres veces seguidas.

—Así que... ¡te gustó! —acuso, señalándolo.

—A ver, no es lo que acostumbro a escuchar...

—¡Admite que te gustó!

—Que sí, que me gustó. —Pone los ojos en blanco—. Me gustan las letras.

—¡ME ENCANTA!

El grito hace que todo el mundo se nos quede mirando. Foster enrojece todavía más, pero a mí me da igual. Estoy ocupada sacudiéndole el brazo.

—¡Eres el amigo que siempre quise para hablar de cantantes que me gustan!

—Bueno, a ver...

—¿Por qué era vas? ¿Cuántas te quedan? Luego puedo enseñarte a Lana del Rey, que también es...

—¡Vee, que soy un señor mayor, no me satures con muchachas deprimidas y profundas!

—Vale, vale. Pero ¿por qué era vas?

—¿Y yo qué sé?

—Sí que lo sabes.

Pone los ojos en blanco... por segunda vez.

—Por Red —admite al final.

—¡AJÁ! ¡TE SABES LAS ERAS Y TODO!

Y así nos pasamos todo el viaje hablando de sus álbumes en medio de mis gritos, sus sonrojos y las miradas juzgadoras del resto de pasajeros.

Para cuando llegamos a Francia todavía es de día, pero entre que nos hacemos con un coche de alquiler, salimos del aeropuerto y devolvemos la silla de ruedas, empieza el atardecer. Además, aunque Foster no se fía de parar en un restaurante, sí que lo hace en un restaurante de comida rápido, así puede pedirnos algo dentro del coche.

—Te acuerdas de que ya no soy humana, ¿no? —pregunto cuando me da las tres hamburguesas que por algún motivo ha creído que necesitaba.

—Técnicamente, todavía lo eres un poco.

No me gusta admitir que me equivoco, pero lo cierto es que me termino las tres. Llevo sin comer nada desde ayer, después de todo.

El lugar al que vamos está a unas cuantas horas más en coche, así que no le queda más remedio que preguntarme si estoy dispuesta a dormir en el asiento o prefiero parar. Lo peor de todo es que ni siquiera espera a que le responda, sino que simplemente se pone a buscar algún sitio en el que pasar la noche. Yo vuelvo a repetir que ya no soy humana, a lo que él insiste en que no me queje de todo.

Mientras tanto, por cierto, le doy otra pastillita a Ramson-Gladys.

No sea que la bella durmiente decida volverse una princesa guerrera.

Al final, encuentra un motel no muy lejos del aeropuerto en el que se hace con una habitación con dos camas individuales. Yo estoy tentada a dejar a Ramson en la alfombra, pero él me pone mala cara y lo lleva a una de las camas.

—¿No se supone que deberías odiarlo? —pregunto mientras veo que le quita las cosas de Gladys y lo arropa.

—Una cosa es odiar a alguien y otra ser descortés, y mi madre no crió a un chico descortés.

Tengo que contenerme para no soltar una risa. En cuanto termina, parece muy orgulloso de su trabajo.

—¿Puedo ir a ducharme sin que te metas en problemas?

—No sé.

—Siempre puedo meterte en la ducha conmigo para asegurarme.

—Entonces, sí. Me meteré en problemas. Muchos problemas.

Él sonríe con diversión, pero al final se mete solo en el cuarto de baño. No se molesta en cerrar del todo, pero tampoco es que yo vaya a asomarme. Quizá en otro momento, pero no justo antes de una batalla mágica.

En lugar de eso, me siento en la otra cama y me pongo el pijama que Albert me regaló y que Amelia, mediante un milagro celestial, consiguió limpiar del todo. Es el más cómodo que tengo.

Ramson no se mueve, claro. Sigue profundamente dormido. Se me hace raro verlo así, tan tranquilo.

Sin saber muy bien por qué, me acerco y me siento a su lado.

Siempre me ha parecido que, cuando duerme, parece mucho más tranquilo de lo que es realmente. Y más guapo. Cuando estábamos juntos, siempre pensé en lo atractivo que era cuando no se estaba esforzando en fingir que todo le importaba una mierda, o en poner expresión de persona que se cree por encima del resto. Hubo un tiempo, incluso, en el que pensé que realmente no era así, que era todo fachada. Ahora ya no estoy muy segura.

Me pregunto cuánto de todo esto cambiará cuando me quite la maldición. Si, al mirarlo como estoy haciendo ahora, no sentiré nada. Porque, ahora mismo, siento una mezcla de odio y amor muy extraña. Antes creía que solo quedaría el odio, pero ahora tengo mis dudas. ¿Y si ni siquiera queda eso? ¿Y si luego no hay nada? Y, sobre todo, ¿por qué me lo pregunto como si eso fuera a afectarme?

Para cuando Foster vuelve a la habitación con unos pantalones cómodos y una camiseta sin mangas —gracias señores costureros por la visión que estoy teniendo ahora mismo—, yo ya estoy sentada en la otra cama.

—Ya le he dado la pastilla que le tocaba —murmuro.

Mi tono debe intuirse como tenso, porque se queda un poco sorprendido.

—¿Va todo bien?

—Es que... em... no sé muy bien cómo quieres organizarte con el tema de las camas.

—Ah, eso. —Se le escapa una sonrisa, claro—. Pues tenía pensado dormir contigo, la verdad.

—Ah, pues estoy de acuerdo.

—Mira tú qué bien.

—Pero... tú no dormirás, ¿no?

—No lo creo —admite—. Aunque alguien tiene que estar pendiente de que Gladys siga durmiendo, ¿no?

—Podemos turnarnos.

—No hace falta, Vee. Descansa, que todavía...

—Soy medio humana, sí, lo sé.

—Haces que lo de humana suene a insulto —comenta con diversión.

Dando la conversación por terminada, me meto en la cama y me cubro hasta las cejas. Al menos, hasta que oigo cómo apaga la luz y se acerca. Me aparto un poquito para dejarle espacio, y él se coloca detrás de mí. Lo hace por encima de la colcha, cosa que me decepciona un poquito. Creo que lo nota, porque se ríe y me pasa un brazo por encima, aunque haya mucha tela de por medio.

—Hoy prefiero no distraerme —explica.

—A mi me gusta distraerme de vez en cuando, ¿eh?

—No cuando hay un vampiro asesino justo al lado, Vee.

Pese a la diversión, suena a reprimenda. Pongo una mueca.

—Pues no voy a dormirme.

—Lo que tú digas.

—He dicho que no me dormiré.

—Muy bien, Vee.

Estoy tan empeñada en ello que, en medio de la oscuridad, no me doy cuenta de que mis músculos se van relajando. Y de todo el cansancio que llevo acumulado desde hace varios días, también. Los ojos se me cierran sin que me dé cuenta, y lo último que oigo antes de dormirme es su risa suave de ¿ves como tenía yo la razón?.


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