16 - 'Los copos de nieve'
16
Los copos de nieve
Contemplo a Larissa, Albert y Alexa. Estamos los cuatro sentados en el suelo de la casa en la que encerramos a la primera. En silencio, todos contemplamos el espacio que queda en medio del círculo que formamos. Hay varios símbolos pintados.
Acabo de descubrir que la forma de sentarse en el suelo dice mucho de una persona: yo estoy sobre mis tobillos, ansiosa; Albert ha cruzado las piernas como un buda; Alexa parece que está en una hoguera con unos amigos; Larissa, en cambio, tiene las rodillas pegadas al pecho.
—Esto no es una buena idea —rezonga esta última, de mal humor—. Y lo digo desde la experiencia.
—¿Tu experiencia de tallar runas bajo la alfombra de tu hija? —masculla Albert, a su vez—. Creo que no nos interesa tu experiencia, gracias.
Larissa pone mala cara, mientras que Alexa sonríe con amplitud.
—Bueno —me impaciento—, ¿podemos hacerlo de una vez?
Al menos, eso hace que la hechicera se centre.
—Vale, vamos a hablar con el fantasmita, así que hará falta concentración. Y caerle bien, sobre todo. Pensad que aquí no soy yo quien controla la conexión, sino él. Como alguien le caiga mal, puede desconectarse y no volver a aparecer.
—Es un gran consuelo —ironizo en voz baja. Alexa sigue mirándome fijamente—. ¿Qué?
—Estoy dejando caer que quien debería hablar con el fantasma es alguien simpático. Alguien que caiga bien a los demás. Eso ya descarta a Albert, claro...
El aludido da un respingo, muy ofendido.
—Oye, ¿qué insinúas? ¡Soy muy simpático!
—Yo hablaré —intervengo antes de que alguien le diga a Albert que no lo es en absoluto—. Me haré la simpática y ya está.
Alexa sigue sin parecer muy convencida, pero debe deducir que no le queda más remedio que aceptar que así será, porque se encoge de hombros.
—Veremos qué tal. —Con un movimiento rápido, levanta las manos como si estuviera rezando—. Voy a crear una barrera protectora para que el fantasma no pueda meterse dentro de vosotros.
Yo, que ya estaba inclinada para empezar a mover la hoja, levanto la cabeza de golpe.
—¡¿Eso puede pasar?!
—¿Y yo qué sé? Por algo haré una barrera protectora.
—¿Tenéis claro lo que vais a preguntarle? —interviene Larissa.
—Silencio —exige Albert, y luego me mira de nuevo—. ¿Tienes claro lo que vas a preguntarle?
Asiento con la cabeza, tratando de centrarme, y vuelvo a bajar la mirada al papel que acabo de dejar sobre las runas. Noto las miradas de mis compañeros mientras Alexa murmura algo que se supone que nos protegerá. La hoja de papel —arrancada del cuadernillo de unicornios de Addy— me parece un poco ridícula, aquí plantada en medio de runas ancestrales, pero decido no comentarlo.
No arruinemos el mood.
—Vale —murmuro—, hoja colocada. ¿Ahora qué?
Alexa no responde, sino que toca la hoja con la punta de un dedo y luego vuelve a lo suyo. El efecto es instantáneo, ya que el papel se remueve como si le hubiera dado un soplo de viento, pero sin que llegue a desplazarse de su lugar. Después, su tono se vuelve un poco más amarillento, como el de un pergamino de muchos años. Incluso se crujen algunos de los dibujos de unicornios de las esquinas.
—Háblale —me indica Albert con impaciencia.
Ah, sí.
Carraspeo de forma ruidosa y me quedo mirando la hoja de papel. ¿Cómo se inicia una conversación con un fantasma?
—Em... Hola.
A la vez que Albert pone los ojos en blanco, veo que la hoja sigue como si nada. Vale, quizá no ha sido un buen inicio.
—Hemos estado investigando tu historia. —Voy un poco más al grano, a ver si así funciona mejor—. Sabemos quién eres y, como sigues en parte dentro de nuestro mundo, también sabemos que hay algo que te sigue atando aquí. Queremos ayudar a que te vayas por completo y puedas descansar en paz.
Pasados unos segundos de silencio —solo interrumpidos por los murmullos de Alexa—, me pregunto si la habré cagado otra vez. No obstante, pronto empiezan a dibujarse unas letras en las hojas.
—¿Qué te hace pensar que quiero irme de este mundo? —lee Larissa en voz baja.
—Ni siquiera yo, que estoy viva, quiero estar en él —mascullo.
Albert me da un mini golpe en el brazo, irritado.
—No es el momento de chistes —sisea.
—Vaaale. —Decido volver a centrarme—. Lo que queremos es ayudarte con tu cuenta pendiente. Sabemos que tienes una. Ya hemos ayudado a otros fantasmas a solucionar las suyas.
Esto parece la consulta de un mafioso.
La hoja vuelve a llenarse con garabatos, esta vez más grandes.
'No queréis ayudarme. Queréis usar mi magia a vuestro favor.'
—Sí. —Ni siquiera parpadeo al responder—. No te voy a engañar: la necesitamos para solucionar un problema. Pero, a la vez, tú nos necesitas para solucionar el tuyo.
'Mi único problema son los unicornios junto a los que me obligáis a comunicarme ahora mismo.'
—Eran unicornios o dinosaurios, no te quejes tant...
El segundo golpe de Albert me obliga a, por enésima vez, centrarme.
—No se trata solo de abandonar este mundo, sino también de ser libre —digo en un tono más calmado—. Ahora mismo, tú única manera de contactar con el mundo es que un humano como yo decida que necesita hablar contigo. ¿No te gustaría ser libre para vivir cuando tú quieras, y no cuando los demás lo decidan?
Silencio. La hoja se mantiene una eternidad en blanco.
—Pero primero necesitamos saber cuál es tu cuenta pendiente —insisto—. Solo así podremos ayudarte.
De nuevo, la hoja sigue en blanco. Miro de reojo a mis compañeros de círculo en busca de ayuda, pero no encuentro demasiada. Parecen tan tensos como yo.
Y, por fin, el fantasma se pone a escribir.
'Necesito sangre de vampiro. Y debe ser pura.'
—¿Sangre de vampiro...?
'El motivo no te importa.'
Vale, ¿confiar o no confiar en el fantasma de un traidor que murió hace más de doscientos años?
—¿Dónde? —pregunto.
'Llévala al árbol donde me mataron. Así saldarás mi deuda.'
Una deuda saldada es un deseo mío que él debe cumplir, cosa que me gusta. Pero, a la vez, no termino de fiarme de esto.
—Bueno, pensaba que iba a pedirme la sangre de un tátara nieto del tipo que lo mató —murmuro—, esto es más fácil.
—¿Te fías de él? —pregunta Albert, escéptico.
—No me queda otra que hacerlo, ¿no?
—Siempre hay más opciones. —Pese a lo que dice, se queda pensando un momento—. Pero... si lo que necesitas es la sangre de un vampiro puro....
No necesito que termine de hablar para entender que se está ofreciendo. Esbozo una pequeña sonrisa de agradecimiento.
...que se borra casi al instante en que alguien abre la puerta de par en par.
El susto es inmediato. Yo me echo para atrás, alarmada, mientras que Albert se pone en posición defensiva, Larissa se tensa y Alexa deja de murmurar su hechizo. La hoja se vuelve blanca de golpe, ahora tan ordinaria como cualquier otra, y todos nos volvemos hacia la entrada.
Oh, mierda. Foster.
No sé en qué momento he pensado que se creería la excusa de que iba con Albert a ver el ayuntamiento. Quizá ha sido, más bien, que pensaba que no se atrevería a dejar a Addy sola en casa. Si lo ha hecho es porque sabía que el verdadero peligro estaba conmigo. Y así es.
Su expresión es furiosa. Cuando ve lo que estamos haciendo, se vuelve confusa. Y, cuando reconoce la cara de Larissa, la transformación es inmediata: perplejidad.
Hasta aquí hemos llegado.
Abro la boca para tratar de justificarme, o quizá para que no se enfade conmigo antes de tiempo —aunque sospecho que ya está furioso de sobra—, pero entonces me doy cuenta de un detalle que requiere muchísima más urgencia.
Todavía no ha cerrado la puerta.
Debo pensarlo a la vez que Alexa, porque se pone de pie de un salto y extiende la mano para cerrarla con su magia. Sin embargo, muchas cosas suceden durante el segundo que transcurre entre una acción y otra.
Larissa emite un sonido ahogado, como si de pronto también se hubiera percatado de la situación, y se lanza hacia la puerta sin siquiera dudarlo. Albert trata de detenerla, y lo único que consigue es que lo arrolle de camino hacia la salida. Entonces ella se encuentra de frente con Foster.
Y Larissa, ciega de desesperación, se lanza sobre él y lo estampa de espaldas contra la puerta, de modo que Alexa no puede llegar a cerrarla.
Mis instintos humanos apenas perciben los movimientos, pero sí que logro ver que Foster, en el suelo, se las arregla para sujetarle una de las muñecas y que no pueda moverse. Larissa grita algo, Alexa trata de lanzar un hechizo en su dirección, pero se detiene de golpe. No entiendo el por qué hasta que veo que Larissa ha sacado una especie de cuchillo negro y pequeño de su bolsillo trasero.
Cuando lo levanta con toda la intención de clavárselo a Foster, la obsidiana brilla bajo la luz de la habitación.
Contengo la respiración, incapaz de hacer nada, y entonces Alexa grita algo en un idioma que desconozco. Larissa vuela hacia atrás, y el impulso del golpe hace que el cuchillo se le resbale de entre los dedos y se clave en el extremo opuesto de la habitación.
Foster trata de detenerla cuando ella gatea desesperadamente hacia la salida y, por supuesto, empieza a correr en dirección al bosque.
—¡Que no se escape! —grita Alexa.
Foster no necesita más instrucciones y, tras dedicarme una miradita de ya hablaremos, sale corriendo tras ella.
No soy consciente de que he dejado de respirar hasta que vuelvo a hacerlo, con un dolor punzante en las sienes. Mierda. Ha estado cerca. Muy cerca. Casi ha...
Algo me sujeta el tobillo y yo, alarmada, doy un paso hacia atrás. Tardo unos segundos en darme cuenta de que es Albert. Lo miro, confusa, y entonces veo el charco de sangre que se está formando bajo él. Y la mano que tiene apretada contra su cuello, justo donde el cuchillo de Larissa ha cortado antes de estamparse contra la pared.
—¡Alexa! —Es lo primero que consigo articular antes de caer de rodillas a su lado.
La hechicera se vuelve, confusa por mi tono, y se queda mirando un momento el desastre que tiene ante ella. Abandona la idea de perseguir a Larissa con sorprendente facilidad, y se lanza al suelo junto a Albert.
—¡Mierda! —sisea.
—¡Cúralo! —exijo yo, a mi vez.
—¿Curarlo? ¡Es un corte de obsidiana!
—¡Barislav lo hizo una vez!
—¡Pues yo no soy Barislav! —ruge, deshaciendo botones del chaleco de Albert. Quiere ver hasta dónde se extiende la infección.
Su pecho pálido empieza a teñirse de antenas negras que le bajan desde el cuello. Albert cierra los ojos lentamente, respirando con dificultad.
—P-pero... ¡tienes que hacer algo! —insisto.
—¡¡¡No puedo curar una herida de obsidiana!!! ¡Puedo tratar de mantener la infección para que no se extienda hasta el corazón, pero no...!
—¡¡¡Pues hazlo!!!
Ella me observa unos segundos, como en shock, antes de asentir y ponerle una mano sobre el corazón a Albert. Murmura algo en voz baja, y las venas negras que le estaban saliendo en la piel se ralentizan. Albert, sin embargo, tiene los ojos cerrados. Un hilo de sangre le resbala desde la comisura de los labios hasta el suelo.
—Se está deteniendo —murmuro—. Muy bien, tienes que...
—No voy a mantenerlo así eternamente —ruge ella, interrumpiéndome—. ¡En algún momento tendré que soltarlo y el veneno le llegará al corazón!
Tiene razón. Y eso hace que me bloquee. Me quedo mirando la expresión de Albert. Su cara de niño. Soy incapaz de pensar. No en estas circunstancias. No cuando la sangre de Albert me mancha las palmas de las manos.
—El árbol —murmuro entonces, y no me doy cuenta de que lo he dicho yo hasta que Alexa me mira—. Tenemos que llevarlo al árbol.
—No puedo transportar a nadie mientras intento que no se muera, Vee.
Miro mis manos de nuevo y llego incluso a considerar la posibilidad de llevar en ellas toda la sangre de Albert que pueda recoger. Pero ¿y si no es suficiente? No tendré otra oportunidad. No sé cuánto puede aguantar Alexa.
—No te muevas —digo con urgencia—, y... ¡y mantén el hechizo!
—¿Dónde vas?
—¡Mantén el hechizo! —insisto.
Salgo corriendo de la casa, apenas consciente de que está nevando otra vez. Ya ha anochecido, y apenas puedo ver nada entre las copas de los árboles. Me detengo en la primera línea, dudando.
—¡Foster! —grito, ahuecando las manos para que se oiga mejor, pero no obtengo respuesta.
Creo que es al cuarto grito cuando me doy cuenta de que está lo suficientemente lejos como para no oírme. Suelto un gruñido de frustración y me llevo las manos a la cabeza, intentando pensar. Si él estuviera aquí, me diría que me calmara y tratara de buscar una solución, que siempre hay una.
Y claro que se me ocurre una, pero quizá sea todavía peor.
Salgo corriendo en dirección a la ciudad, dando saltos sobre la nieve y poniéndome un brazo sobre las cejas para que los copos no me entren en los ojos. No sirve de mucho, pero por lo menos me las apaño para llegar a la calle principal de la ciudad sin resbalarme. Sigo andando, resoplando, maldiciendo en voz baja cada segundo que transcurre...
...y entonces abro la puerta de la tienda de segunda mano de Sylvia.
Lo hago muy suavemente, sin hacer ruido, y abriéndola lo menos posible para que la campanita no me delate. Sylvia está tarareando en voz baja una cancioncita mientras ordena los cajones de parte de atrás, y yo me escabullo de puntillas hacia la puerta del sótano. Cuando se vuelva, verá que ha entrado alguien que ha ido dejando restos de nieve por todos lados, pero ahora mismo me da igual. Solo quiero ahorrarme las explicaciones.
La puerta del sótano cruje un poco, pero me las apaño para cerrarla sin hacer ruido. Y, acto seguido, bajo corriendo los escalones. Con una inspiración, traspaso la última puerta.
Ramson sigue atado a la columna en la que lo dejamos el primer día, y sigue rodeado de los mismos artilugios que componen el destartalado sótano de Sylvia. Lo único que ha cambiado es que me parece que lo he pillado durmiendo, porque abre los ojos de golpe y parpadea, tratando de ubicarme.
—¿Qué...? —empieza.
Lo ignoro completamente, centrada tan solo en mi misión, y me pongo a lanzar cosas al aire para encontrar algún sitio en el que poner la sangre. No hay suerte. El tiempo sigue corriendo. ¡Mierda!
—¿Se puede saber qué haces?
Su voz hace que me detenga y contemple el cuchillo que tengo delante. Es largo, lo suficiente como para hacerle una herida grave pero no como para matarlo. Y de materiales normales, no de obsidiana. Tras respirar hondo, lo recojo y lo aprieto entre mis dedos. Ramson no lo ve hasta que me vuelvo hacia él.
—¿Vas a responderme o...? —Durante un segundo, se queda mirando el cuchillo como si le hiciera gracia—. ¿Tienes pensado hacer algo útil con eso?
Me da igual que se burle. Ahora mismo, no puede importarme menos. Me planto frente a él, me agacho y le pongo una mano sobre el corazón. Si no fuera porque estoy tan desesperada, el tenerlo tan cerca me causaría jaqueca.
Ramson parpadea, esta vez con sorpresa, y mira mi mano como si quisiera asegurarse de que no le he clavado nada.
—Necesito que hagas un juramento —indico, y me sorprende lo mucho que me tiembla la voz.
—¿Sobre qué?
—Voy a soltarte —digo lentamente— y tú irás exactamente donde yo te diga para hacer lo que te pida. No escaparás ni harás daño a nadie. Júralo.
—¿Y por qué iba a jurar yo...?
—¡¡¡Es por Albert!!! —le grito en la cara—. ¿Es que quieres que muera? ¡Júralo de una vez!
Me esperaba una reacción más clara, pero lo único que hace es parpadear varias veces, contemplándome con indiferencia.
—¿Y qué es Albert para mí, como para querer salvarlo?
—¡Era tu amigo!
—Era, exacto.
—¡¿De verdad vas a abandonar a la única persona que alguna vez en tu vida te ha dado una oportunidad?!
Esta vez no responde, pero tampoco se burla. Simplemente, me contempla como si lo estuviera considerando.
—Irás donde yo te diga y harás lo que yo te diga —insisto en voz baja—. Júralo.
—Lo juro.
Tardo un instante en reaccionar y dibujarle la cruz sobre el corazón.
Él mantiene la misma expresión indiferente, pero se le cambia cuando yo me pongo de pie y, lejos de intentar romperle unas ataduras que sé que me van a llevar un buen rato, clavo el cuchillo sobre la columna. Al sacarlo, las runas tienen un tajo perfecto en medio. Hago otro. Y otro. Los dedos y las muñecas me tiemblan por el esfuerzo, pero me da igual. Doy otro más.
Y, entonces, Ramson tira de las ataduras y las parte por la mitad sin ningún tipo de esfuerzo.
Doy un paso atrás y dejo que se ponga de pie. Sigo teniendo el cuchillo en la mano, y lo aprieto con todas mis fuerzas. Él, ya incorporado, me parece mucho más alto e intimidante de lo que recordaba. Con toda la parsimonia del mundo, rueda los hombros, ladea la cabeza para estirar el cuello y se arranca lo poco que le queda de ataduras en las muñecas.
—Tenemos que irnos —digo con urgencia, y también con un poco de miedo.
Esta puede ser la mejor o peor decisión de mi vida.
Pronto lo determinaremos.
Entonces, Ramson da un paso hacia mí. Estoy tentada a retrocederlo, pero luego veo que solo está esperando mis indicaciones. Tratando de no celebrar antes de tiempo, doy media vuelta y abro la puerta.
Él no dice una palabra, ni siquiera cuando pasamos ante una atónita Sylvia a la que se le cae su novela con un tipo descamisado de portada.
Siento que ahora nieva más que antes, y me pongo una mano sobre los ojos para cubrirme la cara. No sirve de nada. Ramson, sin embargo, sigue ahí plantado sin nada más que una camiseta de manga corta y no parece importarle. Me sigue sin ningún tipo de expresión, como alguien que tiene un objetivo y quiere quitárselo de encima en cuanto antes.
—Tenemos que llegar al árbol gigante —digo como puedo, levantando las piernas para caminar sobre la nieve—. Ese en el que te vi con... con...
—Con Barislav —finaliza, en tono impasible.
—¡Ese! ¡Y tenemos que llegar en cuanto antes!
—A tu paso, Vee, tardaremos una eternidad.
Si lo que está sugiriendo es que le deje ir solo, la lleva clara. Y, en cuanto lo miro, sé que es exactamente lo que tiene en mente. Sacudo la cabeza.
—No.
—Pero...
—¡No!
—¿Prefieres confiar en mí o dejar que Albert muera?
Manipulador hasta la tumba.
Abro la boca, desesperada por encontrar una respuesta rápida, y él enarca una ceja con impaciencia.
—Llévame tú —digo al final.
—¿Eh?
Empiezo a rodearlo, a lo que él se aparta un paso, alarmado.
—¡Que me lleves! —insisto, agarrándole la manga y acercándolo.
—¡No voy a...!
—¡QUE ME LLEVES AL PUTO ÁRBOL Y NO ME DISCUTAS MÁS!
Mi grito hace que se quede un poco parado, a lo que aprovecho y me lanzo —literalmente— sobre su espalda. Ramson se tensa de pies a cabeza mientras yo me engancho.
Pero el espanto no le dura mucho, porque de pronto da un acelerón que hace que me enganche con todavía más fuerza. Estoy clavándole las uñas en los hombros, pero no puede importarme menos. Sobre todo, porque tenía razón: estamos yendo el triple de rápidos. El paisaje de mi alrededor transcurre tan deprisa que apenas puedo distinguir nada que no sean árboles lejanos.
Y entonces se me ocurre... ¿y si me está llevando al sitio que no es?
La duda se disipa enseguida, porque entonces se detiene tan rápido que mi cuerpo se estampa contra su espalda. Toso de forma poco elegante, tratando de recuperar el aire, y por fin me doy cuenta de que estamos junto al árbol que he mencionado antes. Me ha traído al sitio correcto. Menos mal.
Supongo que tendrá muchas preguntas, pero ahora mismo no tengo tiempo para responderlas. Me limito a bajarme, cogerle el brazo y tirar con todas mis fuerzas hacia el hueco del árbol donde se dejaban las cartas. Ramson observa el proceso con la curiosidad de quien ve ponerse el sol. Ni siquiera parpadea cuando saco el cuchillo y extiendo su brazo por encima del hueco.
No aviso, sino que le hago un corte. Uno profundo. Desde la muñeca hasta el codo. La sensación es horrible y hace que se me tuerza el gesto con horror, pero él sigue contemplando la situación con impasividad. La sangre cae sobre el hueco.
Y espero.
Y... sigo esperando.
Y no sucede nada.
Desesperada, veo que la herida ya se está empezando a cerrar. Trato de volver a hacerla, pero de nuevo se cura tan rápido que no hay la suficiente cantidad de sangre en el tronco. Suelto una palabrota en voz baja, desesperada, y tiro de su otro brazo. Él se deja como un muñeco de trapo.
Y entonces, justo cuando estoy a punto de echarme a llorar, un destello de luz hace que retroceda dos pasos, alarmada. Ramson también lo hace. Todavía le gotea sangre por la muñeca, pero dudo que se acuerde. Más que nada, por la luz cegadora que nos acaba de dar en toda la cara.
Recuerdo la última vez que vi a un fantasma. Recuerdo la pureza que me transmitió, lo calmada que me sentí en medio del caos. Esto es distinto. El vello se me eriza, el cuerpo se me activa como si percibiera algún tipo de peligro... y la silueta que tengo delante es de todo menos tranquilizadora.
Ante el árbol, un chico que no tendrá más de veinte años nos observa a ambos. Tiene los ojos redondos y grandes, y también inyectados en sangre. Su boca está retorcida en una especie de mueca desagradable que finge ser una sonrisa. El tono de su piel es casi amarillento, enfermizo. Su ropa es vieja y tiene manchas de sangre. Y su cuello... Me tapo la boca de forma inconsciente, tratando de contener una arcada. Tiene la marca perfecta de un hachazo que le llega hasta la mitad de la garganta.
—Ah... así que has decidido liberarme —comenta con voz arrastrada. Si no fuera un fantasma, no entendería cómo coño puede hablar con ese corte en la garganta—. Debes estar verdaderamente desesperada.
Ramson, que es la primera vez que ve a un fantasma, lo contempla con los labios entreabiertos. Si no lo conociera como lo conozco, apenas podría ver el miedo en sus facciones.
—He cumplido con mi parte —replico con urgencia—. Ahora, quiero mi deseo.
—¿Tu deseo?
—¡El que me debes por liberarte!
—Ah, pero la sangre no era tuya, ¿o sí?
Estoy a punto de responder, pero me detengo en cuanto los ojos del fantasma viran hacia Ramson, que sigue de pie a mi lado.
Oh, no.
—Tú me has dado tu sangre —sigue el chico del cuello cortado, y esboza una sonrisita ante mi expresión—. ¿No sería más justo que el deseo fuera tuyo?
—¡No! —salto, desesperada—. ¡Yo he sido quien lo ha traído aquí! ¡Me prometiste un deseo y... y no tengo tiempo!
—Te prometí un deseo y se lo estoy concediendo a quien me ha liberado.
Al darme cuenta de que no voy a convencer al fantasma, me vuelvo y cojo a Ramson del brazo. Tiro de él, desesperada porque me mire, pero él mantiene los ojos clavados en el árbol.
—¡Ramson, escúchame! —insisto, agarrándolo con la fuerza suficiente como para dejarle marcas—, ¡tienes que salvar a Albert! ¡Si no lo haces, Alexa no podrá aguantar mucho tiempo...!
—Se acaba el tiempo —canturrea el fantasma.
—¡Piensa en Albert! —insisto, tirando de Ramson—. ¡Por favor, no dejes que...!
Me callo justo a tiempo como para que Ramson susurre algo. No lo he entendido, pero el fantasma sí. Completamente congelada, observo sus reacciones.
Y entonces Ramson se suelta de mi agarre de un tirón. Sigue sin mirarme, pero parece resignado. Y el fantasma pone los ojos en blanco.
—Pensaba que había encontrado a alguien más divertido... Deseo concedido.
Es lo último que dice antes de cerrar los ojos. Una neblina oscura lo envuelve y, de pronto, el estallido de luz se repite. Una oleada de viento me quita el pelo de delante de la cara, y de pronto el fantasma ha desaparecido. Lo único que queda de su presencia es una nota arrugada que vuela lentamente hasta meterse en el hueco del árbol, donde siempre ha pertenecido.
Ramson y yo nos quedamos unos segundos en silencio. Sigo contemplando la escena con perplejidad, y tardo un buen rato en moverme para situarme ante él. Por fin, me devuelve la mirada.
—¿Qué? —pregunta.
—¡¿Qué?! —repito, al borde del colapso mental—. ¡Dime lo que has pedido!
—¿Por qué haría eso?
Tengo que hacer acopio de toda mi fuerza de voluntad para no clavarle el cuchillo en una zona no digna.
—¡Dímelo! ¿Está Albert vivo?
—Tanta preocupación es digna de admirar.
—¡Dímelo de una vez!
—Ya he cumplido con mi parte, Vee.
Estoy a punto de volver a exigir que me lo diga, pero me detengo y me pongo un poco más erguida. Más que nada, porque tiene razón. Le he pedido que hiciera lo que yo pedía, pero no he especificado nada más. Mierda, ¿cómo puedo ser tan torpe?
Estabas en medio de una misión de rescate, no seas tan dura contigo misma.
Trago saliva con fuerza a la vez que Ramson se contempla las muñecas, ahora ya completamente curadas. Lentamente, sube la cabeza hasta mirarme a mí.
—A ver, a ver... —comenta en tono casi burlón—, ¿y ahora qué hago contigo?
—Quiero ver si Albert está bien —digo en un tono mucho más tenso de lo que me gustaría.
—Me temo que eso tendrá que esperar.
—No me toq...
Las palabras se quedan ahogadas en cuanto me coge del cuello. Mis pies dejan de tocar el suelo. Lo hace con tanta facilidad que me siento incluso ridícula, tratando de librarme del agarre. Lo único que consigo es atestarle una patada en las costillas, pero no parece darse ni cuenta.
—Me hiciste una jugada muy fea, Genevieve —comenta con tranquilidad, como si regañara a una niña pequeña, mientras que yo empiezo a ver borroso por la falta de aire. Le clavo las uñas, trato de retorcerme... es imposible—. Y me has tenido encerrado en un sótano durante mucho, mucho tiempo. Ya sé que me alimentaste unan vez, pero vuelvo a tener hambre. ¿Se te ocurre alguna forma de solucionarlo?
Trato de darle otra patada, y lo único que consigo es que me suelte de golpe. Caigo sobre la nieve, tosiendo y encogiendo las piernas, mientras que él se mantiene de pie delante de mí.
—Primero, sé una buena chica y enséñame el cuello —replica en tono más frívolo, ahora mirándome fijamente—. Y luego ya veré qué me apetece hacer contigo.
No quiero hacerlo. De hecho, trato de arrastrarme como puedo para alejarme de él. De poco sirve. En cuanto lo desea, ahí me tiene. Sus colmillos me provocan una punzada de dolor que, durante un instante, me deja ciega.
Abro los ojos. Ya se ha separado. Está en cuclillas a mi lado. Es imposible que se haya alimentado tan rápido. ¿Qué...?
Me llevo la mano al cuello, alarmada, cuando un extraño calor empieza a apoderarse de mí. No, no es calor. Es fuego. Quema. Arde. Intento hablar, pero solo me sale un sonido de dolor, y él sonríe de medio lado.
—Solo duele al principio —asegura, como si tratara de calmarme—. Tenía que hacerlo fuera de la ciudad, o no habría hecho efecto. Me lo dijo Barislav.
—¿E-efecto...?
—La transformación —explica con tranquilidad—. ¿No te has cansado de ser humana?
No, no, no. Esto no está bien. Me cubro el cuello con fuerza, desesperada. Quería transformarme en vampira, pero no así. No con él. Si lo hago con él, jamás volveré a ser yo. Me pasaré el resto de mi vida siendo una extensión de lo que alguna vez fui. Los ojos se me llenan de lágrimas de impotencia. El dolor emocional es tan grande que casi me hace olvidar el dolor físico.
Y entonces Ramson cae de espaldas. Si no fuera porque estoy agonizando, probablemente me pararía a ver quién es que lo ha tirado.
Por suerte, no necesito verlo. En cuanto unas manos me toman suavemente de los hombros, me tenso por completo.
—Vee, soy yo. —La suave voz de Foster hace que mi cuerpo se relaje un poco, todavía sacudido por espasmos de dolor—. No pasa nada, tranquila.
Su tono es como una caricia, y hace que me deje llevar por sus manos. Me pone de espaldas sobre la nieve, y me encuentro de frente con su cara. Sus ojos verdes me examinan de arriba a abajo y, aunque quiere disimularlo, al ver la herida de mi cuello su expresión cambia.
Sus ojos vuelven a los míos. Es como si me estuviera pidiendo permiso. Y me parece absurdo que, de todas las cosas que me han pasado hoy, sea la primera persona que se ha preocupado un solo segundo de que me parezca bien lo que va a hacer a continuación.
Cuando asiento con la cabeza, noto que me resbala una lágrima por la sien y va a parar contra la nieve. Él no necesita más indicaciones. De pronto, su cara desaparece. Los copos de nieve siguen cayendo sobre nosotros, y uno de ellos se posa en mi mejilla. Noto los colmillos de Foster, pero no es nada comparado con lo que he sentido antes. El fuego desaparece. Cierro los ojos. Noto que él se separa y escupe algo en el suelo. Lo oigo toser. Estoy a punto de abrir los ojos y preguntarle, pero entonces me muerde.
Me muerde de verdad.
Ayer te diría, sin asomo de dudas, que he tenido una vida lo suficientemente entretenida como para conocer todas las emociones que se pueden experimentar.
Hoy sé que eso no es cierto.
Las emociones que siento en cuanto los colmillos de Foster se hunden en mi piel no son comparables a nada que haya vivido antes. Me veo a mí misma en un destello de luz. Cuando era pequeña, cuando jugaba con mis amigos, cuando mi madre me cantaba para que durmiera, cuando él mismo me enseñó a leer, cuando Albert me acogió sin pedir nada a cambio, cuando Vienna renunció a mi amor por ella con tal de salvarme... Lo veo todo. Y la última imagen que guarda mi retina es la de mis padres humanos, los que me han acogido todos estos años, de Trev y de mis amigos comunes. Y de cómo ya nunca volverá a ser lo mismo. Y, aun así, me siento bien. En casa. Como si por fin hubiera resuelto la incógnita que toda mi vida me ha rondado. Si hay una emoción para esto, sé que no tiene nombre, y también sé que debería llevar el suyo.
Foster se separa antes de lo que me gustaría, y me doy cuenta de que se ha sentado en la nieve, junto a mí. Uno de sus brazos me rodea el cuerpo y me mantiene derecha. Mi frente está sobre su hombro.
Y lo primero que noto es... que no tengo frío. Ni siquiera siento la temperatura de la nieve. Lo único que noto es su cuerpo cálido pegado al mío.
Abro lentamente los ojos y echo la cabeza hacia atrás. Foster me mira con precaución, parece cansado. El verde de sus ojos resplandece con especial brillo. De hecho, todos los colores brillan mucho más de lo normal. Parpadeo varias veces, pero no consigo que la cabeza deje de darme vueltas.
Y, justo cuando debería preguntar por mí, solo puedo articular un:
—¿Dónde está Albert?
—Está bien.
La respuesta no ha sido de Foster, sino de Alexa. La contemplo, de rodillas junto a nosotros. Tiene un dedo apretado contra la cabeza de Ramson, que está tirado en el suelo y parece que duerme muy plácidamente.
—Está bien —repite Alexa. Está tan agotada que no le sale ni siquiera hacer una broma al respecto—. No sé qué has hecho, pero ha funcionado.
—¿Y dónde...?
—Estoy aquí, Vee.
Me quedo congelada.
Esa no es la voz infantil de Albert.
Lentamente, me vuelvo para enfrentarme a él. Mi cerebro tarda unos segundos en procesar la información que acaba de recibir. Chico alto, de unos veinticinco años, de pelo rubio oscuro, sombra de barba, cuerpo esbelto, ropa anticuada, manos en los bolsillos, mirada verde e impaciente...
Mierda, ya sé lo que ha pedido Ramson.
Lo ha liberado de su maldición.
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