El Retrato.
¿Que soy un buen pintor? Eso dicen algunos. Otros dirán que soy una buena persona pero..., el resto, la gran mayoría, completará la frase diciendo: "pobrecito se la pasa ebrio". Yo no me justifico; al contrario, tienen mucha razón. Cada vez que mi paupérrima economía me lo permite me emborracho para olvidar no lo que he sido sino lo que no soy. Usted decide. ¿Se atreve a hacerse un retrato con este aprendiz de desgraciado?. Hoy estoy totalmente sobrio. Haremos un trato. Si le gusta el trabajo me lo paga, si no, el rato que usted pose para mí servirá para conocernos. ¿Trato hecho?... Perfecto. Adelante, siéntese aquí donde la luz pueda iluminar su rostro. Es usted muy hermosa. Es nueva en este lugar ¿verdad?... Ya decía yo, su cara no se retrataba en mi memoria... ¿Yo? Sí, desde hace varios años vivo en este lugar. Es una larga historia, una patética historia. El día está muy claro y agradable hoy ¿no le parece?... Mire, desde ese lugar donde usted está se puede ver con claridad la plaza, el movimiento de la gente que va y viene, a veces el vaivén es alegre, otras triste; ellos no lo perciben, es uno quien se percata, bueno y no todos. En esta ciudad todos viven agitados, olvidados los unos de los otros, por eso nadie se detiene a pensar en los demás... ¿Qué si vivo solo aquí? Siempre estuve solo, aunque rodeado de mucha gente, siempre solo. La soledad al parecer hizo un prematuro pacto conmigo y aún no sufre del síndrome de senectud... No, nunca me casé. Estuve a punto de hacerlo, sí, con las más auténticas ganas pero el destino me jugó una mala pasada. Pero para qué aturdirla con mi trágica historia. Así, Así, mantenga el mentón en esa posición. El ángulo es perfecto. Le repito, es usted muy hermosa. Con los trazos de su imagen mi simple lienzo se ilumina... ¿Por qué insiste? ¿Por qué ese morboso interés por conocer mi historia? ¿Acaso es usted como todos los demás? La gente no siente un verdadero sentido humanitario cuando está frente a alguien que sufre, los mueve el sentimiento sórdido de conocer qué le pasa para luego especular, criticar, y alardear de no correr con la misma suerte. La gente ha cambiado. Se ha empobrecido en sus afectos y ha crecido en sus miserias... Bueno, está bien. No quise con lo que dije aludirla directamente a usted... De acuerdo, le contaré. Debo comenzar diciéndole que hubo un período en mi vida donde fui feliz, pero sólo fue eso, un paréntesis que abrió y cerró. Yo nací en este país pero a la edad de ocho años mi familia tuvo que trasladarse a Paris. Mi padre era gerente en una importante compañía trasnacional y fue transferido. Ya mi gusto por la pintura había comenzado. Así que a mi madre no le quedó otra alternativa que inscribirme, de manera paralela a mis estudios de primaria, en una escuela de artes plásticas. Nunca entendí por qué mis padres no se enorgullecieron de mi talento precoz. Cuando era un adolescente entendí por qué no llegué a ser uno de sus hijos predilectos. Yo me esforzaba en hacer las cosas que ellos querían pero nunca conseguí que me respetaran y me amaran lo suficiente. Creo que me faltó carisma. Así que poco a poco fui creciendo en medio de una indiferencia disfrazada. Recuerdo que mi hermana Clara era la única que me quería y protegía, David, el mayor era totalmente neutro a mi cariño y a mis logros y Nelson siempre abstraído en sus estudios no tenía tiempo para otras cosas. Materialmente nunca me faltó nada y debo reconocer que en ese aspecto no hubo distinciones; todos fuimos merecedores de las mejores cosas. Pero yo sentía que algo me faltaba, usted sabe, antojos de la piel y del corazón. Mamá nunca fue excesivamente cariñosa conmigo, es decir, no fue cariñosa. Me atendía, pero siempre estaba distante; era como si yo le recordaba un mal momento que quería olvidar. Papá, a veces, tenía ráfagas de ternura conmigo; me llamaba, me sentaba en sus rodillas y hablaba de mis pinturas, de lo mucho que deseaba que fuese un buen pintor. Pero eso duraba solo un momento luego me apartaba y volvía a su diario transcurrir: distante y seco. Su actitud me dolía pero más grande fue el dolor cuando entendí lo que pasaba. Un día, a la edad de quince años, movido por una curiosidad extrema hurgué en un cofre que mi madre guardaba en el armario. De niño muchas veces la observaba a hurtadillas cuando lo abría y extraía fotos y papeles los cuales olía, acariciaba y sobre los que terminaba derramando lágrimas. Sabía dónde guardaba la llave de la pequeña cerradura; así que ese día, en ausencia de mi madre abrí el cofre. Allí entre cartas amarillentas, fotografías descoloridas y algunos otros objetos estaba la vida de mi madre. Leí cada línea, observé cada foto y cada objeto: un anillo con los nombres de Ana y Augusto, un pañuelo con las iniciales A.I, una rosa seca y un camafeo que atesoraba la imagen del ser amado. A partir de ese momento comprendí a mi madre, lo terrible que debió haber sido para ella renunciar al amor. Las cartas hablaban de alguien a quien ella amó profundamente pero con quien no pudo casarse. Ella y mi padre se habían casado por el obligado cumplimiento de un compromiso entre familias. Un vil arreglo de apellidos y fortunas que no consideró para nada al corazón. Al cabo de muchos años de matrimonio resignado aquel hombre del camafeo, el capitán de navío Augusto Izaguirre, apareció en la vida de mi madre para remover con demenciales torrentes la nostálgica y negada pasión. El amor renació entonces y de la inusitada traición nací yo. Quizá mi padre también conocía aquella verdad, las fotos de aquel hombre revelaban rasgos parecidos a los míos, quizá él también supo de la existencia de aquellas cartas y por eso me quería de soslayo. De lo que estoy seguro es que el capitán nunca se enteró de mi existencia. En una carta que mi madre nunca llegó a entregarle le hablaba de esa verdad y le decía que el había zarpado cuando ella estaba pensando en abandonarlo todo. Ese día encontré respuesta a mis preguntas y comencé a entender el dolor, más que el mío el de mi madre. Entendí que yo estaba en medio de un antagonismo de fuerzas interiores. Yo era producto del amor pero ese amor único y avasallante que sintió mi madre por el capitán era a la vez su vergüenza, su más grande desatino. Por eso no se entregaba al amor de madre. Se lo impedía la consiente trasgresión de sus principios morales y la frustración de no tener lo que en realidad quiso siempre. No la culpé ni le reproché nada pero recuerdo que a partir de ese día rondaba entre nosotros una especie de silente complicidad. Ese día lloré mucho, lloré por mi madre, por lo hermoso que hubiera sido poder pintar el mar desde la proa de un barco, por la indiferencia; en realidad lloré por lo que nunca fui. Dejé de pintar por varios días pero tras la insistencia de Clara logré recuperarme. Me volví callado, solitario y nunca más pensé en exigir a mis padres el cariño que nunca supieron darme. Desde aquel día la vida transcurrió sin muchas emociones. Terminé mis estudios de bachillerato conjuntamente con mi curso de pintura y logré ingresar a la Universidad en la Escuela de Artes mención Pintura. Sin embargo otro acontecimiento cambiaría mi vida. Mis padres murieron en un aparatoso accidente en uno de los túneles de la ciudad y a raíz de eso nuestra economía, que creíamos muy sólida, se vistió también de negro. Aparecieron acreedores, litigios confusos y firmas de documentos con los cuales dejábamos incólume el nombre de nuestros padres pero quedábamos con lo justo para sobrevivir. Todos mis hermanos tenían su independencia económica, sólo yo no ostentaba aún un título universitario. Si le dije que mi vida cambió fue porque a partir de allí decidí despojarme de cualquier recuerdo que me acercara a mi origen y a lo que había sido mi vida. Tal vez muy en el fondo siempre fui un niño feliz al que no le dejaron ser. Después de la muerte de mis padres sentí una especie de liberación interior. Sabía que ya nadie podía herir mi sensibilidad, que ya no tenía que mendigar amor. A pesar de la negativa de Clara me marché de la casa familiar. Alquilé un pequeño local en el segundo piso de un Café Parisiense; allí con mis lienzos y mis ganas de vivir coloqué un pequeño taller que era a la vez refugio para las tertulias con mis compañeros de Universidad. Sin nada en los bolsillos éramos felices. De los lienzos que vendíamos podíamos costearnos los gastos básicos y mantener activo el taller. Fue una época bohemia. La mejor época de mi vida porque conocí el amor. De visita en una exposición de arte popular francés la conocí. Amaba la pintura como yo pero poco a poco yo fui amándola más a ella. Me cautivaba su inquebrantable determinación de querer ganarle todas las batallas a la vida. Su alegre espíritu supo darle a mi existencia el perfecto equilibrio. Posaba día a día para mí sin fatigarse y yo pintaba con devoción sus exactos y bellos rasgos. Nuestro afán de ser felices nos impedía desfallecer ante las dificultades. Yo cursaba el segundo año universitario con muchas limitaciones; ella era auxiliar en la coordinación de una Galería que recién se instalaba. Aún así, decidimos unirnos, queríamos hacer un camino juntos. Sin embargo, una batalla de la vida a la que nunca ella pudo ganarle nos sorprendió en la mitad de la primavera. Una tarde después de recoger unas pinturas para una exposición, la muerte se deslizó por el pavimento hasta estrellarla contra la acera donde su cuerpo quedó exánime instantáneamente. No tuve valor para ir a la Cruz Roja a reconocer su cuerpo ni para verla amortajada dentro de un ataúd. Prefería recordarla como era: alegre, explosiva, voluntariosa. Después de cerrarse ese paréntesis de mi vida quedé sumido en la más lamentable soledad. Ya nada tenía sentido. Abandoné el taller y regresé a la casa con Clara quien se empeñaba en unir los pedazos rotos de la familia que un día fuimos. Yo no deseaba reconciliaciones ni demostraciones de afecto. Deseaba soledad. Entonces decidí regresar, sin pertenencias, sólo atesorando nostalgias y anhelos frustrados. Vendí mis últimas pinturas para poder regresar y este lugar donde hoy habito es la dádiva transitoria de un pariente cercano con el que siempre nos mantuvimos en contacto. El resto usted puede imaginárselo. Ya casi está su retrato, solo faltan unos pequeños toques... ¿Qué le parece?
En el lienzo se reflejaba el rostro de una hermosa mujer que el pintor había dibujado de memoria. Estaba totalmente solo y ebrio en aquel cuartucho con lienzos, pinturas y botellas vacías regadas por doquier. El día recién comenzaba pero para él, el sombrío recuerdo del pasado lo había separado del último vestigio de cordura que aún poseía. El cuerpo del hombre se desplomó y junto a él reposaban muchos lienzos con el mismo rostro; el rostro de quien en un ayer representara para él la vida. Su mente le había jugado una mala pasada. Su última jugada. A lo lejos sonaba una triste melodía de Charles Aznavour: "Bohemia de Paris, alegre, loca y gris de un tiempo ya pasado...
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