Epílogo #2: Pazzenger
Ese último planeta fue muy estruendoso. Los vientos me hicieron recordar una vez que fui a una feria y me trepé en la rueda de la fortuna y, por infortunio, se desprendió y atravesó toda la ciudad rodando, tumbando siete edificios. Ah, ¡qué lindo! Pero la belleza puede lastimar.
—¿Verdad, Galantis? —pregunto.
—¿Verdad, qué cosa? —responde su voz femenina.
Parece un ángel, pero en realidad es un demonio. Una inteligencia artificial que se mueve por circuitos, con la habilidad de susurrar desde cualquier bocina, no se le puede comparar con otra cosa que no sea una entidad divina. Y su carácter, ay, su carácter...
—Que la belleza puede lastimar —recalco, reclinándome en la silla del piloto.
—¡Ah! —responde Galantis—. No te hagas el poeta ahora. Lo que dices es una obviedad.
—Uff, ¡señorita críticas!
Extiendo mi brazalete ante mí. Tecleo la contraseña "password123" y en la pequeña pantalla del smartwatch aparece una lista de títulos.
—A ver, cambiando de tema... voy a poner «Pasado alterno» en la primera posición de la lista, creo que tiene mucho potencial —digo, deslizando mi dedo sobre la pantalla táctil—. Y creo que después pondré a «Guardianes de los sueños».
—Pazzenger —me interrumpe la voz de Galantis—, no sabes ni escoger una esponja de fregar en las tiendas y ahora crees tener la potestad de hacer un top de historias, ¿en base a qué criterios?
—Por favor, mi reina... —Empiezo a suspirar—, no estoy haciendo ningún top.
—Claro, acostumbras hacer listas de cualquier cosa como si eso fuera importante. Incluso haces listas de cuántos mocos te sacas al día. Déjame decirte que eres demasiado raro.
—Tú deberías tener una opinión distinta sobre las listas, ¡trabajas con ellas a cada rato!
—¡Que haga listas para ti no significa que me guste hacerlas!
Dejo de ver mi brazalete y observo el radar del panel de controles de mi nave.
—Estás expresando muchos sentimientos —comento, de pasada, mientras contemplo esos dos puntitos rojos que parpadean en el radar—, te voy a cambiar por Chat GPT.
—¡Ja! —contesta Galantis.
Sé perfectamente quiénes son esos dos puntos rojos presentes en mi radar. Suelto un bufido de irritación. Es hora de parar la nave y comunicarme con los intrusos.
—Galantis, averigua qué quieren esos dos —digo, levantándome de la silla para dirigirme a la parte trasera de mi nave.
Sé que Galantis me sigue por el resplandor de los cables que atraviesan el pasillo.
—Ujum, tus mejores amigos, los Guerreros del Caos. A ver, alguien está llamando.
—Contesta —ordeno, mientras me asomo a la ventana trasera. Allá a lo lejos se pueden ver dos figuras lejanas. Son las naves enemigas y tengo que admitir que lucen muy bonitas. Tienen apariencia de insectos alados.
—¡Hola, señor Pazzenger! Me presento. Soy Kael, uno de los Guerreros del Caos. Sus mayores enemigos. Estamos aquí porque, educadamente, planeamos asesinarlo y robarle las historias que posee. Ya sabe, gajes del oficio. Así que ríndase y déjenos hacer nuestra tarea como hombres honrados.
Sí, claro. Observo a Galantis con genialidad, sé que ella piensa lo mismo que yo.
—Estúpido, ¿sabes que estás mirando una pared? —espeta ella.
—Ah, carajo, uno queriendo lucir épico para la audiencia y tú no cooperas —regreso a la cabina de mando. Ya se me agotó la poca paciencia que tenía.
Me siento en la silla y tomo el control de la nave.
—Galantis, ¿los Pendejos del Caos siguen ahí?
—Se quedaron esperando que dijeras algo, pero ya es costumbre tuya generar silencios incómodos en las llamadas.
—Sí, sí... ¡Oigan! ¡Pendejos del Caos! Aquí está mi respuesta a su solicitud.
Activo los motores de mi nave y salgo disparado de esa zona muerta del espacio en la que me había detenido a descansar. Una carcajada surge desde mi apéndice imaginándome las caras de los Guerreros del Caos al ver que el objetivo se les escapa. Lógicamente me seguirán, pero eso es lo divertido.
—¡Yupi! ¡Así se genera una persecución! —exclamo, con epicidad.
—Tus intentos por imitar a los personajes de películas de acción son muy pobres. Además, mira el radar, ahora tienes más compañía —dice la aguafiestas de Galantis.
Contemplo el radar y me doy cuenta de que ya no hay dos puntos rojos, sino centenares. Son un montón, tanto que parece que la viruela infectó mi radar. Doy golpes de furia sobre el panel de controles y sigo acelerando.
—Señor Pazzenger, no haga las cosas difíciles. Entréguenos las historias y quizás lo dejemos vivir —dice la voz del Guerrero Caótico, por el parlante de mi comunicador.
No me molesto en hacer caso. Sigo acelerando, más y más, aferrándome al timón con tal fuerza que por poco y lo despedazo.
Ahora bien, quiero decirles que esta escena es demasiado absurda: el espacio es tan grande y está tan vacío que aunque viajes a la velocidad de la luz, nada parecerá cambiar. Y lógicamente, yo no estoy viajando a la velocidad de la luz, así que desde la escotilla de mi nave sigo mirando las mismas estrellas, la misma oscuridad, y nada me da indicios de que realmente estoy viajando a gran velocidad, excepto el velocímetro.
La viruela por fin infecta a mi radar por completo.
—¡Enemigos a la vista! —exclama Galantis—, nos tienen rodeados.
Las poderosas naves de los Caóticos me superan en velocidad. Me engullen como un mordisco mortal. De repente me encuentro rodeado de miles de naves que se extienden hasta miles de kilómetros a la redonda, como un enjambre, como una jauría de lobos interestelares, como una nube de misiles, balas y granadas congeladas en el aire, al momento de ser lanzadas hacia mí para hacerme estallar en pedacitos.
No tengo nada que hacer. Acepto mi destino. Me acerco al comunicador y susurro, resignado:
—Bueno, me alcanzaron. Díganle al jefe que venga y hablaremos cara a cara.
No se oye nada del otro lado. Galantis, de pronto, murmura algo ininteligible.
—¿Qué? —la interrogo.
—Que fuiste un gran jefe —y desaparece con un corto circuito.
Mi nave sufre un apagón. Me he quedado solo. Observo por la ventana como una de las naves caóticas vuela hacia aquí. La pierdo de vista detrás de la estructura de mi nave, una vez se acerca lo suficiente.
La luz regresa y activo un botón para abrir la entrada trasera.
Un humo sale al exterior. En realidad es el gas del filtrador. Sé que uno de los caóticos ha ingresado a mi nave. El líder. No queda de otra.
Escucho sus pasos por el pasillo. Lo veo cruzar el umbral hacia la cabina. Sí. Es él. El alto Guerrero Caótico Supremo. Cuerpo de soldado, músculos bien formados y la cara más extravagante que jamás viera un ser: no tiene ojos, ni boca, ni nariz, es simplemente una masa blanca arrugada y fea que palpita cuando habla, si es que se le puede llamar habla a aquel ruido irritante que produce con su voz. Ese ruido de ventilador descompuesto.
—Sssseñor Pazzzzenger... —comienza a decir el Líder—, ya sssabe quiéness somosss.
Y lo sé. Son los Guerreros del Caos, al fin y al cabo. Toda la vida han seguido mi rastro. Me han vigilado desde la distancia. Han esperado un descuido de mi parte para atraparme. Su propósito es destruir historias. No son humanos, no son robots, no son animales. No existe una buena forma de describirlos. Son una «cosa». Se alimentan de los errores. Los escritores han erigido estos sistemas estelares, han forjado los planetas que los componen con la energía de la Inspiración y la Práctica, los dos elementos principales fusionados en sus soles. Pero los Guerreros del Caos siempre están ahí, en la oscuridad, atacando a los planetas con sus meteoritos de desmotivación, falta de entrega y procrastinación. Los empujan, porque también son capaces de controlar la gravedad, y alejan a los planetas de la zona de ricitos de oro, esa zona en la que el agua de las ideas se encuentra en estado líquido, propiciando la vida. Convierten planetas vivos en trozos de hielo estériles en los que no crece nada, ni nadie. Transforman posibles best-sellers en Historias Errantes.
Y ahora, cara a masa-arrugada-blanca con el líder, me tienen. Me han capturado por fin.
Pero aún guardo un as bajo la manga. Yo sé que estos tipos son diplomáticos.
—Usted dijo que me dejaría libre si les entregaba las historias —digo.
—¿Nosssotrosss dijimosss essso? —contesta esa cosa horrorosa.
—Sí, eso fue lo que dijo —repito, convencido.
Tengo una ventaja. Todos la tenemos.
Los Guerreros del Caos son estúpidos. Se autodestruyen de una manera muy sencilla.
—Así que —continúo —como sé que son hombres de palabra, les entregaré las historias, pero con una condición. Solo las abrirán cuando yo me encuentre lejos, muy lejos, de aquí.
El papel arrugado que tiene en lugar de cara se inclina, como pensando en la idea. Luego extiende una mano.
—Trato —dice.
Le ofrezco las historias, sacándome el brazalete y entregándoselo.
Él se marcha. Yo me marcho.
Las naves se retiran, como un enjambre de mosquitos, y sus siluetas se dibujan a lo lejos reflejando el brillo de las estrellas.
Ahora, tiempo después y a años luz a distancia de esos seres, suspiro aliviado.
—Les diste las historias —dice Galantis, por una bocina.
—Claro que no —respondo—, le di algo que los hará muy felices.
—¿Lograste resguardar las historias?
—Obvio. Están en la base de datos.
—¿Y qué les diste entonces?
Sonrío y entorno los ojos.
—Les entregué mis primeros borradores.
Los cables parpadean. Sé que eso equivale a un abrir y cerrar de los inexistentes ojos de Galantis.
—¿Y por qué crees que eso los hará felices? —cuestiona.
Me reclino en la silla, coloco mis manos detrás de mi cabeza y me relajo.
—Porque mis borradores son una completa basura —digo, resuelto—, están repletos de faltas ortográficas, incoherencias, personajes vacíos, planos, clichés... Y eso les dará de comer por un buen rato y a mí me dejarán en paz. ¿Y sabes algo? Por primera vez me siento orgulloso de haber escrito toda esa basura.
Las estrellas me observan a millones de kilómetros, siempre expectantes. Una nueva galaxia me espera allá adelante. Su figura espectral me infunde un extraño terror.
Galantis vuelve a parpadear.
—No. Sigues sin sonar como un personaje de película de acción —afirma.
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