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Capítulo 7



De recuerdos, amargura y culpa




Hacia trece años que vivía solo, en un apartamento de tres habitaciones en el llamado Greenwich Village, un barrio con mucha historia en la ciudad de Nueva York. El lugar era suficiente cómodo y espacioso para mi que vivía casi con austeridad, en todos los aspectos.

En una ciudad como Nueva York, tan versátil y concurrida, donde en cualquier esquina encontrabas populares actividades, mis destrezas de socialización estaban completamente oxidadas, mi rutina diaria era simple, de mi casa al trabajo, y viceversa. Durante el mes solo me salía de lo estipulado para ir dos veces a hacer el mercado y una a la farmacia por mis medicamentos para la gastritis y el insomnio.

No mentire alegando que no disfrutaba en esas ocasiones de mis caminatas por las calles arboladas repletas de edificios de piedra rojiza, cafés, bares y famosos restaurantes. Greenwich village era conocido como un bastión no solo de lo artístico, sino del movimiento de liberación homosexual, pues en uno de sus bares gay, el Stonewall Inn comenzaron los famosos disturbios de mil novecientos sesenta y nueve marcando el comienzo del movimiento de liberación Lgbt en los Estados Unidos.

Después de ver algunos apartamentos, en diferentes areas de la ciudad, escogí el de Greenwich Village no solo porque el colorido barrio era considerado de tendencia homosexual, sino por lo bien que congenie con los dueños del apartamento, Pawel y Bastian, una pareja de ancianos que llevaba junta muchísimos años y que planeaba mudarse al campo a pasar sus últimos años.

Y aunque el apartamento necesitaba algunos arreglos, me siento complacido de cada dólar que gaste en el además de la, algo elevada, renta al banco. En el bohemio barrio era libre de expresarme libremente, sin temor a miradas malintencionadas o despectivas, por mi orientacion sexual.

Y era que a los cuarenta y dos años, y luego de vivir dentro del armario por décadas, ya no me apetecía esconder mi verdaderos sentimientos, gustos y emociones.

Claro que los tiempos habian cambiado, y para el año dos mil quince, gracias a los esfuerzos de muchas personas, para la mayoría de las personas, ser gay ya no era considerado una enfermedad mental, o motivo para ser despreciado y abusado. Aunque aún existían sus excepciones.

Cuando llegué a Nueva York, en el año dos mil dos, me quede prendado de la maravillosa ciudad de rascacielos lujosos e impresionantes, de su actividad, que parecía no detenerse en ningún momento del día o la noche, y de sus múltiples culturas que se veían reflejadas no solo en las personas con las que me cruzaba en las calles, sino en la comida, la música y el arte.

Acostumbrado como estaba a la rutina de un extraño matrimonio, viviendo en una pequeña ciudad de Massachusetts donde una de las actividades más excitantes, a parte de la feria que nos visitaba todos los años en verano, era el festival de la manzana en septiembre, mi llegada a Nueva York fue un cambio enorme en mi aburrida vida. Eso sin contar que ya no estaban cerca los chicos, ya no tenía que llevar a Aidan a los juegos de baloncesto, o a Isabelle a sus clases de danza moderna.

Hubo una época, recién había llegado a la cosmopolita ciudad, que perdí un poco el control y durante meses no hubo fin de semana que me quedara en la casa viendo una película. Solo o en compañía de varios amigos, entre ellos un vecino bastante divertido, visitaba bares de ambiente en o fuera del barrio, y no fueron pocas las mañanas en que desperté en compañía de algún hombre, casi siempre más joven que yo, de quien no sabia ni el nombre.

Demás esta decir que fue una época de excesos, tanto en el sexo como el alcohol y una que otra sustancia controlada. Tampoco fueron pocas las noches en las que me sentía asqueado conmigo mismo, e inevitablemente me preguntaba que pensaría Luca de mi, si pudiera verme.

Quizás hubiese continuado con mi desenfrenada conducta sino hubiera sido por la visita, inesperada, en mi cumpleaños número cuarenta y cuatro, de mis hijos.

Recuerdo despertar  aquella fría mañana de marzo en compañía de un chico jovencísimo a mi lado, un chico de cabellos oscuros y muy delgado que recordaba haber conocido en un bar la noche anterior. Ese chico, como muchos otros, guardaba mucha similitud físicamente con Luca.

También recuerdo irme al baño buscando echarme agua fría sobre el rostro, en afán de aclararme la visión y de paso mis pensamientos, mientras me encontraba allí había escuchado la llamada en la puerta principal, sin embargo, jamás me imaginé quienes eran los visitantes y mucho menos que el jovencito con quien pase la noche, llevando solo una de las sábanas alrededor de su cintura, fuera a abrir la dichosa puerta.

Reconocí la voz de mi hijo Aidan de inmediato, y varios pensamientos se cruzaron por mi mente, a la vez que un estremecimiento de pavor recorrió por todo mi cuerpo.

¿Aidan? ¿Qué hace aquí? ¿Y quién le abrió la dichosa puerta?

Como un idiota, jamás se me ocurrió que mi invitado se hubiera tomado la molestia.

Aturdido y apurado saqué una camiseta y un pantalón del canasto de ropa sucia que tenia en el pequeño closet del baño y no dude en vestirme con ellos.

—Mi nombre es Stephan...

Stephan le ofrecía su mano derecha junto con una amistosa sonrisa a Aidan y luego a Isabella, al verme aparecer el chico se giró y con gestos bastante efusivos comento;

—No tenia idea de que tuvieras hijos tan grandes, Oliver.

Si yo estaba sorprendido de tenerlos allí, más sorprendidos debían de estar ellos con la presencia de Stephan. Además noté enseguida la incomodidad de Aidan, en el caso de Isabella, mi hija al ser más joven parecía menos intrigada por el papel del joven chico en mi vida, que con la perpestiva de salir a conocer la maravillosa ciudad.

—Muero por ir a Central Park y al barrio Chino, papá.

—¡Que linda!

Isabella lucia encantada con el entusiasmo de Stephan, mientras que Aidan solo alcanzo a levantar una de sus pobladas cejas y echarle una mirada de reojo al muchacho.

No recuerdo bien que vino después, pero poco tiempo luego Stephan y yo nos despedíamos.

—Me encantaría volver a verte, Oliver.

A sus palabras solo sacudí la cabeza afirmativamente, aunque no tenia intenciones de que lo que él sugería fuera a darse, sin embargo, en ese momento lo único que queria era que se fuera.

Luego de algunas palabras más, el chico se fue, al parecer bastante complacido, pues en ningún momento le aclare que no nos volveríamos a ver como deseaba.

Ese día Aidan, Isabelle y yo salimos a pasear, aunque el intercambio entre mi hijo y yo se sintió algo forzado, no así con mi hija que se mostraba muy contenta e ilusionada con el viaje de una semana que habían planificado sin tomarme en cuenta. Aidan me comentó que todo formaba parte de una sorpresa por mi cumpleaños, y debo decir que me sorprendieron bastante.

Isabelle no se podia estar tranquila, su mirada iba de un lado para otro encandilada por todo lo que había que ver a nuestro paso, no solo por Greenwich Village sino cuando tomamos el tren hacia Times Square y luego decidimos terminar el día en el barrio Chino. De vuelta al apartamento pasamos por una pizzeria a comprar la cena de esa noche.

Mientras comíamos yo no pude dejar de pensar en la iminente conversación pendiente con Aidan, hasta esa fecha mi hijo jamás me vio o me conoció pareja, aunque si sabia de mi orientación sexual. Aidan siempre fue un chico despierto y curioso, y en una ocasión esa curiosidad lo llevo a oír una conversación entre su madre y yo, sobre Luca.

Aidan quiso saber más, y yo decidí contarle mi historia con Luca. Mi hijo, que por aquel entonces tendría dieciséis años se mostro comprensible y reacciono, para mi sorpresa, con bastante madurez.

—Nunca debiste querer fingir algo que no eras por complacer a los demás o por evitar el rechazo, a la larga, tus decisiones lastimaron a más de uno...

Aidan se refería a su madre, a Luca y también a mi.

—Sin embargo, por otro lado debo de agradecer a tus desatinadas decisiones el estar en este mundo. Eres un buen hombre, papá, nunca lo dudes, y Isabella y yo somos muy afortunados al tenerte como padre.

Aquella vez las circunstancias nos obligaron, o por lo menos a mi, a tocar nuevamente el tema de mi orientación sexual, pues todo el día estuve pensando en que le debía alguna explicación a Aidan sobre el joven que evidentemente había amanecido conmigo.

No adorne los hechos cuando Aidan me pregunto quién era, luego de que yo diera inicio a la incomoda conversación. Isabella, cansada de nuestra caminata, se encontraba durmiendo, Aidan y yo nos encontrábamos en la pequeña terraza del apartamento.

—Lo conocí anoche en un bar y...supongo que lo invite a venir conmigo. Si te soy sincero no recordaba ni su nombre.

No negare que estaba bastante turbado y sé que mi hijo lo noto, y que eso repercutió en su ánimo.

—No busco explicaciones, papá. No niego que la curiosidad no me dejaba tranquilo, pero decidí que no tocaría el tema si tu no lo hacias.

Allí pudo morir el asunto, sin embargo, y consciente de que mi hijo no me juzgaría, me confese, le hable de mis sentimientos, de la soledad que llenaba cada espacio de mi vida, y que yo buscaba aplacar metido en un bar de ambiente, bebiendo y llevándome a la cama al primero que me mirara bonito. Contrario a lo esperado, no sentí vergüenza, hablar con Aidan era como hablar con un buen amigo al que no veias en mucho tiempo.

Aidan era un joven de veintiún años de carácter tranquilo y amable. En ocasiones me veía a mi mismo en él, a pesar de que no nos parecíamos mucho físicamente, y daba gracias a Dios de que mi hijo, contrario a lo que fui yo, sabia exactamente que queria de la vida, y no dejaba que nada ni nadie lo desviara de su meta, de sus sueños. Recuerdo que ese año tenia pensado mudarse a California para continuar sus estudios en ingeniería.

Mostrándo su ecuanimidad y buen juicio, Aidan solo atino a aconsejarme, como si yo fuera el hijo y él, mi padre. Ante sus dichos, donde pude notar verdadera preocupación, si sentí vergüenza y me prometí que la próxima vez que Aidan y yo nos encontráramos ese estilo de vida alocado que llevaba seria cosa del pasado.

A resumidas cuentas me aleje de los bares de ambiente y las discotecas, poco a poco cambie mis noches de juerga por tardes de cine y teatro, la mayoría de veces solo. Más allá de eso asistía a las actividades diurnas en el parque cercano y a una que otra velada estudiantil que formaba parte de mis obligaciones laborales, ejemplo de ello era la noche de bienvenida a nuevos estudiantes, o las fiestas navideñas.

Diez años después ya ni siquiera visitaba el cine o el teatro, y de las actividades escolares en el colegio donde era profesor de inglés, solía escapar la mayoría de las veces, con cualquier excusa.

De vez en cuando salía a dar largas caminatas y de vuelta me sentaba en el parque cercano, me gustaba llevarme un libro y leer, o simplemente dejar que mis ojos se perdieran en la naturaleza, ya fuera colorida como en primavera y verano, pintada de anaranjado y amarillo en otoño o la ausencia de colores brillantes del invierno.

Desarrolle una rutina acostumbrándome a ella a tal punto que cualquier distracción llegaba a incomodarme. Con el paso de los años aprendí a vivir sin esperar nada más de la vida, tampoco de los demás, pues cada cual tenia su propia vida y responsabilidades.

Mis hijos, Aidan y Isabelle eran adultos, ambos estaban casados. Aidan ya era padre de una hermosa niña de dos años, e Isabelle apenas comenzaba su rol de madre con el nacimiento de sus gemelos. En mi futuro cercano visualizaba un viaje a Massachusetts para visitar a mi hija, y quizás estando allá haría arreglos para tomar un avión e ir a visitar a Aidan que vivía en California.

Más allá de eso, vivía día a día, en una rutina sin fin, con mis recuerdos, y lleno de amargura y culpa. Porque con el paso de los años sobre mi cabeza, el tiempo había dejado más que canas y arrugas.

Había dejado un gran pesar, el más profundo de los arrepentimientos y un anhelo inmenso que no me dejaba vivir, pero lo peor era que seguía siendo un cobarde incapaz de poner fin a su solitaria vida.





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