ecos de soledad
Me llamo Sergio. Cada día despierto con el mismo pensamiento: "Quizá hoy sea diferente". Pero el mundo no es amable conmigo, y la gente menos. Mi habitación es pequeña, fría, y apenas entra la luz del sol por la ventana rota. Me levanto despacio, escuchando el ruido del pueblo que ya comienza a cobrar vida. Mi estómago ruge, pero no hay comida en la mesa. Tampoco me sorprende; estoy acostumbrado.
Camino hacia la escuela con el rostro agachado, tratando de evitar las miradas que parecen perforarme. No hay rincón en el que pueda esconderme; los insultos y las risas me alcanzan sin importar dónde estoy.
—¡Mírenlo! —grita alguno de los chicos del pueblo—. El pobre Sergio, siempre tan patético.
Sus palabras son como dardos. Intento ignorarlos, aprieto los dientes y sigo adelante, pero las cuchillas invisibles de sus risas me hieren igual. Hay días en que incluso los adultos se unen al desprecio. "No sirves para nada", "Un inútil como tú nunca llegará lejos". Esas frases me siguen incluso en mis sueños. Pero lo peor no son las palabras, sino el silencio que queda después. Un silencio lleno de desprecio.
A veces, me pregunto qué he hecho para merecer esto. ¿Por qué yo? Me siento diferente, pero no de una manera que pueda explicar. Es como si mi mera existencia molestara a los demás. Como si yo fuera una mancha en el lienzo perfecto del pueblo.
Hay una persona, sin embargo, a la que siempre admiro: mi hermano, Spike. Él es todo lo que yo no puedo ser. Alto, fuerte, seguro de sí mismo. Donde yo soy ignorado o atacado, él es celebrado. Tiene amigos, una vida llena de luz, y una sonrisa que parece capaz de iluminar cualquier habitación. Lo observo desde lejos, deseando ser como él, deseando que me mire con la misma atención que da a los demás.
Spike es perfecto. Todo lo que hace lo hace bien. Tiene una habilidad natural para manejar espadas, algo que me fascina. Desde que éramos pequeños, él siempre practicaba con ramas en el patio, imaginando que eran katanas. Ahora tiene una verdadera, una hermosa hoja que brilla bajo la luz del sol. La envidia me quema por dentro, pero no es odio. Es admiración mezclada con una tristeza que no puedo explicar.
Pero Spike nunca lo nota. Para él, no existo. Cuando éramos niños, intentaba acercarme a él, jugar juntos, aprender de sus habilidades con la espada que tanto admiro. Pero siempre encuentra alguna excusa para alejarme.
—Estoy ocupado —me decía mientras limpiaba su espada imaginaria.
—No ahora, Sergio —respondía cuando le pedía que me enseñara.
—Ve a hacer algo útil.
Con el tiempo, dejé de intentarlo. Pero mi admiración por él nunca desapareció. Me escondía detrás de los árboles para verlo practicar, memorizando cada movimiento, soñando con el día en que yo también pudiera blandir una espada con tanta gracia.
Hoy vuelvo a casa cubierto de tierra, con los ánimos por el suelo después de otra jornada de burlas. Spike está en el patio, practicando con su katana. Cada movimiento es perfecto, lleno de gracia y precisión. Me quedo observándolo desde la sombra de un árbol, demasiado avergonzado para acercarme.
—¿Qué haces ahí escondido? —pregunta sin siquiera mirarme. Su tono es indiferente, como si hablarme fuera una molestia.
—Solo... viendo. Eres muy bueno —contesto, intentando sonar casual.
—Pues aprende algo —replica, antes de seguir con sus ejercicios.
Ese es uno de los momentos que más me marca. Por un instante, pienso que hay una posibilidad de conectar con él, pero su frialdad me lo deja claro: soy una sombra en su mundo brillante. Al igual que para el resto del pueblo, para él también soy invisible.
Mi vida continúa de esa manera, un ciclo interminable de rechazo y soledad. Pero hay una excepción, un rayo de luz que parece perforar mi oscuridad: Sara.
Sara es... especial. No sé cómo describirla sin que suene simplón o exagerado, pero es lo único bueno que tengo en mi vida. Tiene una sonrisa cálida, unas palabras dulces que, al menos por un rato, hacen que olvide todo lo demás. Cuando estoy con ella, el mundo no parece tan cruel. Hoy, al salir de la escuela, la veo esperándome bajo el viejo árbol cerca del camino. Lleva un vestido sencillo, pero en ella todo parece hermoso.
—¡Sergio! —me llama, con una alegría que parece demasiado buena para ser real.
Corro hacia ella, ignorando los dolores en mi cuerpo por la última pelea.
—Hola, Sara —digo, con una sonrisa tímida.
—¿Te encuentras bien? —pregunta, tocando suavemente mi rostro donde aún tengo una magulladura.
—Sí, no fue nada —miento. No quiero preocuparla.
—Ojalá pudiera protegerte de ellos —susurra, con una tristeza que parece sincera.
—Ya haces mucho por mí, Sara. De verdad —le contesto, y lo digo en serio. Su presencia es lo único que mantiene mi cordura.
Pasamos el resto de la tarde hablando. Ella me cuenta historias, sueños, cosas que parecen sacadas de un mundo mejor. Me hace reír, algo que rara vez hago. Cuando estoy con ella, siento que, tal vez, no estoy completamente roto.
Sara tiene una manera única de hacer que me olvide de todo lo malo. Sus ojos brillan con una calidez que parece imposible en este pueblo lleno de desprecio. Me cuenta sobre un lugar lejano, un mundo donde nadie juzga a nadie, donde todos son libres de ser quienes quieren ser. Me pierdo en su voz, imaginándome ese lugar y deseando con todas mis fuerzas que pudiera ser real.
Mientras hablo con ella, noto cómo el sol comienza a ocultarse tras las colinas. La luz anaranjada baña el campo, creando un contraste casi mágico con su cabello oscuro. Es un momento perfecto, uno que quiero guardar para siempre, pero sé que no durará.
—Debería irme —dice finalmente, levantándose con una sonrisa melancólica.
—Gracias por estar conmigo, Sara. Eres la mejor parte de mi vida —le confieso, sintiendo un nudo en la garganta.
Ella no dice nada, pero sus ojos me miran con una mezcla de ternura y algo que no logro descifrar. Me da un abrazo rápido antes de marcharse, dejándome solo con mis pensamientos.
Cuando finalmente estoy solo, miro al cielo. El ciclo de rechazo y soledad parece interminable, pero al menos hoy tuvo un respiro gracias a Sara. No sé cuánto durará, pero por ahora, es suficiente para seguir adelante.
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