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Prefacio.


Sobre un bello prado en el reino donde jamás deja de ser primavera, mientras los cerezos en flor dejan caer los pétalos que son sacudidos por la suave prisa, una joven de cabellos castaños y ojos verdes paseaba con pies descalzos dibujando despacio una sonrisa en su rostro. Su tez clara y sus labios rosados la hacían muy bella. Pero era su bondad y su corazón puro lo que la hacían ser quién era. Ella era Eva, la primera mujer que existió en el mundo, la última reencarnación que existiría y aún le quedaba mucho por aprender de ese mundo en el que vivió una vez, del que recién estaba empezando a recordar.

Sus padres la amaban con locura y le habían dado la dicha de crecer en un mundo en el que su maldición llegaría a su fin, pues en aquel momento, Eva no volvería a fallecer. Había nacido como la hija de uno de los guardianes de los cielos y eso la hacía distinta en muchos sentidos, pues la mayoría de los ángeles del cielo no podían procrear. Fitu sí, pues había elegido como compañera a una mortal.

Desde muy pequeña creció rodeada de magníficas criaturas, así que jamás se asustaba de ninguna de ellas, incluso de las más aterradoras. Todo ser creado por el altísimo tenía derecho a existir en el mundo.

Los pájaros cantaban y el agradable olor a flores se mecía en el aire mientras ella seguía adentrándose en aquel hermoso bosque donde ya vivió una vez.

Su padre solía contarle historias sobre esos días. Decía que la primera vez que estuvo allí fue tan amada como lo era en ese entonces, aunque nunca tuvo la dicha de tener padres que se preocupasen por ella. También le habló sobre Adán, el primer hombre que existió en el mundo, el que durante mucho tiempo fue su compañero antes de que fuese expulsada del paraíso. Hacía ya mucho tiempo de eso, e hizo falta más de mil vidas en el reino de los mortales antes de volver a su hogar para romper esa maldición con la que fue condenada.

Siempre estaría agradecida con sus padres por haberla traído a la vida, por darle la libertad que durante mucho tiempo ansió.

Su poder era la vida y podía resucitar a cualquier ser que muriese a su alrededor, aunque no solía hacerlo a menudo. Su padre siempre le contaba que debía existir un balance y era Dios quién lo regía. Pero, a pesar de eso, siempre salvaría la vida de las personas a las que amaba.

El resoplar de un caballo la sacó de sus pensamientos y miró hacia él que pastaba cerca de ella. No era otro más que Pegaso, el caballo con alas que la había llevado hasta allí. Sonrió antes de levantar las manos para acariciar a su mejor amigo, el que la acompañaba en todas sus aventuras.

–Eva. – Escuchó la voz de su madre en su cabeza, como era habitual entre ellas comunicarse. – No llegues tarde, sabes que tu padre se molestará si se entera que te he dejado ir al Paraíso sola.

–No temas, mamá. – Contestó la joven. – Estaba a punto de ponerme en marcha.

Se subió al caballo sin demasiado esfuerzo, pues a pesar de ser tan joven llevaba desde muy niña montando en su viejo amigo, y este siempre le facilitaba montarlo. Sonrió como agradecimiento y juntos emprendieron el camino a casa.

Galopar en un caballo que tiene súper velocidad hacía la vida mucho más fácil, más cuando este podía surcar los cielos, aunque no lo estuviese haciendo en ese momento. Juntos atravesaron el portal hacia el otro lado donde Calcicus le hacía una reverencia.

A pesar de ser la causante de las desgracias que ocurrieron hacía ya mucho tiempo, Eva no estaba resentida, pues en su corazón era imposible albergar tal sentimiento. No fue creada para sentir miedo o tristeza.

Levantó la vista y se preparó para emprender el regreso hacia su hogar, pero entonces sus ojos se toparon con una criatura alada con piel resquebrajada y oscurecida por el tiempo, con una larga melena rubia con nudos y hermosos ojos marrones. En su frente se enroscaban grandes cuernos haciéndole parecer una bestia. Pero Eva no le tenía miedo, ya habían coincidido en más de una ocasión y la salvó una vez cuando era una niña.

–Mi señora. – Reconoció él, haciéndole una reverencia mientras sus fuertes pies se posaban sobre la tierra y vislumbraba la hermosa belleza de la muchacha. Ella sonrió y asintió calmada.

–Te conozco. – Admitió dejando a aquella bestia algo desubicada, pues no creyó que algo así pudiese ser posible, más cuando las demás criaturas le habían asegurado que a ella le estaba costando mucho recordar la primera vez que existió en el mundo. – Eres mi protector. Cuando era niña me visitabas y me sostenías entre tus brazos. – Asintió, en señal de que era cierto.

–Así es. Os habéis convertido en una bella joven.

–¿Por qué dejasteis de venir? – Quiso saber ella, mostrando la misma distancia que él en su forma de hablar.

–Por vuestro padre. Es demasiado sobreprotector y no dejará que nada dañe a su pequeña.

–Es cierto. – Aceptó ella, asintiendo sin más. – A él no le gusta que vaya a inspeccionar los reinos sola. Así que debería volver antes de que vuelva a casa.

–Por supuesto. – Aquella bestia se preparó para seguir con su camino, pero entonces ella dijo algo más.

–Me ha gustado volver a veros. – Dijo antes de emprender el vuelo subida en su caballo con alas que subía hacia los cielos y luego bajaba en picado detrás de la quinta nube, mientras aquella bestia que muchos ya conocían su verdadero nombre la mirase sin más.

Quizás algún día Adán tendría el coraje de confesar quién era, quizás algún día pediría perdón y suplicaría otra oportunidad, pues fueron sus celos los que lo llevaron a cometer aquella traición a Dios y a la mujer que amaba. Fue su testarudez y su avaricia lo que lo separaron de aquella a la que todos conocían por el nombre de Eva.

Pero en aquellos días tan sólo se conformaba con mirarla de lejos y saberla a salvo, feliz, recordando a su ritmo, pero libre, al fin y al cabo. Su castigo divino había llegado a su fin y el creador lo había permitido sin pedir explicaciones al respecto.


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