MARINA
La sirena nadaba desesperada. Trataba de llegar a la isla antes de que la criatura pusiera sus garras sobre ella. Sentía pánico de no tener la posibilidad de llegar a la reina y comunicarle lo que había descubierto.
Pasaba por las rocas como un acróbata profesional, se metía a través de agujeros como un alfiler, iba con tanta rapidez que parecía que se iba a disolver.
No podía ver quién la perseguía, pero sí percibía su poder y sus ansias por la carne de ella. Oí un chillido que estremeció a la sirena. Giró la cabeza y vio a la criatura que la había atacado en la playa. Una leviat. Los ojos inyectados en sangre la acribillaban, la boca se abría y cerraba, mostrando dientes filosos.
Pero la sirena estaba alegre porque llegaba a los límites de La Atlántida. Una vez que pasara, el ser no iba a poder ingresar. Estaba a metros, podía sentir la poderosa magia del esplendoroso reino. La sirena extendió los brazos, tratando de tocar los límites, donde su magia la protegería.
Sintió un dolor agudo en las escamas. La sirena miró hacia atrás y vio que la garra de la criatura le había agarrado la cola. Trató de liberarse cuando la invadió otro dolor. La criatura la atrajo. La sirena chilló de dolor cuando su cuerpo empezó a ser desgarrado.
—¡NO! —grité.
Salté de la cama y corrí hacia la puerta, bajé las escaleras y salí a la calle.
—¡Marina! ¿Qué sucede?
Era Martín, pero yo no podía parar. Tenía que ayudar a mi hermana. Corrí a una velocidad que solo se podía equiparar a cuando nadaba en el mar. En cuestión de minutos llegué al muelle y salté. Al tocar el agua, aparecieron las escamas y aletas. En ese momento, oí unos chillidos a lo lejos y me di cuenta de lo que había hecho. Nadé hacia la orilla velozmente, sentí las garras cerca de mí. Salté a la superficie de un impulso y caí en la orilla.
El golpe fue fuerte pero estaba a salvo. Oí chirriar las ruedas de un auto. Cerré los ojos e hice que mis piernas aparezcan. Las escamas se esfumaron al instante.
—¡Marina! —gritó Martín.
—¡Aquí estoy!
Al llegar a mi lado, me vio empapada y se sacó la campera que tenía puesta y me rodeó con ella.
—¿Qué te pasó? ¡Saliste como loca!
—Una pesadilla...
—Pero... ¿qué pesadilla fue que te impulsó a salir de casa y correr por todo el pueblo? ¿Qué sucedió?
—Fue... demasiado real.
¿Qué podía decirle? Había tenido una visión después de tanto tiempo. Una leviat había atrapado a una amiga. Pero esa era diferente. Mucho más grande y, al parecer, con más poder. ¿Qué estaba pasando en el océano? ¿Qué quería advertirle a mi madre?
Miré a Martín a los ojos. Por primera vez, tenía la necesidad de que la puerta a mi alma se abriera y poder contarle toda la verdad. Pero no sucedió.
—¿Puedo preguntarte algo?
—Lo que quieras —respondió.
—¿Te acuerdas de lo que te preguntó Nixie?
—Mmm, no.
—Sobre si alguna vez habías visto algo raro... en el mar.
Martín me soltó y giró su cabeza hacia el mar.
—Sí. En ese momento no quise decir nada, ya que es algo privado. Tampoco sé si vi algo, pero me sucedió algo raro un día.
Me acerqué y le acaricié el brazo.
—¿Me quieres contar?
—Espero que no me creas loco.
Me reí.
—Tranquilo. Eso no va a pasar.
—Fue una tarde. Se avecinaba una tormenta y yo estaba a punto de terminar mi turno. No quedaba nadie en la playa, entonces comencé a cerrar. Me puse la camiseta y estaba a punto de trabar la puerta del puesto, cuando oí un grito. Miré hacia todos lados pero estaba solo. Oí de nuevo el grito, giré la cabeza hacia el mar y ahí fue cuando la vi. Una mujer agitaba los brazos a unos metros de la orilla. Se ahogaba. Nadé hacia ella tan pronto como pude. No sé de dónde saqué las fuerzas, porque el mar estaba muy violento, pero llegué. Le entregué un salvavidas y ella lo tomó desesperada. Escupió agua y, en ese momento, me pareció ver... me pareció ver unas escamas de color púrpura. No paré a mirar de nuevo, sino que nadé con la mujer hacia la orilla. Cuando corroboré que ella estuviera bien, volví a mirar hacia donde había visto las escamas, pero no vi nada inusual.
—¿Qué piensas que pudo haber sido?
—Honestamente, no sé. ¿Algún pez grande? No tengo idea. Tal vez fue mi imaginación. Nuestro mar no es transparente como otros y como era un día tormentoso...
—Sí, puede ser. ¿Se encontraba herida la mujer?
—No. Solo le faltaba un poco el aire.
Sabía lo que Martín había salvado. Pero ¿por qué una sirena iba a necesitar su ayuda si no estaba herida?
—¿Volvemos? —me preguntó.
Me extendió la mano. Volvimos al auto, pero la mente me daba vueltas tratando de encontrar una explicación a lo sucedido ese día tormentoso. Tenía que comunicarme con mi mundo, pero no sabía cómo. Algo raro estaba sucediendo.
Cuando llegamos a su casa, Angie estaba esperando afuera con un bolso colgado.
—¿Angie? —pregunté al bajar del auto.
—¿Se conocen?
Martín parecía sorprendido.
—No puedo creer que no le hayas contado nada sobre mí, hijo.
—Perdón —dijo Martín—. Ella es mi mamá, amor.
Me quedé muda ante tal anuncio. Realmente no me lo esperaba.
Caminamos hacia la entrada de la casa mientras Martín seguía hablando con Angie como si no había pasado nada.
—¿Qué haces a estas horas por aquí, mamá?
—Noche de póker.
—¿Todavía sigues apostando?
—Soy una mujer grande, nene. Yo tendría que regañarte por no contarme nada de esta dulzura.
—Es que no puedo creer que todavía sigas tirando el dinero...
—Es mi único vicio y me recuerda a tu padre. Además, ¿cómo piensas que él pudo comprarte esta casa dónde vives?
Angie se sentó en el sillón y me miró.
—¿Cómo es que tú no me contaste nada?
—Perdón, yo...—comencé a decir.
—Ella no tiene la culpa, ma —dijo Martín interrumpiéndome—. Yo era el que quería esperar hasta que esto fuera algo serio.
—¡Y eso que hay muchas ancianas chusmas en este pueblo y no me enteré! Estoy oxidada. ¿Qué hacían ustedes afuera? Es mitad de semana.
—Caminamos un rato por la playa —contesté. No soné muy segura. Todavía estaba un poco abatida por la sorpresa—. No me podía dormir.
—Qué buen compañero es mi hijo, ¿no?
Confirmé con la cabeza.
—En fin —siguió Angie—. Todavía les faltaba un rato y luego iban a jugar de nuevo, yo ya había perdido lo poco que había apostado y me sentía cansada. Perdón por aparecerme así, hijo.
—No hay problema, ma. Solo que no me gusta que pierdas el dinero que tanto te cuesta ganar.
—¡Si el negocio anda viento en popa! Además, se acerca la temporada.
Angie se levantó y abrió el bolso.
—Pensaba ir a buscarte mañana a la posada, pero ya que estás aquí...
Sacó un hermoso vestido negro y unas sandalias, que hacían juego.
—Es precioso —dije asombrada—. Me encanta.
—Es tuyo entonces.
—No, no podría.
—Vamos, pruébatelo. —Sacó unos zapatos del bolso—. Creo que también te iría bien con estos.
No sabía qué hacer, pero la sonrisa de Martín me impulsó a tomarlo. El vestido era ajustado y resaltaba mi esbelta figura. Me hacía parecer alta y delgada. Tenía un escote a la altura del pecho.
—Creo que falta algo —dijo Angie.
Me mostró un colgante con una media luna. Aparté mi pelo y dejé que me lo colocara. Volví al living, donde Martín lanzó un silbido largo. Se acercó y me puso las manos en la cintura.
—Mamá, sabes dónde dormir, ¿no es cierto?
Su pícara mirada demostraba lo que quería hacer con el vestido.
—No, nene. Vamos a festejar primero. Trae tres tazas, hijo.
Angie sacó del bolso tres bolsitas de té. Cuando Martín volvió, las puso delicadamente en cada una de las tazas. Luego sacó un frasquito con un líquido marrón y comenzó a verterlo en mi taza.
—¿Qué es eso? —pregunté.
—Es una receta de mi madre.
—Ah sí, la abuela —dijo Martín—. Cuidado, mamá. No quiero que Marina termine mal.
—¿Pero, qué es? —volví a preguntar.
—Es un brebaje de hierbas, preparado por mi familia desde hace... ¿Cuánto, hijo?
—Miles y miles de años, según tu historia.
—Exactamente —indicó Angie—. Te relaja y libera tu verdadero yo.
—Pero...
—Es hora de una ronda de preguntas, querida. Ahora que sé que eres la novia de mi hijo, necesito saber si estás con él por amor o dinero.
—¡Má! No le faltes el respeto.
—Estoy bromeando, hijo. —Se rio y luego me apretó la mejilla—. Pero sí, este brebaje te relaja mucho. Y me gustaría que lo pruebes y me des tu opinión.
—Por mi parte —dijo Martín— lo odio. Sabe horrible.
—Es riquísimo —siguió Angie—. Es como mi propio whisky.
Tomé un sorbo con precaución y me pareció muy rico. Tenía gusto a menta y, al tragarlo, sentí algo que iba hacia la nariz. Exhalé y me sentí muy liviana, liberada, como si no tuviese cuerpo y solo fuera energía.
El agua estaba tibia. Tomé todo el té en dos sorbos.
—Vaya, querida, se ve que te gustó —dijo ella.
—Es muy delicioso.
—¿En serio? —preguntó Martín mientras agarraba la taza de su madre y la olía. Luego tomó un sorbo, pero puso una expresión de asco y se fue del living.
—¿Por qué no le gusta? —pregunté.
—Porque no es mágico. Y esta es una bebida para seres mágicos.
—¿Cómo?
De repente, comencé a sentirme mareada y acalorada.
—¿Te encuentras bien, Marina?
—Sí, es solo que... ¿puedes abrir una ventana? Hace mucho calor.
Quise levantarme, pero la fuerza me abandonó a mitad de camino y caí al sillón.
—¿Qué... me... está pasando?
—Bebiste muy rápidamente. —El rostro de Angie se distorsionó—. Tendría que haberte advertido.
—¿Martín? —grité.
—No te preocupes. Todo va a estar bien —dijo Angie.
Comencé a temblar. Sentí mucho frío, toda la casa me estaba dando vueltas. Me acosté en el sillón.
—Eso... acuéstate... voy a fijarme qué hay en la cocina que pueda darte.
Me quedé sola. ¿Dónde estaba Martín? De pronto, el miedo comenzó a invadirme. Tenía la sensación de no estar sola en el living. Había alguien más. Podía escuchar su respiración sádica y su deseo lujurioso.
Oí pasos y algo se detuvo delante de mí. Luego se inclinó. No podía verle bien el rostro, pero olía el aliento y percibía el deseo por poseerme.
—Ahora mismo podría tomarte y llevarte. Nadie me lo impediría.
La voz gélida me heló. Quería escapar, gritar, hacer algo, pero estaba inmóvil. Quería invocar algo que me ayudara, pero me era imposible.
El hombre me acarició las mejillas con las manos. Lentamente, fue acercando su boca a la mía. Quise pelear, pero no lograba moverme. Quise gritar, pero tenía la boca cerrada.
Se detuvo antes de rozarme los labios.
—Muy pronto serás mía.
Y en ese instante, la casa se disolvió.
Oscuridad. Estaba rodeada por una oscuridad absoluta. El lugar donde me encontraba parecía infinito, no podía ver ninguna ventana ni pared.
—¿Hola?
Nada. Volví a gritar un par de veces más pero solo recibí el eco de mi propia voz. Caminé con los brazos delante y tratando de palpar algo con las manos. El suelo estaba muy frío y me hacía doler las plantas de los pies, pero seguí caminando, tratando de encontrar algo, una pared, una puerta, algo que me ayudara a conseguir una salida de este lugar.
De pronto, oí algo moverse detrás de mí. Me di vuelta aunque no logré ver nada, volví a escuchar unas pisadas hasta que, de repente, una ráfaga de viento se estrelló contra mi rostro, levantándome el cabello. La ráfaga pasó, me heló la piel y siguió de largo.
Había tanto silencio en el lugar que yo podía escuchar los latidos de mi corazón. Las manos me sudaban, sentí la garganta seca y mi vista comenzó a acomodarse a la oscuridad. Aun así, no lograba ver nada.
Corrí, pero después de un tiempo, me cansé y me detuve. Mire hacia todos lados pero siempre veía lo mismo.
—¡¿Dónde estoy?!
Me desesperé. Giré buscando una salida. No la encontré. Me resbalé, caí al suelo y me golpeé la cabeza. Me quedé tumbada, viendo cómo la oscuridad giraba alrededor de mí, se me revolvió el estómago y me dieron ganas de vomitar. Me empecé a sentir sola, desesperada, porque no sabía dónde me encontraba ni cómo salir.
Una luz se encendió en lo alto. Me levanté con esperanza de haber encontrado una salida. Sin embargo, había algo extraño en aquella luz. Brillaba pero a la vez estaba manchada, y no paraba de cambiar de forma, hasta que se detuvo en lo que pareció ser una media luna.
Y de pronto, un rayo cayó sobre mí.
Grité al abrir los ojos. Sentí unos brazos envolverme y me asusté. Volví a gritar, aparté los brazos y salté de la cama.
—¿Qué pasa, Marina?
Me calmé y vi a Martín sentado en la cama.
—Yo...
Se levantó y me abrazó. Estaba muy agitada y asustada.
—¿Dónde estabas? —pregunté— ¿Qué paso? ¿Angie?
—Estás temblando, mi amor.
Se apartó, fue al armario, sacó una manta y me envolvió. Luego me llevó a la cama y me hizo sentar.
—¿Qué me paso?
—Después de tomar el té, que no voy a dejar que tomes de nuevo, te empezaste a sentir muy mal. Te mareaste, empezaste a alucinar. Corrí a buscar un médico. Vino y te revisó, ¿no te acuerdas?
Me acordaba de haber caído en el sillón, mareada, las paredes volando a mi alrededor. Y del hombre, mi acosador. Luego... caí en aquel oscuro lugar.
Negué moviendo la cabeza. Martín sonrió y me frotó los brazos con las manos, y dejó que la manta hiciera el trabajo de calentarme el cuerpo.
—Estabas muy mal. Cuando llegó el médico hablabas de un hombre y tenías miedo de que te hiciera algo. Dijiste que venía a buscarte, gritaste varias veces mi nombre, hasta que caíste dormida de nuevo. Y hasta ahora no despertaste. Me dejaste muy preocupado.
—¿Qué tenía el té de tu madre?
—No sé. Creo que unas hierbas muy potentes. La verdad, ni idea. El médico se las llevo para analizarlas. Me parece que mi mamá se va a meter en serios problemas.
—¿Por qué?
—Me parece que te drogaron. ¡Espera! —Se apresuró a aclarar al ver mi expresión asustada—. No lo hizo intencionalmente. Digo que a ella seguramente le gusta... volar, por decirlo de alguna manera. —Se rascó la nuca, avergonzado—. Insistió en quedarse y disculparse pero le dije que se fuera a su casa y que la llamaría cuando te despertaras.
—Necesito un baño.
Martín me dio un beso y luego me abrazó.
—Perdón. Me tendría que haber quedado, es que... me asusté.
—Está bien, mi amor, te entiendo. Te asustaste y reaccionaste cómo pudiste. ¿El doctor me dejó algo para que tomara?
—No, solo recomendó reposo y mucha agua.
Sonreí y fui al baño. Cerré la puerta con llave y me quité la ropa. Abrí la canilla y dejé que el agua caliente llenara la bañera. Tomé un cepillo y comencé a peinarme mientras las piernas se unían, se llenaban de escamas y los pies se convertían en una aleta.
Cuando la bañera se llenó, cerré la canilla y me deslicé dentro. Esta vez, necesitaba el agua caliente. Había tenido una pesadilla, pero había sido tan real... Me desperté con mucho frío y, aun estando en el agua, me temblaba el cuerpo. ¿Dónde había estado? ¿Era real aquel lugar? Apoyé la punta de la cola en el borde de la bañera y estiré la aleta. Cerré los ojos y me relajé.
Bajé a la cocina, Martín había preparado el desayuno. Comimos en silencio. Luego se fue a trabajar. Después de estar una hora viendo televisión, tratando de sacarme esa sensación fría de la mente, decidí ir a visitar a Lucía, pero primero pasaría por Nequitia.
—Perdóname, querida. Lo siento mucho, en serio. No tendría que haberte hecho tomar ese té. Se ve que no estás preparada.
—Martín me dijo que estuve drogada.
—¿Drogada? Bueno, yo no llamaría drogas a esas hermosas hierbas.
—¿Y cómo las llamarías?
Angie vaciló. Abrió la boca pero terminó cambiando de tema. Alargó la mano hacia el collar que me había regalado.
—Es muy hermoso.
—Sí, fue un regalo muy lindo —dije, exasperada.
Se levantó y caminó hacia la cocina del local.
—Estaba calentando agua antes de que llegaras. ¿Quieres té?
—No, gracias.
—No te iba a dar lo mismo de anoche, nena. Este es un té normal. ¡Casi me olvidaba! —Sacó una cajita roja de atrás del mostrador y la abrió. Había un anillo con unas estrellas alrededor—. Quiero que lo tengas.
—No, esta vez voy a rechazarlo. Ya me regalaste muchas cosas, Angie. ¿Por qué? Estás perdiendo mucho dinero.
—A mi hijo le va a encantar que lo tengas. Considéralo un adelanto de mi regalo de bodas.
—¿Perdón?
—Se van a casar, ¿no? —Al ver mi sorpresa, agregó—. Ya sé que se conocen hace un mes, pero hace mucho que no veo los ojos de mi hijo brillar de esa manera. Está locamente enamorado de ti.
—¿Sí?
—Además, me encantaría tenerte como nuera.
Dudé, pero finalmente tomé el anillo y me lo puse en el dedo índice. Todavía seguía enojada, pero ya no tanto.
—Me encanta cómo te queda —dijo Angie sonriendo desde atrás.
Me di vuelta y me puse las manos en la cintura.
—Gracias, pero no más regalos.
—Solo uno más.
—¡Angie!
Se fue corriendo hasta los cambiadores y sacó una caja grande de cartón. La abrió y mostró un vestido celeste.
—Úsalo hoy. Junto a ese anillo y el colgante de anoche. Cocínale algo rico.
—Es un poco raro hablar de esto contigo.
—No hablemos más, entonces. Acéptalo y terminemos con este tema.
Angie puso el vestido en una bolsa. Acepté el té porque de nuevo estaba sintiendo frío y ella empezó a hablar sobre Martín en su infancia.
Salí de Nequitia y caminé hacia Deep Blue. Quería hablar con Lucia sobre la pesadilla que había tenido.
—Salió —me dijo Caro cuando me vio entrar—. De nuevo a esas andadas misteriosas.
—Qué lástima.
Me mordí el labio. ¿Y ahora qué podía hacer?
—¿Puedo contarte algo?
Caro se sentó detrás del escritorio y me indicó que me sentara delante de ella. Entrelazó las manos y su expresión seria me indicó que iba a prestarme absoluta atención. Me dio un poco de gracia, ya que me daba la impresión de que quería comportarse como Lucía.
Le conté sobre el sueño y sobre lo que sentí al estar en aquel lugar. Y le terminé hablando sobre mi acosador y cómo se había aparecido la primera noche en la posada y todas sus apariciones.
—Empiezo a sentirme insegura. Siento que está en todas partes, vigilándome. Me da la sensación de que sabe todos mis movimientos y quiere hacerme daño, pero está esperando algo. No sé qué, pero eso lo está deteniendo.
Le obvié las partes mágicas del relato, haciendo lucir todo dentro de lo normal.
—No sé qué hacer...
—¿Quién más sabe de este hombre? —preguntó.
—Nadie más
—¿Ni siquiera Martín?
—No creí prudente contárselo.
—¿Por qué?
—No sé. Pensé que todo había terminado, pero me equivoqué.
—¿Hablaste con la policía?
—¿Y qué les digo? "Hola, hay un hombre que me persigue pero no sé quién es, ni que quiere. Ah, y tampoco sé bien cómo es físicamente".
—Sí, tienes razón. Y la protección que viniste a buscar el otro día, ¿no te ayudó?
—Todas las mañanas me cubro con un escudo pero eso no evitó que apareciera la última vez.
—¿Te hizo algo?
—No.
—Tal vez el escudo lo detuvo. ¿Lo renuevas durante el día?
—Lucía nunca me dijo...
—¡Es imprescindible! Por lo menos tres veces por día tienes que generar el escudo. Lo mismo que haces cada mañana, lo haces durante el día.
—¿Y qué piensas que pueda significar el sueño?
—Obviamente fuiste a otro plano. Alguien te llevó ahí.
—Pero, ¿para qué?
—No sé, dímelo tú.
Le quería contar todo, pero no sabía cómo podía tomarlo. Aunque al lado de Lucía y rodeada de elementos místicos, me entendería.
—Caro...
—¿Sí?
Tenía las palabras atragantadas en la garganta, preparadas para salir.
—Soy...
Caro apoyó los codos en el escritorio y se inclinó hacia delante.
—... ¡una tonta! —reí nerviosa—. Me acordé de que tengo que ir a comprar algo de comida para Martín. — Me levanté—. Me gustaría que lo conozcas, te va a gustar.
—Cuando quieras...
Le sonreí y me fui.
Caminé hasta la playa porque quería oír el sonido del mar y sentirlo en el rostro. Era lo único que me relajaría en este momento y me ayudaría a pensar.
Cuando llegué me sorprendí al ver a Mateo a unos metros, cerca de la orilla. Él le tenía terror al mar, pero ahí estaba, de pie, observando las olas romper. Tenía puesto un traje de baño de color negro y unas ojotas blancas. Tenía el torso descubierto, el pelo le caía hasta los hombros, y mostraba la espalda ancha y los hombros marcados. La virilidad que mostraba su postura trajo un pensamiento... erótico a mi mente.
Inmediatamente, aparté aquello de mi cabeza.
—¿Qué haces aquí?
Mateo dio un respingo al escucharme. Se dio vuelta y sonrió nervioso. Los ojos delataban el gran esfuerzo que hacía para vencer el miedo, pero su cuerpo rígido e incómodo me decía que estaba perdiendo la batalla.
—Quiero... quiero entrar en el mar...
—¿Por qué?
Tragó saliva y miró hacia la orilla.
—No sé. Hoy me levanté con ganas de vencer este miedo de mierda que tengo. Me desperté con una confianza que antes no había sentido. Me sentí capaz, pero llegué aquí y todo ese sentimiento se desvaneció. Intenté correr con los ojos cerrados, pero una ola que estaba rompiendo me asustó y me detuvo.
—¿Hace cuánto tiempo estás aquí?
—Un tiempo...
—¿Cuánto, Mateo?
—Tres horas, más o menos.
Me acerqué y le tomé la mano.
—Déjame ayudarte.
Pero en ese momento algo cambió. Algo me recorrió el cuerpo, electrizándome, me revolvió el estómago y me hizo sentir vértigo. No sentí más la arena, sino que me volví ligera, como si pudiera flotar.
Mateo estaba sorprendido y me miró extrañado, pero termino sonriendo y me apretó suavemente la mano. Con un dedo la acarició.
Lo solté y di un paso hacia atrás.
—Perdón —dije—. No debería.
Puso las manos sobre los hombros y me atrajo hacia él. Coloqué mis manos sobre el pecho desnudo para detenerlo, pero me sentí débil. Esa mirada fuerte y decisiva me había atrapado.
—Marina —dijo largando un suspiro—. ¿Qué haces con él?
—Es mi alma gemela... —La voz me salió ronca.
—¿Segura? A mí me parece que no.
—Mateo... por favor...
Me acercó más hacia él. Pude oler el perfume a coco, sentir el calor de ese cuerpo y los latidos de su corazón, que se aceleraban a medida que me iba acercando.
—No. —Traté de apartarme, pero el deseo no me dejaba—. No quiero... Mateo, no...
—Detenme si realmente no lo sientes.
Él acercó su rostro al mío. De pronto, me sentí fuerte, lo aparté y le di una cachetada. Inmediatamente, me arrepentí.
—Perdón, no quería —dije poniéndome las manos en la boca.
Mientras se tocaba la mejilla con la mano, dio dos pasos hacia atrás, ofendido por lo que yo había hecho.
—Perdóname...
—No, no. Está bien. Yo mismo dije que me detuvieras.
—Pero no quise hacerlo de esa manera.
—Fui un maleducado. —Se agachó y tomó la camiseta que estaba en la arena y se la puso—. Nos vemos después.
Se fue trotando. Me senté y me quedé mirando el mar. ¿Qué había pasado?
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