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MARINA

El local donde trabajaba Lucía era lindo y simple. Tenía una gran vidriera con una puerta de algarrobo que la dividía en dos. En cada parte había un estante de madera poblado por duendes, hadas y velas de diferentes colores y tamaños apoyados sobre pasto y flores, que simulaban un pequeño mundo de fantasía. Sobre la vidriera izquierda estaba pintado el nombre del local en violeta: Deep Blue. En la vereda, un pequeño techo del ancho del local llegaba hasta la calle y lo sostenían dos troncos que estaban cortados de una manera especial para que el árbol no se dañara. Cerca del cordón, había un banco de color blanco.

Entré al local y aroma a lavanda me llegó a la nariz e invadió mis otros sentidos, como una leve brisa que me relajó y me acarició.

—Bienvenida. Me llamo Carolina, ¿puedo ayudarte en algo?

La vista se me volvió borrosa. No veía claramente a la persona bajita que me estaba hablando.

—¿Te sentís bien? —dijo la mujer.

—Sí...

Sentí que me tomó de la mano y me llevó hacia un costado. Me senté en una silla y comencé a respirar de manera pausada. Me trajo un vaso de agua y yo vacié el contenido en segundos. Poco a poco, fui recuperando la visión. La expresión preocupada de la mujer fue lo primero que vi con claridad.

—¿Cómo te sentís?

—Mejor —respondí—. Gracias.

Le entregué el vaso y ella lo puso en la mesa que estaba a un lado.

—Me asustaste. Pensé que ibas a desmayarte.

—Sí. Fue extraño. Estaba bien antes de entrar al local.

—Hace mucho tiempo que no sucedía algo así —me dijo.

—¿A qué se refiere?

—Por favor, tutéame―. La mujer cerró los ojos unos segundos para luego abrirlos y observar su alrededor―. Hace unos años, llegaron unos turistas al pueblo. No me agradaban para nada. En realidad, todas las personas del pueblo opinábamos lo mismo. Los turistas eran malas noticias. Fue una quincena de muchos robos en La Lucila. Nosotros sabíamos que eran ellos, pero no podíamos hacer nada. Y un día, uno de ellos entró al local. No sé qué pasó, yo estaba asustada, pero el hombre empezó a debilitarse y, si no fuera porque lo sostuve, hubiera caído al suelo.

—¿Y luego?

—Apareció uno de sus amigos, entró al local y también se empezó a sentir mal. Ambos lograron salir. Todavía recuerdo cómo me miraban.

—Tuviste suerte.

—En realidad, creo que el local tiene un cierto tipo de protección contra la mala energía.

Ouch...

—No me refiero a ti —se corrigió y me apoyó las manos sobre los brazos—. No lo creo, de otra forma, no te hubieras recuperado. Creo que es tanta la energía de este lugar que, al entrar y recibirla de golpe, te debe haber abrumado. —Bajó la voz y se acercó a mí—. Entre tú y yo... creo que alguien cuida de este lugar.

—¿Algo así como una entidad invisible?

Carolina asintió. Ya eran dos lugares lo que contaban con una protección... divina.

Antes de volver a hablar, me dediqué a observar el local. Las paredes estaban pintadas de naranja, diferentes estantes sostenían productos a la venta. En algunas esquinas había troncos de árboles, con ramas y hojas. Al instante me di cuenta de que eran artificiales, al igual que la puerta y los estantes. Nada que perjudicara la naturaleza era verdadero. Eso me gustó.

Me detuve a observar el techo porque me maravilló lo que vi: una pintura de la profundidad del océano, rocas cubiertas por algas y musgos, peces, corales, cangrejos retratados en un cuadro verde y azul que cubría todo el techo de Deep Blue.

—Hermoso, ¿no?

La voz de Carolina me sacó de mis pensamientos.

—Sí. ¿Quién lo hizo? —pregunté sin dejar de mirar la pintura.

—El esposo de Lucía.

—¿Es pintor?

—Era. Falleció luego de haberlo pintado.

—Lo siento. ¿Hace cuánto?

—Bastante tiempo.

—¿De qué falleció?

—No lo sé. Lucía nunca quiso contarme. Cada vez que saco el tema, ella siempre lo desvía hacia otra cosa. Me cuenta lo maravilloso que era su marido, pero nada más.

—Todo un artista, por lo que veo.

Con solo mirar el techo me sentía muy cerca de casa. La pintura estaba tan bien hecha que lograba transportarme hacia el océano. Parecía viva: yo podía sentir la temperatura del lugar, el sonido del agua y las burbujas, el aleteo de los peces.

—¿Cómo se llamaba?

—Víctor.

—Nombre poderoso.

—Así es —dijo una voz detrás de mí—. Un nombre con resonancia para un hombre fuerte como fue él.

Lucía estaba de pie a unos pocos metros. En una mano, llevaba una bolsa con diferentes objetos. Carolina corrió hacia ella y tomó la bolsa.

—No me contó sobre él durante el desayuno —le dije.

—No veo muy apropiado contar cierto tipo de historias cuando uno conoce a una persona.

Me sonrojé.

—Pero te prometo que más adelante te contaré sobre él. Es una historia interesante.

Asentí.

—Muy lindo el local —señalé.

—Gracias. —Lucía se puso detrás del mostrador—. ¿Has recorrido el pueblo?

—Sí. Estuve en la playa, el muelle, el centro. Hasta me compré ropa. Debe conocer el local: Nequitia.

—¿Conociste a Angélica? —preguntó Carolina. Me pareció verla temblar.

—Sí. Una mujer agradable. ¿La conocen?

—Sí, tenemos una historia de muchos años —respondió Lucía.

El silencio tomó posesión del lugar. La situación se volvió incómoda.

—Bueno —dije—, voy a seguir recorriendo.

Lucía sonrió, pero había algo oculto en aquella sonrisa. Y su mirada... parecía triste.

Salí del local y me di vuelta. De pronto, Deep Blue parecía un lugar frío.


No pude quitarme la sensación sombría que había sentido al salir del local. Durante el trayecto hacia la posada, traté de pensar en mi alma gemela, qué estaría haciendo, cuándo la encontraría. Traté de distraerme, pero no funcionaba.

Cuando entré, caminé hacia la foto que Julio había sacado en el bote. La toqué y esperé una visión pero no sucedió nada. Lo intenté con otras fotos y no tuve éxito. Giré y cerré los ojos, traté de localizar la energía o entidad que protegía a la posada, pero parecía haberse ido. ¿Qué me sucedía? Al salir del agua tendría que haber perdido los poderes, sin embargo... la visión, el estallido de energía. ¿Qué eran?

Resoplé y, cuando me dirigía a la habitación, apareció Julio.

—Marina —dijo sorprendido—. ¿Qué te ha parecido el pueblo hasta ahora?

—Muy pintoresco.

—¿Verdad que sí? ¡Cómo amo este lugar! Es tranquilo, tiene lo justo y necesario para mí. Llevo un negocio exitoso. No podría pedir más.

Miré hacia la foto. Quería preguntarle y presionarlo un poco para que me contara la historia, pero estaba cansada.

—Perdón, Julio, pero necesito dormir. ¿Podría llamar a mi puerta dentro de dos horas?

—¿Le pasa algo?

Sonreí para tranquilizarlo, pero noté mi propia sonrisa forzada.

—No, todo está bien. Solo estoy agotada.

—Muy bien. Vaya a dormir.

Le agradecí tocando su hombro y subí las escaleras. Me acosté vestida, dispuesta a dormir. Lo que menos hice fue descansar...

Flotaba en el aire frente a un paisaje violento, con un mar cargado de furia, nubes espesas y grises, gotas que caían como agujas filosas. En el medio de aquel terrible panorama, Julio, que luchaba por sobrevivir. Le resultaba difícil, las olas que se generaban por las intensas ráfagas de viento rompían cerca, lo arrastraban hacia abajo y le llenaban los pulmones con agua.

Yo quería salvarlo pero no podía. Una cuerda invisible me mantenía en mi lugar, obligándome a observar. Busqué la balsa y al hermano de Julio, pero no los veía. Cerré los ojos y traté de conectarme con cualquier vida marina que se encontrase cerca. Lo único que podía sentir era un vacío. No me acostumbraba a tener visiones. No estaba físicamente ahí.

Aunque fuera arrastrado hacia abajo, Julio emergía y seguía nadando, y me di cuenta de que se dirigía hacia la entrada de la Atlántida. Ahora entendía por qué el mar actuaba de aquella manera. Se defendía. De alguna forma, Julio y su hermano habían encontrado la puerta, pero una fuerza divina no quería que llegaran. Su temperamento era cada vez más fuerte. A medida que se acercaban a la entrada, las olas eran de mayor tamaño.

Una ola enorme apareció y rompió encima de él. Me desesperé, el golpe debía haber sido muy fuerte, capaz de quebrarle el cuello.

Unos minutos después, apareció flotando boca abajo. Grité y traté de ir hacia él, pero no podía moverme. El mar comenzó a apaciguarse, las nubes se dispersaron y el sol comenzó a desprender su calor sobre el mar. Julio parecía muerto, pero yo sabía que no lo estaba.

Una sirena emergió de las profundidades. Se le acercó y lo puso boca arriba. Le dio un beso en la boca para intentar llenarle los pulmones de aire. Tardó un rato, pero Julio terminó reaccionando. Cuando cobró consciencia de dónde y con quién estaba, se impresionó. Pero, inmediatamente, la belleza de la sirena lo cautivó.

—Qué hermosa eres —dijo.

La sirena rio y pasó la mano sobre la mejilla de Julio.

—¿Cómo te llamas?

La sirena no respondió.

—Mi nombre es Julio. Con mi hermano estábamos intentando llegar a... tu hogar, supongo... pero él se extravió. ¿Sabes dónde puede estar?

La sirena puso una expresión triste. Yo escuchaba el susurro del mar que le hablaba a la sirena. Él había muerto. Julio entendió la expresión de ella y se puso a llorar. La sirena lo abrazó y comenzó a entonar una melodía. Sabía lo que estaba haciendo. Era un hechizo para calmar a las personas y reprimir recuerdos en el cerebro.

Julio se calmó y se despegó de la sirena. Ambos se miraron, se conectaron y se fundieron en un beso.

Me desperté, relajada. Ahora sabía quién protegía la posada. La sirena se había enamorado de Julio y renunciado al mar para estar con él en la tierra.

Pero, ¿por qué no me había protegido contra el hombre la otra noche? O tal vez, ella me ayudó a liberar energía. No sabía qué pensar; solo esperar que, si lo intentaba de nuevo, la sirena no lo dejara entrar.

Me sobresalté cuando oí golpes en la puerta.

—Marina, ya han pasado las dos horas.

—Gracias, Julio.

Mientras me daba un baño, pensé en Julio y la sirena. Qué linda sensación la de encontrar a la persona que uno ama. Esperaba encontrarlo pronto. El pueblo era chico y la melodía me había traído aquí. No podía estar lejos. Si no lo encontraba, no podía regresar al mar y quedaría estancada en la tierra.

No. No me iba a permitir pensar de esa forma. Lo encontraría. Estaba segura.

—Julio, ¿qué lugar me recomienda para ir a cenar? —le pregunté al bajar.

—Hay muchos, jovencita. Pero te recomiendo el Bar de Mario. Hacen unas excelentes pizzas.

—Gracias.

—Disculpa que me meta, pero... ¿vas a ir sola?

—Puedo cuidarme, Julio.

—Lo sé. Puedo ver que tienes un físico atlético y una actitud fuerte, pero... si no te molesta... y si quieres... ¿me podrías acompañar a un lugar?

—¿A dónde?

—Al bar de Mateo. Hoy es el aniversario y hace una reunión. Ha invitado al pueblo.

Quise negarme, pero no pude. Julio era muy amable y no podía decirle que no.

—Está bien.

—¡Bárbaro! La vas a pasar muy bien.

Lo dudaba.

Habían pasado solo unos minutos desde que llegamos y ya quería irme. Estaba incómoda, todos me miraban y podía oír los murmullos de algunos hombres y los celos agobiantes de las mujeres. Mateo estaba ocupado tratando de hacer sentir bien a sus invitados pero, de vez en cuando, pasaba por mi lado y me miraba.

Julio vino hacia mí con dos vasos de cerveza.

—Tienes que probar la cerveza artesanal de Mateo. ¡Es riquísima!

Di un sorbo y tuve que escupir. Demasiado amarga para mí gusto.

—Julio, quería hacerle una pregunta.

—Las que quieras.

—¿Estuvo casado alguna vez?

Se atragantó. Le di unas palmadas en la espalda para ayudarlo a recomponerse.

—¿A qué se debe esa pregunta?

—Solo quería saber —le indiqué—. Nunca hemos conversado y me agradaría saber más sobre usted.

—Bueno, es que... me gusta mantener mi vida en privado...

—Comprendo.

Miré a mi alrededor y traté de distraerme. Se había generado un silencio incómodo entre nosotros dos. Aunque más incómodas eran las miradas que me continuaban clavando algunos hombres.

—Lo estuve —dijo finalmente—. Era una mujer única. Nunca había conocido a una persona con tanta belleza exterior e interior. Su alma me intrigaba, tenía mucha historia. Había pasado por mucho y su experiencia de vida sobrepasaba la mía. Su mirada... ¡por Dios!, era envolvente, era capaz de atraparte con esa transparencia que tenía y, si te dejabas llevar, podías ingresar en su alma.

—¿Cómo se conocieron?

—En el mar. No me pidas que te cuente todo porque aún no estoy preparado. No te conozco lo suficiente, aunque presiento que eres una persona de confianza pero, por ahora, prefiero guardarme esa historia.

—Me parece bien.

—Además, no quiero aburrirte con historias de ancianos. Te aseguro que no es nada interesante.

—¡Marina!

Me di vuelta y me encontré con Angélica. Al llegar a mi lado, me dio un abrazo fuerte.

—¿En qué andas? —preguntó.

—Eh... recorriendo...

—Tengo un par de cosas que llegaron que me parecen ideales para ti, nena. Las vi e inmediatamente te imaginé en ellas. Tienes que volver a pasar.

—Lo haré, Angélica. Gracias por avisarme.

—Por favor, llámame Angie. Todas mis amigas me dicen así.

—Bueno, como quiera...

—Y tutéame. Me haces sentir muy vieja. —Me dio un beso en la mejilla—. Te espero, ¿sí?

Asentí. Me quedé contenta al ver que estaba entablando muy buenas relaciones en el pueblo.

Si quería encontrar a mi alma gemela, tenía que empezar a buscar. Desde que había llegado al pueblo no me había dedicado a la búsqueda y no quería atrasarla más. No tenía el tiempo limitado, pero debía empezar a moverme.

Comencé a recorrer el bar y entablé conversación con un par de hombres, pero la melodía del mar no sonó. Algunas mujeres me advirtieron que no me metiera con sus hombres y les pedí disculpas, pero no las aceptaron.

—Veo que estás muy ocupada.

Me di vuelta tan rápidamente que volqué la cerveza y cayó sobre la remera de Mateo.

—Disculpa —le dije.

—Está bien —contestó secando su remera con un trapo—. ¿Te asusté?

—No. Es que...—¿Qué mentira podía decir? Su presencia me aturdía y me había asustado al sentir esa energía—. Estaba concentrada... pensando.

—¿En qué?

El bar comenzó a dar vueltas. Me sentía acalorada y me faltaba el aire. De pronto, me sentí encerrada, las figuras de las personas se difuminaron hasta que solo quedábamos Mateo y yo.

—¿Estás bien? Te ves pálida.

—Me tengo... que ir.

Giré, pero Mateo me tomó del brazo. Un golpe de calor me sacudió y el bar entero desapareció.

Me encontraba parada en el muelle. Estaba amaneciendo y el sol comenzaba a desprender su luz sobre todo el pueblo. A mi costado oí algunas risas. Cuando giré la cabeza, vi a un hombre con pelo largo, rubio, inconsciente boca abajo en la orilla, desnudo. El agua se balanceaba y lo mojaba. A su alrededor, había dos adolescentes con botellas en las manos, estaban riéndose.

—¡Déjenlo en paz!—grité pero no me oyeron.

Quise bajarme del muelle pero una pared invisible me detuvo. Parecía que yo no aprendía más. Eran visiones, no podía interferir en ellas porque el suceso ya había pasado.

Los adolescentes se terminaron aburriendo y se fueron. Me quedé observando al hombre, esperando que la visión terminara. Algo debía presenciar, esta visión me tenía que enseñar algo más porque no acababa y el hombre seguía inconsciente.

Finalmente, movió un par de dedos y luego las manos. Con esfuerzo, logró despegarse de la arena, se posicionó en cuatro patas, se puso una mano sobre la cabeza. Gritó de agonía. Se levantó y vi quién era realmente: ¿Mateo?

Un destello de luz me arrojó hacia atrás y caí al suelo.

—Marina. Tierra llamando a Marina...

Cuando recobré la consciencia, me di cuenta de que estaba parada en seco, observando a Mateo. Todavía me sostenía el brazo. Me solté de un tirón y me dirigí a la salida.

—¿A dónde vas?

Él me alcanzó y se interpuso en mi camino.

—¿Qué te sucede?

—Lo siento —respondí—. Tengo que irme. No me siento bien.

Sentí una punzada en la cabeza y nauseas.

—¿Quieres que llame a un médico? Creo que hay uno por aquí.

—No es necesario. Quiero irme.

—¡Oh!

—Pero fue lindo conocer el bar. Por favor, no le digas a Julio que me siento mal. No quiero preocuparlo.

—Pero...

Salí y respiré profundamente. Caminé hacia la playa y me acosté en la arena. ¿Qué había visto? ¿Y por qué? ¿Qué era lo importante sobre Mateo? ¿Por qué estaba teniendo estas visiones?

Me senté al oír un siseo. Mire hacia todos lados pero no vi nada. El sonido parecía salir de todas partes. De repente, la oscuridad se cernió sobre mí. Las nubes taparon la luna y las estrellas.

Me levanté con precaución, sin dejar de mirar a mi alrededor. El siseo era más fuerte. Vi una lomada que comenzaba en el mar y seguía hasta los arbustos. Me acerqué, pero antes de llegar, explotó. Caí hacia la arena y me di un golpe fuerte en la espalda. Todavía no había podido recomponerme, cuando una criatura se puso arriba mío. Era una leviat, una sirena con el cuerpo cubierto de escamas hasta la cintura y una cola de serpiente en la otra mitad. Los ojos eran como hendijas y negros, y sus dientes, filosos. Las manos tenían uñas largas. No hablaba, solo emitía chillidos y siseos.

Le golpeé el estómago con el pie y la arrojé hacia atrás, pero se compuso al instante y volvió a saltar hacia mí. Fui rápida y giré hacia un costado, me levanté y tomé arena con las manos. Se la arrojé a los ojos, pero no le produjo ningún daño. ¿Qué hacía una leviat en la superficie? Ellas eran las justicieras del océano y jamás salían afuera.

La leviat lanzó un chillido agudo y caí de rodillas, aturdida. ¿Qué podía hacer? Traté de correr, pero esa cola me golpeó la espalda y me arrojó al suelo. Me quedé sin aire y atiné a pararme, pero envolvió mi cuerpo con la cola y comenzó a apretar con fuerza. Empecé a ver manchas delante de mí y perdí el conocimiento cuando oí el chillido de la leviat. De pronto, el invierno azotó el lugar. Sentí el cuerpo congelado y con pocas fuerzas para luchar. Algo uniforme la envolvió y se la llevó hacia el mar. Todo sucedió muy rápido. Las nubes se apartaron del cielo y la luz volvió a proyectarse sobre la playa.

—¡Marina!

Me quedé acostada en la arena, tratando de recomponerme.

—Marina, ¿qué te pasó?

Mateo me ayudó a levantarme.

—Nada... solo...

Me levantó en sus brazos. Le apoyé la cabeza en el pecho y me dejé llevar por la seguridad que me transmitía. Me sentía cómoda, como si estuviera en el lugar indicado.


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