MARINA
Lo primero que oí fueron sus pasos. Cuando quise reaccionar, me di cuenta de que no podía moverme. Estaba atada, pero no sentía ninguna soga. Quise gritar, pero no me salía la voz. Me sentí muy vulnerable y, quien fuera que estuviera dentro de la habitación, me quería hacer daño.
Sus pasos eran decididos, y recorría la habitación en búsqueda de algo. Oí cómo abría los cajones y su enojo al verlos vacíos. Se detuvo frente a mí y me observó por unos segundos. La escaza luz no me permitía ver el rostro de la persona, pero pude notar cómo esbozaba una sonrisa llena de maldad.
Era un hombre alto y flaco pero, al parecer, poderoso. Era la misma persona que me había observado desde el muelle. Y ahora estaba aquí dentro, dispuesto a terminar su trabajo. Se arrodilló a mi lado. Oí el ritmo lento de su respiración, el hedor de su aliento me daba un poco de nauseas, su energía oscura era tan grande que yo podía percibirla. Traté de moverme pero era imposible. El hombre se rio y me dio un beso en la mejilla. Quise gritar. Él me puso las manos en la espalda y me acercó a su rostro. Por un instante, le vi los ojos azules y el nivel de perturbación que presentaban.
Algo dentro de mí se encendió. En el centro de mi pecho comencé a sentir una fuerza imparable, que quería liberarse para ayudarme. Desprendí la fuerza como una explosión que se extendió por toda la habitación. Oí el grito de dolor del hombre y cómo se estrellaba contra la pared. Luego, unos pasos rápidos hacía la ventana.
Lo que me había mantenido atada había desaparecido. Me senté en la cama y miré hacia el costado. La ventana estaba semi abierta. Me levanté, la abrí de par en par y observé detenidamente la calle. No había ninguna señal del extraño. Decidí que lo buscaría por la mañana. Pero, ¿por dónde empezar? Tal vez podía concentrarme en su energía. Era la única forma. Aunque, si yo ya no tenía poderes, ¿qué era lo que acababa de liberar? No podía pensar con claridad. Cerré la ventana con fuerza y me acosté.
Inmediatamente supe que había sido un sueño. Yo estaba en la playa, cerca del muelle. El cielo vestía de gris oscuro y se observaba una tormenta avecinándose a lo lejos. Oí un chillido que provenía del muelle. Giré la cabeza y vi una sombra negra gigante abalanzarse hacia mí. Salté hacia atrás pero no fue suficiente. La sombra me envolvió y comenzó a ingresar en mi cuerpo, contaminando mi alma. Sentí que me estaban abriendo el pecho.
Una luz azul atravesó la sombra y me liberó. Me estaba cayendo sobre la arena cuando aquella luz me sostuvo, a escasos centímetros del suelo. Comenzó a tomar forma hasta convertirse en un hombre: mi salvador. No le pude ver bien el rostro, pero sentí el amor y devoción hacía mí. El hombre daría su vida por salvarme.
Dejé que la luz me envolviera hasta volver a sentirme segura.
Me desperté cuando el sol se metió entre las cortinas de la ventana y me dio en los ojos. Me sentí tranquila. Lo que había pasado la noche anterior parecía lejano. Me metí en el baño y me di una ducha rápida.
Al salir al hall principal, esperaba encontrar a Julio en la recepción. Sin embargo, una anciana que leía un libro ocupaba su lugar.
—Perdón, ¿sabe dónde está Julio?
La anciana levantó la vista y me maravillé frente a esos hermosos ojos, que me observaban serenos. Eran de color verde azulado, profundos e imponentes. Dejé de respirar por unos segundos, porque una fuerza que provenía de ella me estaba envolviendo.
—¿Estás bien, hija?
Agité la cabeza y regresé a la realidad. Seguramente había sido mi imaginación o la energía que residía en la posada.
—Sí. Eh... ¿Julio?
—No se sentía bien, así que lo mandé a su casa.
—¿Y usted es...?
—Lucía. —La anciana sonrió y extendió la mano—. ¿Tu nombre?
—Me llamo Marina. Llegué ayer por la noche.
—Un gusto, Marina.
Al tocarle la mano, sentí su piel suave. La chispa que se produjo al apretarla hizo que ella alejara la suya.
—Disculpa —dijo Lucía—. Debe ser la estática.
—Bueno, me voy a desayunar.
—Puedes desayunar aquí o te puedo enseñar un lugar lindo. De esa manera, conocerás un poco más el pueblo.
—Me encantaría.
—Pero antes, tendríamos que arreglar —señaló a mi cabeza— eso.
—¿Qué tengo?
Lucía abrió un cajón y sacó un espejo. Al ver mi reflejo, me horroricé. Tenía el pelo revuelto, ojeras pronunciadas y los labios partidos. Mis mejillas parecían sin vida y mi rostro, pálido.
—No puedo creerlo...
Acostumbrada a la magia del mar, me había olvidado de que las mujeres usaban maquillaje para acentuar su belleza y tapar lo que no les agrada. En el mar no es necesario, la magia hace ese trabajo por nosotras.
—Tú no usas maquillaje muy seguido, ¿cierto?
Me tomó de la muñeca y me llevó al sillón.
—Sostenlo frente a ti —dijo al darme el espejo—. Deja que haga mi magia. Cierra los ojos.
Lucía tardó unos minutos, durante los cuales murmuró una melodía que me resultaba conocida pero no logré identificar.
—Ahora, ábrelos.
Increíble. La mujer del espejo era otra persona. Si bien la belleza artificial que había logrado la anciana no se comparaba con la del mar, Lucía había hecho un buen trabajo.
—¿Te gusta?
—Me encanta —dije.
—Ahora, ve a mostrarle al pueblo tu nueva imagen.
Lucía me llevó a recorrer un poco La Lucila del Mar. Mientras caminábamos, hablamos sobre la razón por la que yo estaba en el pueblo. Admiré las casas que se integraban con la arboleda del lugar, los diferentes bares y negocios del pueblo, y los residentes. Los comercios estaban abriendo las puertas y, a medida que yo pasaba por alguno donde había alguien colocando un cartel o barriendo, me saludaba con una sonrisa.
Llegamos a la cafetería que Lucía había elegido para desayunar. Nos sentamos en una mesa cerca de la ventana para que yo pudiera seguir observando la belleza del pueblo.
—Qué lindo lugar.
—Sí. Es muy tranquilo para vivir —dijo—. Aun en verano, cuando se llena de gente, el ambiente sigue siendo calmo.
Mientras desayunábamos, Lucía me contó sobre los mejores lugares que yo debía visitar y sobre su local comercial, Deep Blue, un negocio de artesanías, musicoterapia y aromaterapia. Ella misma fabricaba las artesanías que vendía: duendes, hadas y ondinas; también había collares, aros e inciensos. Como la edad le estaba pesando, había contratado una ayudante: Carolina. Según Lucía, ella era una chica llena de vigor y siempre estaba sonriendo y mirando el lado positivo de las cosas.
—¡Cómo pasa el tiempo! Tengo que irme al local. —Dejó un billete de cien pesos sobre la mesa—. Yo invito. Y lo que sobre, quédatelo. Después pasa por mi local. Te va a encantar.
—Bueno. Voy a la playa un rato y después paso.
Lucía asintió y se levantó de la mesa. Saludó a las camareras de la cafetería y a una le indicó que ya habíamos terminado.
La mujer se acercó para levantar las cosas y, cuando tomó mi vaso, se le resbaló de la mano y el contenido cayó sobre mi falda, dejando una gran mancha naranja. Me corrí hacia atrás y, al levantarme, tiré la silla al suelo.
—Perdón, perdón —se disculpó la mujer mientras trataba de limpiar la mancha.
—No, está bien. No se preocupe. ¿Conoce algún lugar donde vendan ropa?
—Sobre esta misma calle, encontrarás un local llamado Nequitia. Ahí venden ropa femenina que puede ser de tu estilo.
—Gracias.
Nequitia estaba ubicada en una esquina. Era un pequeño local hecho completamente de madera, con grandes vidrieras. Me llamó la atención un vestido de voile de algodón de color verde claro con pequeños bordados de flores sobre pecho y el borde de la falda.
Entré al local y una mujer me recibió con los brazos abiertos.
—Bienvenida a Nequitia. ¿En qué puedo ayudarte?
—Vi un vestido que me gustaría probarme.
—Perfecto. ¿Cuál?
Me acerqué a la vidriera y lo señalé.
—Ah, sí. Es un vestido hermoso. Ya vengo.
Volvió con una caja blanca, que puso sobre el mostrador. Sacó el vestido y lo extendió en el aire. Era sublime. Podía imaginarme con el vestido puesto.
La mujer me señaló el sector de probadores. Mientras me vestía, ella comenzó a hacerme preguntas.
—¿Estás de paso o te quedas unos días?
—¿Cómo supo que no era de aquí?
—Conozco a todas las personas del pueblo, linda —dijo riendo—. Sé muy bien quién es visitante y quién es residente.
—Claro. No tengo pensada una fecha de salida.
—Te va a encantar el pueblo. Dentro de unos días, viene un circo a la plaza Belgrano. Generalmente viene en verano, pero este año se han adelantado. Vaya uno a saber la razón.
—¿Ah, sí? Me gustaría ir.
—Creo que tengo un folleto en algún lugar.
Había terminado de vestirme. No quería presumir, pero me quedaba espectacular. Sin embargo, algo faltaba.
—¿Y? ¿Cómo va?
Corrí la cortina y dejé que me viera.
—Te queda muy bien —dijo la mujer—. Y no lo digo porque quiera vendértelo. Muchas chicas se probaron el mismo vestido y no les quedaba como a ti.
Me sonrojé frente a tanta amabilidad.
—Pero falta algo —dijo—. A ver...
La mujer fue hacia el mostrador, sacó un colgante y un par de aros. Luego se dirigió a la sección de zapatos y tomó unas sandalias. Las tres cosas eran hermosas. El colgante tenía un dije de plata con la forma de una tortuga marina. En su caparazón había tres franjas de color esmeralda brillante. Los aros tenían unas plumas de color verde y combinaban con todo lo yo que tenía puesto.
Si hasta ahora no me había sentido la princesa de la Atlántida, vestida de aquella forma lograba esa sensación. Me puse las sandalias de cuero con tiras verdes.
—Te quedan perfectas.
—No sé si tengo suficiente dinero...
—Hagamos un pacto. Como es la primera vez que compras aquí y estás de vacaciones, te hago un treinta por ciento de descuento, ¿te parece?
La mujer puso el vestido y sandalias en diferentes bolsas.
—¿Te lo vas a dejar puesto? —preguntó mirando el colgante.
Asentí sonriendo. Me entregó un folleto.
—Este es el circo del que te hablaba. Te va a gustar.
—Gracias...
—Angélica.
—Marina.
—Lindo nombre. Muy acuático...
Medespedí y me fui al muelle. Tenía que empezar una investigación.
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