MARINA
La melodía del mar seguía sonando en mi cabeza, como un eco divino y armonioso, que reafirmaba que el lugar en el cual me hallaba era donde iba a encontrarlo. Sin duda alguna, mi alma gemela, la persona por la cual había realizado todo el trayecto desde La Atlántida, residía en este pueblo costero llamado La Lucila del Mar.
Me encontraba flotando al final de un muelle, abrazada a una de sus columnas, reuniendo valor para salir del agua y adentrarme en el mundo humano. Aunque conocía sus historias, costumbres y había visitado diferentes lugares del continente, no podía evitar sentirme nerviosa. Esta vez tendría que permanecer fuera del agua por un tiempo indefinido.
Respiré profundo y miré a mi alrededor para confirmar que estaba sola. Nadé hacia la orilla y en el trayecto dejé que las escamas y la aleta se disolvieran para que un par de piernas las reemplazaran. Me paré detrás de una columna, cerré los ojos y manifesté un vestido blanco y holgado.
La melodía seguía sonando dentro de mi cabeza. Me producía una inmensa paz y armonizaba mis sentidos, sin embargo desaparecería una vez que mis pies dejaran de tocar el agua.
En la orilla encontré un bolso azul. Sonreí ante el gesto de mi madre. Yo había denegado cualquier protección de su parte porque desde la adolescencia me sentía capaz de cuidarme sola. ¿Cuántas veces la puse nerviosa cuando yo salía a explorar los alrededores del reino? Mi sed de aventura siempre más fuerte. Aunque era la princesa de la Atlántida, no podía quedarme sentada. Me sentía muy viva cada vez que salía hacia lo desconocido.
Abrí el bolso y encontré dos vestidos, un par de sandalias, documentos y algunos utensilios de primeros auxilios.
—Temí la llegada de este día —dijo mi madre.
El día que le dije que la melodía había comenzado a sonar levemente en mi cabeza estábamos a orillas del mar. Detrás de la playa se extendía la magnificencia de la Atlántida, un hermoso reino custodiado por sirenas, tritones y selkies.
—¿Por qué? —pregunté—¿Qué es lo que te asusta tanto?
—Algunos humanos. Si bien la mayoría no son peligrosos, otros sí. Su maldad es imprevisible y no tiene límites. Ahí fuera vas a estar desprotegida y tendrás que cuidarte de que no descubran quién eres. Ciertos humanos no reaccionan bien frente a lo diferente.
—Es un riesgo que estoy dispuesta a tomar, madre —le dije—. Además, no tengo alternativa. Sabes muy bien lo que les pasa a las sirenas cuando ignoran la melodía.
—Al menos deja que te escolten dos de mis mejores guerreros.
—No. Esto quiero hacerlo sola. Durante un tiempo voy a estar en su mundo como una humana más. Necesito experimentar esto sola.
—Prométeme que te mantendrás alejada de las hechiceras.
—Lo prometo.
—Déjame ver dónde vas a ir —dijo al tomar mis manos.
Con su mente recorrió el trayecto de la melodía que la trajo a este pueblo. Aquello pareció relajarla y me indicó que pidiera una habitación en la posada Poseidón, un lugar donde todas las sirenas se hospedaban. Ella haría lo necesario para que tuviera una reserva.
Salí de mis pensamientos al sentir un cambio en el clima. Me puse de pie y giré sobre mí misma. Una persona me observaba desde el muelle. Todos los faroles se encontraban encendidos, excepto en el lugar donde se hallaba la figura. ¿Me habría visto salir del agua? No había percibido su presencia. ¿Sería una hechicera?
Me generaba un escalofrío en la espalda. Solté el bolso y me puse en posición para enfrentarla pero una por una, las bombillas de los faroles fueron explotando y dejaron al muelle inmerso en la oscuridad. Me acerqué, pero el extraño había desaparecido.
Tomé mi bolso y apresuré el paso. Yo no tenía poderes y, por eso, habría sido una locura haber querido enfrentarla. Los humanos poseen armas mortales y aquella persona podría haberme infligido un gran daño.
Mi madre me había indicado que la posada quedaba frente a la playa, al otro lado de la calle. Seguí sus indicaciones y en minutos me encontré con una estructura de madera blanca de dos pisos. Varios ventanales daban al frente, pero la arboleda que separaba la calle de la playa tapaba la vista. Una habitación daba justo a un hueco por donde se veían la inmensa playa y el mar. Había arbustos y diferentes tipos de flores que decoraban el frente. Un camino de cemento llevaba hacia la entrada. Al lado, colgado de un árbol, había un cartel tallado con el nombre de la posada. Abrí la puerta. Una ola de energía me golpeó el pecho y me obligó a dar un paso atrás. Era poderosa y familiar. Parecía proteger el lugar contra extraños. Después de unos segundos se calmó y me dejó ingresar.
La posada era tan simple como hermosa: tenía un hall donde los colores que prevalecían eran el blanco y el azul; el piso era de cerámica celeste; las paredes eran blancas y tenían cuadros con fotos del pueblo, de la posada y diferentes partes del océano. Me acerqué a uno que me llamó la atención: era una foto tomada desde una balsa. El mar parecía violento; el fotógrafo logró captar el momento exacto en que un rayo caía en el agua. En un rincón, muy cerca de donde había caído el rayo de luz, una difusa figura humanoide se asomaba entre las sombras. La estructura del cuerpo era grande y de la cintura hacia abajo se observaba una cola de pez. Me di cuenta de que habían tomado una foto de Poseidón, el dios del océano. Toqué la foto y sentí un cosquilleo que me recorrió todo el cuerpo. De pronto, el mundo se oscureció.
Me hallaba arriba de una balsa. El mar la golpeaba con fuerza y el viento soplaba con tanta furia que, si no hubiera puesto la mano en una de las manijas, me hubiera caído.
—¡Estamos a punto de llegar! —gritó un hombre que estaba junto a mí, vestido con un piloto amarillo y una gorra de color verde oscuro. Luchaba contra un motor que amenazaba por apagarse por completo.
—¡¿A dónde?! —pregunté. Tenía la voz ronca y grave.
—¡¿Cómo "a dónde"?! ¡A la entrada del lugar que soñamos desde nuestra infancia!
—¡¿Qué?!
—¡¿Qué te sucede?! —preguntó—. ¡¿Te has golpeado la cabeza?! ¡Hacia la entrada de la Atlántida!
Era imposible. Los humanos concebían la existencia del reino igual que un mito. Muchos la habían buscado pero nunca la habían encontrado, ya que para acceder se necesita pasar por un portal protegido por magia.
—No entiendo... ¿cómo? —dije.
—¡Mierda!
El motor se detuvo. El hombre sacó un martillo de una caja, abrió el motor y comenzó a golpearlo. Algunos truenos lo distrajeron de su labor y lo hicieron sonreír. Soltó el martillo y sacó una cámara fotográfica de un bolso. Empezó a tomar fotos de los relámpagos sin que le importara ya nada más.
No entendía qué pretendía fotografiar hasta que lo vi. Un rayo cayó en el mar y, a su lado, Poseidón.
—¡Sí, lo logré!
El hombre me miró con una sonrisa victoriosa.
—¡Tenemos que llegar a ese lugar! ¡Vamos, ayúdame con el motor!
El hombre siguió martillando y tirando de la soga sin éxito.
—¡¿Qué te pasa?! ¡Ayúdame!
Una ola grande levantó la balsa y el hombre cayó al mar.
Y todo volvió a ser negro.
Yo estaba por caer cuando unas manos me sostuvieron.
—¡Upa! ¿Se encuentra bien, señorita?
Sentía las piernas débiles, pero me podía mantener de pie. El hombre me llevó hacia un costado y me sentó en un sillón. Lo oí cuando se iba y volvió al instante.
—Tenga —me dijo.
Me dio un vaso con agua, que bebí con rapidez.
—Gracias.
Cuando lo vi me quedé muda. Era el mismo hombre de la visión. De alguna forma, se había salvado.
—¿Sucede algo, señorita?
Sacudí la cabeza tratando de borrar la expresión de asombro de mi rostro.
—¿Qué le pasó? —me preguntó.
—Estaba admirando esa foto —comenté señalándola—, y de pronto me sentí mareada.
El hombre esbozó una sonrisa.
—Ah, sí. Es muy especial.
—¿Por qué?
Se le perdieron los ojos en algún recuerdo. Luego, sacudió la cabeza.
—No importa. Es una historia larga. ¿A qué se debe su visita?
—Sí. —Me puse de pie y el hombre tuvo que levantar la vista porque yo era más alta que él—. Tengo una reserva.
—¿A nombre de...? —preguntó yendo hacia el mostrador, que estaba al lado de la puerta de entrada.
—Marina... Marina Salas.
El hombre abrió un cuaderno y buscó mi nombre.
—Aquí está. Habitación siete.
Abrió un cajón y sacó una llave.
—Tiene una de las mejores vistas. En realidad, todas las habitaciones tienen una muy buena, dan al mar, pero a veces la arboleda de la playa tapa gran parte del paisaje.
—Qué suerte la mía.
—Venga por aquí, señorita Salas. Voy a mostrarle su habitación.
Caminamos hacia las escaleras que estaban al final del hall, subimos y recorrimos el pasillo hasta la habitación número siete. El hombre abrió la puerta, entró y encendió una lámpara ubicada en una pequeña mesa, al costado de la cama. Aquella habitación era espectacular por su sencillez. Estaba tan acostumbrada a lo majestuoso que me ofrecía el reino que, ahora que me encontraba con una habitación pequeña y humilde, iba a vivir otro tipo de experiencia.
La cama estaba en el centro de la habitación; el respaldo, pegado a la pared. Frente a ella estaba la puerta que daba al baño. Al lado del ventanal, un escritorio con una silla bien arrimada.
—Disculpe, pero la televisión se rompió ayer. La llevamos a reparar pero va a tardar unos tres días.
—Está bien. No miro televisión. Soy más bien de las que leen.
—Bien.
El hombre refregó las manos sobre sus jeans y se acercó.
—El desayuno comienza a las siete de la mañana y termina a las diez. Luego, el almuerzo comienza al mediodía y termina a las tres de la tarde. Y la cena es desde las ocho hasta las once de la noche.
—Gracias.
El hombre asintió y salió de la habitación.
—Disculpe, no le pregunté su nombre —dije.
—Julio Cireno.
Me dejó a solas en la habitación. Con paso rápido, me dirigí a la ventana y la abrí. Observé mi hogar con nostalgia. Era hora de despedirme, por el momento. Saludé a mi madre mentalmente y le envié una imagen de lo que estaba sintiendo. Aunque ya no tenía magia, esperaba que pudiera recibir mi mensaje.
De pronto, el cansancio se apoderó de mí. Iba a cerrar la ventana, pero decidí dejarla abierta y dormir con el sonido placentero del mar. Me acosté y cerré los ojos, feliz de haber llegado.
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