El padre y el demonio
Los relámpagos estallaban en el cielo. Era una vista aterradora para cualquier ser vivo, más aún para un ser tan insignificante como Madaco. La luz rasgaba el terciopelo oscuro del firmamento y las gotas de agua de vez en cuando caían de algún punto del universo.
Sortearlas era inútil, así que Madaco, en la tenacidad que caracteriza a los de su especie, las resistía con estoicismo. Cada lágrima que el firmamento derramaba y que caía sobre su caparazón lo destrozaba un poco más; y su destino se hallaba tan lejos que, muchas veces, durante su travesía, pensó que moriría entre el lodo y los hierbajos del jardín. Pensaba, como no, en la razón de su viaje. Pensaba en su familia casi extinta. Pensó en el gato de los dueños que —por alguna razón extraña— deambulaba en los alrededores, indemne del temor al agua que sus congéneres demostraron por milenios y al que el felino parecía ignorar con todo gusto.
Lo vio perseguir palomas. ¿Qué hacían las allí, si —se supone— ellas podían predecir el clima y la lluvia que pronto bañaría de nuevo el mundo?
En otra oportunidad, tiempos que para entonces se le hacían lejanos, tenía miedo de las palomas. Eran seres que podían destruirlo de un picotazo y acabar con su existencia. Pero en ese momento, con el gato haciendo las veces de su protector, no debería temerles. Había peores cosas o seres de los que debe huir, unas que no tienen saciedad, que destruyen familias y extinguen sociedades; por ejemplo, aquel ser que dominaba el jardín, aquel ser a cuya morada se dirigía.
Mientras avanzaba por entre las rocas mojadas y resbalosas, mientras pensaba en las palomas y su negativa a seguir sus instintos, mientras se preguntaba porque el gato ignoraba los designios de su especie, recordó a su familia.
Recordó que tenía varios hijos, tantos que no podría contarlos con las patas; no recordó una esposa, pero no importaba. Y cuando esas imágenes vinieron a su mente, fue cuando la desesperanza lo invadió.
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El demonio vino como una llamarada, como una mancha naranja tan gigantesca que ocultó el sol bajo sus alas.
Madaco se encontraba entonces con todas sus crías, larvas acurrucadas sobre el pasto recién regado del jardín —blancas y con diminutas patas en los extremos, muy parecidas a las orugas—; cuidaba que nada ni nadie se acerque a ellas. Pensó que su principal enemigo sería el minino, quien solía pasearse por ese lado del patio y rasgar su espalda con la tierra, como si fuera un cerdo o algo parecido; o tal vez las palomas, con su voracidad; pero ninguno de ellos solía llegar hasta ese extremo del huerto, se dedicaban a beber el agua que caía de los aspersores y a batallar entre sí.
Llegó pues, y traía una estela de muerte en su pico. No preguntó ni dijo nada. Su necesidad de alimentarse le impidió pronunciar palabra, preguntarle al escarabajo si esos «bocadillos» eran parte su familia o si alguien los protegía. Uno, dos, tres, cinco; las larvas que con tanto amor cuidó desaparecieron detrás de su lengua. Solo dejó una, la más pequeña de todas y también la más débil, aquella que no pensó que representaría gran cosa; o tal vez pensó que sería el premio consuelo de un padre que en menos de cinco minutos perdió todo lo que quiso alguna vez.
Lo vio levantar el vuelo una vez más; primero hacia el infinito, luego hacia un punto perdido en el horizonte; primero como un punto naranja y más tarde como una calabaza.
Madaco se acercó hasta la larva, notó que respiraba con dificultad; en la tranquilidad de su vida recién descubierta, fue testigo presencial de una masacre. ¿Se sentiría dichosa o culpable? Su padre la empujó hasta dejarla junto a una planta, en la que un grupo de hormigas cortaban trozos de hojas y los cargaban entre varios para llevarlas a su guarida.
—¿Qué pasó, amigo? —preguntó una de ellas. Eran, ciertamente, muy buenos insectos. Cuidaban bajo tierra a la siguiente generación, producían su propio alimento y tenían una sociedad mucho más estable que los seres humanos. La reina cuidaba de todos y tenía una función de la que se ocupaba con hidalguía.
—Algo vino —respondió, y por un momento quiso tener lágrimas para deshacerse en ellas—. Se los ha comido a todos, menos a este. —Señaló con sus antenas a la última de sus crías, tendría que ponerle un nombre pronto. —Me he quedado solo. —¿Para qué ponerle un nombre si moriría en algunas horas?
—Yo vi cuando pasó —dijo otro que regresaba del hormiguero. Se apresuró en cuanto escuchó la conversación—, lo vi muy bien y sé también hacia dónde se fue. Deberías ir a buscarlo.
«¿Ir a buscarlo? ¿Para qué?», pensó. «No hay nada que pueda hacer ya, están muertos y estoy solo. Solo me arriesgaría a una muerte inútil». No dijo nada de eso frente a sus compañeras, no sabía cómo podrían tomarlo.
—¿Debería ir a buscarlo? —dijo en cambio.
—¡Por supuesto! No está lejos, y pronto volverá a tener hambre. —Los apéndices de la obrera se movían con expresividad de un lado a otro, apoyando la firmeza con la que pronunciaba sus palabras. —¿Qué harás cuando no quede más? Nosotras no tenemos por qué huir o albergar miedo —agitó sus patas delanteras, intentando abarcar todo el jardín con ellas—, después de todo, somos muchas y diminutas, una comida que le parecerá desdeñable. Pero tú eres grande y robusto, y tienes un hijo que algún día será grande y robusto; toda tu descendencia vivirá para siempre con el miedo de ser exterminada por esa cosa. Debes hacer algo ahora.
La verdad no se filtraba a cuentagotas por las palabras de la hormiga, al contrario, fluía como un manantial gigantesco que huye de las montañas para abrazar al mar. Tenía que ponerse patas a la obra, y debía hacerlo pronto —miró a su vástago, el último de todos, y el más indefenso— o no habrá mañana para él ni para los suyos.
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A cada paso que daba, su temor crecía más, como si se alimentara de la tierra que sus patas pisaban.
Según las indicaciones de su compañera, el demonio se protegía de la lluvia en una caja de metal que algún humano dejó a la intemperie la noche anterior. Para llegar allí, tuvo que superar peligros que nunca se hubiera imaginado superar: andar bajo la lluvia, por ejemplo.
Ya casi llegaba. Podía escuchar el sonido del agua al chocar entre el acero, un repiqueteo.
El gato no estaba lejos. Las palomas recobraron la sensatez y volaron hacia un templo ubicado en la otra calle, un templo con una gigantesca atalaya con la que llamaba a los feligreses cada mañana del miércoles; así que el felino dedicó su tiempo a deambular alrededor del padre. Era el guardaespaldas perfecto.
Llegó. La urna se alzaba tan alto que cubría su vista de las nubes; no estaba tapado, y la parte superior hacía las veces de entrada. Aun desde lejos pudo ver al ser de destruyó su vida: Dos patas que terminaban en tres dedos con garras afiladas como guadañas, un cuerpo cubierto de plumas naranjas —terminado en algo que podría ser una cola—, y dos ojos, negros como la tierra fértil, pero también como un cuerpo calcinado. No parecía distinguirlo. ¿Quién, sino un tonto, podría acercarse a recibir la muerte?
Las patas de Madaco temblaban, por supuesto. ¿Qué más podían hacer? Veía cómo el demonio lo observaba, cómo giraba la cabeza de un lado a otro para observar mejor a su futura presa.
El demonio levantó el vuelo; su aletear hizo que algunos hierbajos se despegaran de la tierra. Volvió a posarse, cerca del visitante, y lo observó durante un largo rato, quizá a la espera de que su almuerzo dijera algo.
—Señor... —empezó el escarabajo. Quiso controlar la tiritona que le producía verlo, quiso encontrar odio para enfrentarse a él como se debía, pero no pudo. Tenía miedo, y se dio cuenta entonces que fue una pésima idea llegar hasta allí. —No sé si me recuerda, yo...
El ave canturreó un sonido carente de cualquier significado, pero por la forma en que lo lanzó, supuso que no le desagradaba la visita. Claro que te recuerdo, pensó que dijo, tus hijos fueron el mejor almuerzo que probé en días.
—A eso venía, señor. Yo...
Otra reverberación, más suave, más limpia. Sé a lo qué viniste, le pareció escuchar en medio del trino, sé todo antes siquiera de que tú lo pienses. Quieres que te deje en paz con tu última cría, quieres que me aleje de aquí.
El escarabajo retrocedió, sorprendido. El pájaro se acercó cada vez más; lo tenía al alcance de un picotazo. Giraba el cráneo, quizá poseso de una furia capaz de destruir imperios.
—Sí, señor. —Fue lo único que logró decir.
Su enemigo —o lo que fuera que representara en su vida— batió sus plumas. Habría levantado polvo si la exánime lluvia no hubiera hecho su trabajo. Acercó también su pico y comenzó a golpear la tierra con indiferencia y muy cerca de él, se aproximó todavía más a su objetivo, y cada golpe de contra el suelo llegaba con más precisión. Lanzó un trino mortal, el anuncio definitivo de que el intruso no viviría para ver crecer a su larva; fue un canto agorero, una sinfonía cruel, una melodía funesta.
Madaco moriría, sin lugar a dudas.
—Oh, disculpe, —si tuviera lágrimas, seguramente ya habría muerto deshidratado— señor, yo... lo siento tanto. No era mi intención incomodarlo. Déjeme retirarme, por favor. Le prometo que...
Pero era demasiado tarde. Por lo que parecía, el demonio se preparaba para un aperitivo.
El escarabajo estaba por cerrar los ojos cuando vio unas zarpas, como espadas que se blanden en la oscuridad y portan el brillo del sol. El gato sostuvo al demonio con sus patas plomas y sus pezuñas rosadas. La cabeza del canario desapareció entre el hocico el felino; después, este engulló su cuerpo; ni las patas, con sus afilados garfios, se salvaron. Allí mismo lo devoró, entre el llanto de un cielo que se cansó de esperar.
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