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El clima era terriblemente lluvioso. Tal vez él estaba de mal humor. No, "tal vez" no. Él estaba de mal humor.
¿Qué cómo lo sabía? Pues, porque en medio año puedes llegar a conocer muy bien a alguien.
Y yo llegué a conocer muy bien a ese pequeño cosmos.
Llegué a saber cada uno de sus gestos, llegué a entender lo que significaba cada una de sus tiernas rabietas que causaban desbarajustes en la ciudad. Llegué a comprender cada guiño de él en los callejones, en las nubes, en la lluvia, en las plantas, en todo.
Aún podía recordar con exactitud cómo los astros en sus ojos brillaban al resolver los acertijos que le dejaba como juegos. Podía recordar su risa que sonaba a brisa. Podía recordarlo todo de él aun cuando habían pasado años.
Me encontraba en casa, deslizando mi pulgar por la pantalla de mi celular mientras comía una paleta de hielo. Una de uva, como las que tanto le gustaban a él.
Miré por la ventana y no pude observar más allá de las ramas de mi parra plantada al lado de mi vienta porque la tormenta era salvaje. Algo iba mal con mi pequeño universo y yo solo deseaba tenerlo frente a mí para decirle que todo iría bien.
La luz se fue en el barrio en el que estaba mi hogar (algo que pasaba muy seguido en aquel barrio pobre) y gruñí frustrada cuando la señal de internet desapareció de mi móvil.
Me levanté del sillón cama en el que estaba recostada y coloqué la música que tenía guardada en la memoria de mi teléfono en modo aleatorio. Sleeping at last resonó en el eco de mi cuarto e iluminó ante mis ojos la oscuridad que se había formado.
Me levanté a duras penas. El nuevo trabajo que había conseguido era algo matador y terminaba todos los días demasiado cansada. Mis labios se movieron al son de la letra de Neptune y, entonces, alguien tocó a mi puerta.
Mi corazón se aceleró porque reconocí ese "toc, toc, pausa, toctoctoc". No podía ser... ¿O sí?
Me encaminé a la puerta y cuando la abrí mi corazón dió un vuelco de felicidad porque sí, mi pequeño cosmos había vuelto. Solo que... Ya no era un pequeño cosmos.
Ante mí había un joven, delgado como siempre, con costillas brillando como si en vez de pulmones contuviera luciérnagas en esa jaula en su pecho. Sus ojos seguían siendo astros y satélites. Sus manos eran distintas: solo sus dedos eran oscuros y con pecas claras. Su cuerpo había cambiado, era más alto que yo, ligeramente ejercitado, de tez pálida y llevaba una hoodie y unos pantalones oscuros guangos que le resbalaban en el suelo empapado.
—Hola...
—¡Cosmos! —me lancé a sus brazos y lo rodeé apretándolo contra mí en un abrazo fuerte que me hacía sentir su calor.
—Hoku...
Cosmos me correspondió al abrazo y apoyó su mentón en mi cabeza.
—Te extrañé, niño tonto... —mencioné entre lágrimas de alegría. No podía creerme que él hubiera regresado.
—Y yo a ti, humanita.
"Humanita"... Habían pasado tantos años de que él me llamara así, que ahora que lo hacía me sentía de nuevo especial.
Pasó a mi casa, le hice un moka con chocolate blanco como a él le encantaban y hablamos de todo y nada.
Él me contó sobre sus astros, sobre los eclipses que se verían ese año y sobre los cometas que pasarían cerca de mi ubicación en la Tierra.
Yo me dediqué a escucharle con atención. Cada palabra que decía era para mí un élixir de vida, una maravilla que no podía perderme por nada del mundo.
Le dije que se quedara a dormir conmigo y él aceptó. Él descansó como un pequeño sin miedo, yo no pude dormir; me quedé toda la noche observando su rostro, su tranquila respiración, sus pecas que se movían por su piel según se iban moviendo las estrellas en el horizonte.
Al siguiente día el mundo era algo nuevo, las libélulas y las mariposas volaban entre las flores y los charcos, el sol iluminaba alegremente, la luna resaltaba en el azul del cielo acompañando en el firmamento al astro rey.
—¿Por qué viniste, Cosmos? —le pregunté mientras desayunábamos en la sala de mi casa, tirados en el suelo y sentados en posición de flor de loto mientras comíamos de los platos en el suelo con nuestros tenedores.
—Te extrañaba... Necesitaba verte de nuevo.
Aquello logró arrancarme un sonrojo.
—También te extrañé, pequeño tonto.
Él sonrió y miró al suelo.
—¿Crees que podamos ir a nuestro parque más tarde?
—No es "nuestro" parque, Cosmos...
—Soy el Universo, puedo decidir qué es nuestro y qué no —dijo con un ligero tono de soberbia y yo reí como puerquito por lo bajo.
—Vale, vale. Está bien. Vayamos a "nuestro" parque, monsieur Univers.
Él amplió su sonrisa y continuó comiendo en silencio.
Llegó la tarde y tomé su mano para ir al parque que él ya había decidido que sería nuestro.
La vida es una paradoja cruel, te hace creer que es de color rosa cuando en realidad es de un tono rojo, rojo sangre que siempre acarrea la muerte en cada rincón.
Ni siquiera lo noté, no lo esperaba. Él tampoco tal vez, o tal vez sí y por eso había venido, para darme mis últimos minutos de felicidad antes de mi mala suerte.
Íbamos cruzando un puente cuando la lámina bajo mis pies se rompió y me dejó caer hacia el suelo donde pasaban autos. Mi muerte fue inminente, ni siquiera él pudo detenerla.
Sus ojos de color perla se volvieron un huracán de colores negros, el mundo entero colapsó cuando mi vida escapó de mis huesos. El cielo retumbó en truenos, la tierra se incendió como un cigarrillo y se consumió tan pronto como las cenizas de un libro viejo. El mar se volvió una tormenta de caos que destruyó ciudades. Las estrellas explotaron. Las galaxias fueron consumidas por agujeros negros. Los mismos agujeros negros estallaron dejando un vacío en el corazón de mi pequeño cosmos.
No estuvimos listos para dejarnos ir jamás. Nunca estuvimos listos para perder en el juego de la vida.
Porque la vida siempre fue una paradoja para ambos. Él, mi luz, me abandonó en un día de oscuridad y yo, su orden en su caos, lo dejé en un día de tormenta.
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