9. El camino correcto
Aterricé en el frío y pegajoso suelo con violencia, siendo recibida por una gélida corriente de aire que me sacudió hasta las entrañas. Me tensé al escuchar una respiración cerca de mí y busqué la daga que llevaba en la espalda con ansiedad, preparándome para defenderme de lo que fuera que se escondía en la oscuridad. Un estallido de luz me obligó a cerrar los ojos, no siendo capaz de abrirlos hasta momentos más tarde, afectada por la claridad que emanaban las antorchas que había situadas en los muros que se erigían ante mí y que se habían encendido por arte de magia.
Ante mí se levantaban sobrecogedores muros de piedra de al menos veinte metros de alto que estaban recubiertos por hiedras y vegetación. En ellos se podían observar las marcas y arañazos que habían dejado las pobres almas que se habían quedado atrapadas en el Laberinto del Olvido a lo largo de los ciclos. Mi cuerpo vibró con otro escalofrío al pensar en las decenas de nei que pensaron que podrían escalar aquellos muros para ser libres y reunirse con sus seres queridos, solo para darse cuenta días después de que aquella tarea no era posible y sus familias jamás descubrirían lo que les había ocurrido.
Las lágrimas bañaron mis ojos con rapidez y amargura en cuanto me di cuenta de que los sonidos que había escuchado con anterioridad no provenían de ningún enemigo que se preparara para atacarme en la oscuridad, sino que se trataba de la agitada respiración del caballo de Mónica, que yacía en el suelo en una postura antinatural, con los huesos rotos e incapaz de moverse, agonizando en sus últimos instantes de vida. Su figura se movía con angustia y los sonidos que emitía el pobre animal dejaban más que claro que el dolor que estaba sintiendo era desgarrador.
Me fallaron las piernas al presenciar aquella escena tan estremecedora y caí de rodillas al lado del animal. Posé mis manos sobre él en un vano intento de calmarlo, pero su dolor era tan grande que mis palabras no tenían ningún efecto sobre él. Algo en mi interior se rompió al ver el dolor y la impotencia en sus ojos, el movimiento descontrolado de su respiración y su continuo sufrimiento al no ganar la lucha contra la muerte. Las lágrimas se deslizaron por mis mejillas cargadas de dolor, sintiéndome impotente al no poder hacer nada por ayudar a aquella pobre criatura que se había sumido en tal sufrimiento, y lo abracé con toda la delicadeza que pude.
Mis ojos se encontraron con los del animal, que parecía haber abandonado toda esperanza al comprender que su hora había llegado. Mi corazón se resintió al escuchar los ruidos y gemidos que provenían del caballo, cuya respiración se había dificultado hasta el punto de convertirse en un sonido agudo y estridente. Con las lágrimas humedeciendo mi rostro con una calidez incómoda, acaricié su cara con suavidad mientras le clavaba la daga en el pescuezo en un movimiento rápido y seco.
La calidez de la sangre del animal bañó mis dedos, haciendo que el nudo de dolor que sentía en el pecho se extendiera hasta mi garganta, y mi llanto se convirtió en un grito ahogado. La respiración del animal se transformó en un sonido débil y aterciopelado y el movimiento de su cuerpo pasó a ser un leve baile controlado. Sus ojos dejaron de brillar con agonía y sufrimiento para convertirse en un espejo de velada calma, y el animal tomó su última respiración antes de que su cuerpo se quedara completamente inmóvil ante mis ojos.
El silencio que inundó aquel pasadizo me golpeó con furia y mi cuerpo se tensó al sentir como alguien posaba una mano en mi hombro. Me volví con rapidez, preparada para el combate, pero en su lugar fui recibida por cuatro soldados que me observaban con miradas cargadas de diversas emociones.
Quentin se arrodilló a mi lado y me acarició la mejilla con ternura. En sus ojos vi comprensión y dolor, pero el joven no dijo nada y se limitó a asentir levemente con la cabeza, transmitiéndome sin palabras que entendía lo que había hecho y por qué lo había hecho. El soldado me envolvió en un cálido abrazo y mi cuerpo se golpeó contra el suyo con violencia, incapaz de contener el llanto y el dolor, abrumada por los acontecimientos y las emociones que me oprimían.
No sé cuánto tiempo permanecimos en aquella posición, pero mi respiración se fue normalizando poco a poco y las lágrimas dejaron de deslizarse por mis mejillas al mismo tiempo que se aclaraban mis pensamientos. Era evidente que Quentin pertenecía al Clan Rubí, el reino de las emociones, y me separé de él en cuanto recordé dónde estábamos y qué era lo que nos había llevado allí. El soldado me observó con cautela y se separó un poco más, permitiendo que me levantara. Al hacerlo sequé las últimas lágrimas que habían escapado de mis ojos y emprendí el camino en busca de Mónica con mayor convicción, escuchando segundos después como el sonido de los pasos de los soldados rebotaba en las paredes de piedra, rompiendo aquel silencio sepulcral.
Eché un vistazo a nuestro alrededor sin llegar a sorprenderme por la sensación gris y sombría que inundaba el ambiente. El suelo estaba repleto de restos de utensilios que se habían echado a perder con el tiempo, piedras y lodo, y el único sonido que se escuchaba, además del de nuestro caminar, era el silbido del viento. Me estremecí al percibir movimiento cerca de mí, y al volverme me encontré con la inquieta mirada de Max. La luz de las antorchas permitió que apreciara el intenso verde menta que brillaba en sus ojos, y cuando dio un paso en mi dirección me envolvió un reconfortante olor a hierba recién cortada que relajó mis sentidos.
Su pelo marrón oscuro estaba recogido en un nudo sobre su nuca, pero algunos mechones volaban libres al seguir la dirección del viento, y su frondosa barba, del mismo color, ocultaba la línea de su mandíbula. Las pequeñas pecas que acentuaban la dulzura en su rostro se movieron cuando frunció el ceño y fue entonces cuando lo vi por primera vez. La preocupación que reflejaban sus ojos actuó como una puerta que me permitió ver más allá y sentir el pesar y la oscuridad que tanto se esforzaba por ocultar aquel soldado. ¿Sería aquello que lo atormentaba lo que hacía que fuera tan reservado?
—¿Estás bien? —me preguntó con un tono cercano mientras me agarraba con su fuerte brazo.
Yo me limité a asentir al no ser capaz de articular una respuesta y desvié mi mirada al entorno que nos rodeaba para aclarar mis pensamientos, decisión que me arrepentí de haber tomado al comprender lo que estaban percibiendo mis ojos. Jadeé impresionada al prestar más atención a lo que estaba viendo y Max apretó su agarre al darse cuenta de que en la parte más baja del muro, iluminados por las antorchas, descansaban los cuerpos sin vida de aquellos que se habían adentrado en el laberinto por error y que nunca más habían vuelto a salir de allí.
Escuché como los soldados emitían gemidos de sorpresa y horror al mismo tiempo que sentía la calidez de las lágrimas que se volvían a deslizar por mis mejillas. La angustia nubló mi pensamiento, impidiendo que dejara de observar los restos de dos pequeños niños que yacían abrazados en el suelo de piedra.
—Me encargaré personalmente de que se cierre el acceso a este maldito lugar en cuanto regresemos a la Fortaleza —dijo Killian entre dientes.
Podía percibir la ira que irradiaba su voz a pesar de la distancia, sentimiento que pareció contagiar a los otros soldados. Su tristeza fue reemplazada por impotencia, mientras que el único pensamiento que tenía cabida en mi mente era que aquella podía haber sido yo. Sacudí la cabeza deseando que los recuerdos que estaban enviando sacudidas a mi espalda desaparecieran y que el nudo de mi garganta se fuera con ellos.
Respiré hondo, sabiendo que teníamos que salir de allí cuanto antes, y avancé hacia los tres caminos que se abrían delante de nosotros bajo las confusas miradas de los soldados.
—¿Cuál es el camino correcto? —preguntó Quentin con inquietud.
—Te lo diré cuando sepa cuáles son los dos incorrectos. Esperad aquí —ordené sin prestarles demasiada atención.
Al adentrarme en el primer pasadizo pude ver como el movimiento de la antorcha que llevaba en la mano proyectaba turbadoras siluetas en las paredes, sinuosas sombras que parecían tener vida propia y que no ayudaban a calmar mis nervios. No fue hasta que llegué a la bifurcación y me situé delante de la pared que sentí a los cuatro soldados detrás de mí, observándome con cautela e intriga pero dejándome obrar en paz.
Extendí las palmas de las manos sobre el muro intentando determinar cuál sería la altura correcta para empezar a buscar y comencé a rascar los tallos de las plantas, el polvo y la mugre que se habían acumulado sobre las piedras con el paso de los ciclos. Poco después encontré tras ellos una marca blanca que había permanecido intacta, ajena al paso del tiempo y a los elementos, y solté un suspiro de alivio que hizo que las lágrimas volvieran a mis ojos.
—¿Qué es eso? —preguntó Max con curiosidad.
—Es por la derecha —declaré, ignorando la pregunta y continuando hacia la siguiente bifurcación, donde repetí el mismo procedimiento hasta que encontré el dibujo que indicaba que debíamos tomar el camino de la izquierda.
—¿Qué son esas líneas? —volvió a preguntar el soldado de ojos verdes, no dándose por vencido.
—Son indicaciones —respondí sorprendida al escuchar de nuevo su voz.
Era obvio que querían preguntarme cómo sabía que estaban allí aquellas marcas pero yo no quería hablar del tema y ellos parecieron respetarlo, lo que agradecí infinitamente. El simple hecho de recorrer aquellos caminos ya traía consigo horribles sensaciones que no quería agravar recordando cosas que era mejor dejar en el olvido.
Ya casi habíamos llegado al siguiente desvío cuando escuché un grito ensordecedor proveniente de Mónica. Empecé a correr siguiendo el sonido con premura, asustada y sobresaltada al mismo tiempo, para ver como la soldado apuntaba con su espada a una gran masa de partículas de humo que se suspendían en el aire.
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