23. El poder del karma
Abrí los ojos al sentir que una intensa luz atravesaba mis párpados, incomodándome. Al escuchar una profunda respiración cerca agarré con discreción la daga de mi espalda, pero en cuanto descubrí a Killian durmiendo plácidamente en su cama, la sensación de peligro desapareció. No recordaba en qué momento me había quedado dormida pero supuse que había sido en mitad de nuestra conversación porque me había despertado acurrucada a los pies de la cama. Al echar un vistazo a la chimenea para ver si el fuego seguía encendido me di cuenta de que el resto de la cabaña seguía a oscuras. Por la ventana tan solo entraba un haz de luz que había ido a parar justo a mi cara; estaba claro que el poder del karma no se había extinguido con la civilización antigua.
Después de avivar un poco el fuego cogí una tela y vertí sobre ella unas cucharadas de la especie de cataplasma que había preparado el día anterior. La herida de Killian había mejorado mucho durante la noche, y a pesar de que se movió cuando levanté la tela que cubría el corte, continuó durmiendo plácidamente.
Aprovechando la calma del momento limpié su herida con agua fresca antes de poner el nuevo ungüento sobre el corte. Después coloqué un trozo de tela limpia alrededor de su pecho y lo apreté para que aplicara presión sobre la herida y la mantuviera segura durante todo el día. Cuando me moví para alejarme de la cama me encontré con un par de brillantes ojos aguamarina que me observaban con diversión.
—Buenos días, Ix Realix —dije para intentar camuflar mi fastidio al darme cuenta de que me había pillado.
—¿Ya han salido los soles? —preguntó somnoliento mientras bostezaba, provocando que lo observara con una inesperada ternura.
—¿Qué haces todavía en la cama, oso perezoso? —preguntó Quentin nada más entrar en la cabaña.
Los rostros de los soldados se aflojaron al comprobar que Killian estaba bien y en ellos se dibujaron grandes sonrisas al descubrir las buenas noticias. Max se acercó a la cama con un plato lleno de dulces que habían encontrado en el cobertizo y se lo tendió al jefe del clan, mientras que Aidan le daba una taza que contenía una humeante infusión de hierbas. Sonreí al ver que los soldados estaban aprendiendo a valerse sin magia y no pude evitar sentirme un poco orgullosa. Mónica se acercó para sentarse a mi lado en el baúl, empujándome ligeramente con el hombro a modo de saludo antes de darme una taza con la misma infusión.
—¿Cómo te encuentras? —preguntó Aidan con suavidad.
—Perfectamente. —El tono de Killian se vio afectado por la sonrisa con la que intentó tranquilizar a su amigo.
—Entonces podemos iniciar el camino de vuelta a la ciudad hoy mismo —añadió Max con alivio mientras comía uno de los dulces que había traído.
Los soldados asintieron con convicción, deseosos de abandonar el peligro que se ocultaba en aquellos bosques. Yo, por mi parte, intenté contener la emoción para que no fuera tan evidente que me moría de ganas de llegar a Aqua y recuperar mi vida, pero Killian hizo un gesto que me dio razones para desconfiar. Sus ojos se centraron en los míos, observándome con una intensidad que no conseguí comprender.
—Tenemos una cosa que hacer antes de volver a casa —dijo con la mirada todavía clavada en la mía—. Llévanos al Hrath.
Mis ojos se abrieron por la sorpresa al escuchar aquellas tres palabras que me habían dejado atónita. La mirada de Killian seguía fija en mis ojos, ajeno a las protestas y muestras de ofuscación de sus soldados. Yo asentí con la cabeza a modo de confirmación y él me respondió con el mismo gesto, haciendo que una cálida sensación se extendiera por mi interior al darme cuenta de que el jefe de clanes acababa de expresar sus deseos de ir al Hrath.
—¡Moira! —exclamó Quentin llamando mi atención—. Dile que lo que está pidiendo es imposible.
—Es más que imposible, ¡es una locura! —coincidió Aidan con disgusto.
Incapaz de ver el cuál era el problema, me limité a encogerme de hombros.
—¡Pero Moira! —intervino Mónica, decepcionada por mi reacción.
—Killian, estás herido —dijo Max señalando la evidencia—. No sabemos nada del enemigo, cuáles son sus planes ni dónde se esconden. No hay magia en Neibos y la población se siente totalmente desprotegida; no es momento de hacer excursiones.
Los soldados me observaron con atención, esperando que me pusiera de su parte.
—No tengo nada que decir —dije negando con la cabeza.
—Debe ser la primera vez en la vida —susurró Killian por lo bajo.
Mis ojos se encontraron con los suyos, que reflejaron su incomodidad al darse cuenta de que lo había escuchado, y tuve que suprimir una fugaz sonrisa porque lo cierto era que sí tenía cosas que decir.
—¡Moira! —rogó Quentin con un tono cargado de súplica.
—¿Qué? —pregunté algo molesta con aquella situación—. Si está lo suficientemente bien como para volver a la ciudad, también lo está para visitar el Hrath. —Los soldados me miraron indignados, deseando no haberme pedido opinión—. Decís que la población se siente desprotegida pero las personas que viven en el Hrath también forman parte de esa población, y siento ser yo quien os lo diga, pero ellas llevan estando desprotegidas mucho más tiempo. No esperéis que rechace la primera petición en ciclos que promete prestarles un poco de atención porque es algo que no voy a hacer.
Los soldados me observaron abatidos, sabiendo que no había nada que pudieran decir para ganar aquella batalla.
—Me encanta cuando todo el mundo está de acuerdo —dijo Killian con ironía—. Está decidido, nos vamos.
Los soldados, como buenos súbditos, no añadieron nada más y se marcharon para recoger sus cosas sin protestar, mientras que yo, intentando comprender cómo podían aceptar algo en lo que estaban totalmente en contra, me dirigí al bosque para aclarar mis pensamientos. Comenzamos nuestro camino montaña arriba poco después, sorprendiéndome lo rápido que avanzábamos en comparación con el día anterior. Caminábamos con energía y convicción, especialmente yo, que no podía dejar de pensar en cuál sería la reacción de los soldados al descubrir el Hrath.
Cada uno de nosotros avanzaba absorto en sus propios pensamientos, caminando con cautela entre los árboles. Horas después nos detuvimos en un riachuelo para descansar durante unos minutos y reponer fuerzas, y al hacerlo me pareció distinguir en la verde inmensidad a la lechuza blanca que nos habíamos encontrado en el bosque noches atrás.
La temperatura había descendido varios grados desde que habíamos salido de la Cabaña de Otoño y a pesar de que nadie había dicho nada, todos sabíamos que teníamos que movernos con rapidez si queríamos llegar a la Cumbre Solitaria antes de congelarnos en el intento. Era imposible no darse cuenta de que la vegetación quedaba más oculta bajo la nieve con cada paso que dábamos y después de un tiempo empecé a comprender por qué llamaban a aquel lugar la zona nívea. A nuestro alrededor se extendía un manto frío e impecable que cubría de blanco hasta el último centímetro de superficie visible, e incluso los pocos árboles que encontrábamos por el camino se camuflaban en aquella monocromía.
Avanzar me suponía un esfuerzo infernal porque tenía que desenterrar la mitad de la pierna que había quedado sepultada bajo la nieve para que, al moverme, fuera la otra la que pasara a desaparecer entre la helada masa que lo cubría todo. Me consolaba saber que al resto de los soldados tampoco les estaba resultando nada fácil el trayecto, aunque como decían antiguamente, mal de muchos, consuelo de tontos. Lo que sí que me sorprendía era la tolerancia que tenía ante la bajada de la temperatura, pero el mérito lo tenían las ropas impermeables que me habían dado los soldados y que influían notablemente en lo bien que estaba llevando aquel viaje.
A pesar de que intercambiábamos algunas frases de vez en cuando, realizamos la mayor parte del camino en silencio, dedicando toda nuestra atención al difícil entorno que nos rodeaba y reflexionando sobre los pensamientos que ocupaban nuestras mentes. El clima había empeorado considerablemente y el trayecto se había vuelto mucho más arduo. Nos las habíamos apañado para llegar vivos a la media tarde, pero a partir de aquel momento todo se había agravado.
Cuando comenzamos a subir la primera montaña de la sierra nos topamos con una ventisca tan fuerte que continuar avanzando se había convertido en algo casi imposible. La temperatura había caído en picado y estábamos a varios grados bajo cero. Distinguir lo que teníamos a menos de diez centímetros de distancia era una meta prácticamente inalcanzable porque la luz de los soles había sido opacada por la nieve con la que cargaba el viento, y tuvimos que echar mano de nuestras luces de Roh para poder percibir algo a nuestro alrededor.
El color morado se había apoderado de mis manos a pesar de que las había metido en los bolsillos de la chaqueta y hacía tiempo que había dejado de sentir los pies. Quentin no se quejaba, ninguno de nosotros lo hacía, pero el rostro del soldado demostraba lo mucho que estaba sufriendo.
Killian lideraba el grupo y se mantenía firme a pesar de las circunstancias. Su entereza me había sorprendido de manera excepcional, al igual que la mía propia, pero mi mente se distrajo en cuanto distinguí un familiar graznido entre el ruido del viento. Me volví para comprobar de dónde provenía y al girarme pude ver como la blanca lechuza que nos había abandonado en el río había vuelto para hacernos compañía.
—¡Baloo! ¿Pero dónde te habías metido? —preguntó Mónica mientras acariciaba la cabeza del animal que se había posado en su hombro.
—Estaría intentando alejarse un rato de ti —comentó Quentin con crueldad.
—¿Pero a ti qué te pasa? —preguntó Aidan en tono de reprimenda. No pude evitar sonreír al ver como Mónica se sonrojaba ligeramente al no estar acostumbrada a las muestras de cariño por parte del apuesto soldado que tan importante era para ella.
—Lo siento. Perdona, Mónica, sabes que no lo digo en serio. Tanto frío me está congelando las ideas —se disculpó el Rubí con torpeza, sorprendido por su propia reacción.
—¿Cómo vamos? —me preguntó un Max bastante agotado.
—Bien, ya falta poco —respondí más animada de lo que en realidad estaba en un intento de contagiarles la emoción. Killian me observó con cautela pero no dijo nada. El jefe del clan no había abierto la boca desde que habíamos partido de la cabaña aquella mañana, y yo no podía evitar preguntarme qué mosca le había picado.
—¡Baloo! —exclamó Mónica con una sonrisa al sentir como la lechuza se acomodaba en su cabeza.
—Necesito que me expliques por qué le llamas así —solté sin aguantar ni un segundo más mi curiosidad.
—Mi madre tenía un juguete muy antiguo que había heredado por tradición familiar y se llamaba así —respondió ella encogiéndose de hombros.
—¿Era un oso? —Mónica arrugó la frente.
—¿Cómo lo sabes?
Las confundidas expresiones de los soldados hicieron que soltara una carcajada alegre que no llegó a mis oídos porque alguien tiró de mí hacia atrás con mucha fuerza, haciendo que me cayera al suelo. La nieve envió un escalofrío por mi columna vertebral que me ayudó a procesar lo que estaba ocurriendo e intenté girarme para verle la cara a mi atacante, y ya de paso, partírsela.
La oscuridad me envolvió cuando me cubrieron la cara con una tela que no me dejaba ver absolutamente nada. Invertí todas mis fuerzas en gritar pero no sirvió de nada porque me habían puesto una cuerda entre los dientes para asegurarse de que no lo hacía. Escuché como la Guardia Aylerix luchaba a escasos metros de distancia contra nuestros atacantes pero en el fondo sabía que no había nada que pudiéramos hacer para liberarnos.
Poco tiempo después, el silencio al que solo acompañaba el silbido del viento me confirmó lo que ya sabía: nos habían capturado.
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Biquiñoooos ❤️
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