El reflejo en el azul de sus ojos.
Rabia, dolor, humillación.
La ira corría por las venas de Lucerys como fuego líquido, alimentando el dragón que vivía en él. Las noticias volaban rápido en Desembarco del Rey. Los chismosos vivían hambrientos y se alimentaban de cualquier migaja, eso todos los sabían, pero no había sido un pajarito cantor quien le había llevado la misiva destructiva. El motivo de su ira llegó en la forma de un cuervo negro con una carta dirigida específicamente para él, por parte de su madre.
Las palabras se mezclaron en un sinsentido a medida que Lucerys las leyó. Su madre, la Reina Rhaenyra Targaryen, le exigía como Señor de Dirftmark que se presentara donde su tío Aemond Targaryen y le llevara sus congratulaciones en honor a su compromiso y pronta futura boda. Era insólito, Lucerys solo llevaba confinado a Driftmark unos seis meses; después de que su madre venciera en la guerra por el reclamo del trono por parte de su tío Aegon y los verdes, decidió ser benevolente con los sobrevivientes que mostraran auténtica redención.
Aemond, su hermana Helaena Targaryen y los hijos de ella fueron los únicos absueltos. Daemon había estado renuente a perdonar a Aemond, pero Lucerys intervino en favor de este y su madre decidió confiar en su juicio, considerando que Aemond había tenido la oportunidad de matarlo y no lo había hecho. Una condescendencia real, pero más que suficiente para mantener con vida al hombre que amaba.
Las manos de Lucerys se cerraron en dos puños apretados y la mesa fue el receptor de su ira; aun a través de los guantes Lucerys pudo sentir su piel arder ante el golpe. Aemond y él tenían una historia complicada, llena de huecos vacíos y oscuros ante los ojos de los demás. Lucerys había tomado el ojo de Aemond cuando era apenas un niño, en defensa de su hermano Jace, pero su tío jamás había olvidado tal ultraje y se había prometido a sí mismo tomar un ojo de Lucerys como compensación algún día.
El día en que pudo hacerlo llegó, pero cuando se vieron volando bajo la lluvia sobre sus dragones, y Vhagar cerró sus dientes sobre Arrax, Aemond se enfrentó a la dura realidad: no quería lastimar a Lucerys. De alguna forma, el joven de cabellos oscuros había logrado saltar de su silla de jinete y Vhagar obedeció voluntariamente a Aemond cuando este le ordenó que descendiera veloz. Lucerys se había creído muerto y, cuando sintió el golpe duro en su espalda que extrajo todo el aire de sus pulmones, creyó que había llegado su final; en cambio, se encontró envuelto entre brazos cubiertos de cuero frío y mojado, escuchando la repetición constante de aquella voz profunda que lo llamaba de regreso a la vida:
—Gracias a los siete, estás vivo.
Lo que surgió después de eso era difícil de describir para Lucerys. Ambos pertenecieron a bandos opuestos en la guerra y no dudaron en enfrentarse, pero en algún punto los enfrentamientos se volvieron mensajes furtivos en la noche, las luchas se transformaron en encuentros de cuerpos ardientes sedientos por quemarse entre las llamas líquidas que corrían por sus sangres, y las ofensas y juramentos de agravio cambiaron a palabras de adoración y promesas de un futuro juntos.
Nunca se había sentido Lucerys más completo que cuando entregaba su cuerpo a Aemond, haciéndole saber que era suyo totalmente, que podía disponer de su placer y dolor como quisiera, porque nadie más lo poseía. Lucerys era de Aemond como Aemond de Lucerys…, o eso creyó él.
Volvió a leer la carta de su madre, sintiendo el ardor en sus ojos en conjunto con las lágrimas que no se desbordaron. Había sido confinado a Driftmark para cumplir con sus labores, algo que no lo alteró porque no sería la primera vez que Aemond y él pasaban tiempo separados, pero Lucerys no entendía cómo había sido diferente esta vez.
¿Cuándo Aemond se había enamorado de otra? Quizás no estuviera enamorado de ella. ¿En qué momento se había prometido entonces? ¿Lo estaban forzando a ese matrimonio? Aemond no era Daemon, no cometería los errores del pasado. Si el compromiso existía, él así lo había querido.
La ira dentro de él se alimentaba de la pasión ciega y lastimada de Lucerys, y cuando sus lágrimas hicieron que la pulcra letra de su madre se corriera en una mancha negra por el papel, Lucerys sintió algo romperse en su interior. Cerró los ojos, dejando que su llanto mojara sus mejillas en surcos de sal, y respiró profundamente hasta que sintió su propio corazón latir a un ritmo pasible. Caminó hasta la chimenea con una expresión inerte y arrojó la carta al fuego, viendo las llamas consumir el papel. No fue hasta que todo este se redujo a cenizas que Lucerys se movió, ajustando sus guantes mientras se dirigía a su dragón.
Aysha había sido de los últimos huevos puestos por Syrax. Originalmente era el huevo que debió pertenecer a su hermana, Visenya; ante la muere de Arrax, Daemon fue quien llevó el huevo a Lucerys, asegurando que no podía imaginar en nadie más digno de tener el huevo de su hija y que estaba seguro que eclosionaría. Lucerys tuvo dudas en sus inicios, pero cuando el brillante dragón cobrizo con realces en dorados rompió el huevo, no dudó en aceptarlo con el amor y respeto que merecía.
En el cielo, mientras sentía los grandes músculos del gigante dragón contraerse con cada batir de sus alas y el viento golpeando su rostro, Lucerys recordó el momento en que Aemond se enteró de que él tenía un nuevo dragón. Había esperado furia o resentimiento por los años de burlas hacia un Aemond niño que no tenía la culpa de que su huevo no eclosionara; sin embargo, se encontró con labios cálidos que lo felicitaron entre sonrisas que Lucerys sabía que nadie más había visto jamás. Eran suyas, y eso hacía a Lucerys sentirse henchido de orgullo. Al parecer ya no era así.
La noche se aproximaba cuando Lucerys alcanzó a ver los torreones del castillo que les fue otorgado a Aemond, su hermana y sobrinos. No se les permitió vida en la corte y menos aún pisar Rocadragón, pero su madre fue justa al darles un castillo y todavía reconocerlos como parte de la familia real. Lucerys no agregó opiniones al respecto, que Aemond estuviera lejos de los demás era conveniente para sus encuentros ocultos a ojos ajenos.
Aysha rugió, anunciando su llegada, antes de que sus grandes patas se clavaran en la tierra e hicieran retumbar el suelo. Una comitiva de sirvientes y guardias recibió al Príncipe Lucerys Velaryon, Señor de Driftmark, sin saber que no era a ese noble al que tenían al frente, sino a Luke; el hombre que se escondía detrás de los títulos, la persona real más allá de cualquier rastro de realeza. Con apenas una mueca de reconocimiento, Lucerys avanzó por el familiar castillo, recorriendo los pasillos como si fuera el suyo propio, hasta que la figura familiar de Helaena apareció delante de él de la mano de dos pequeños.
—Helaena, cada vez que te veo estás más hermosa —alagó Lucerys, sonriéndole falsamente y centrando su atención en los niños—. Y ustedes más grandes, queridos primos.
—Gracias, sobrino —respondió Helaena con suavidad, mientras su niña sonreía ante la mirada dulce de Lucerys, pero cuando los ojos del hombre se encontraron con los de su tía, la expresión siempre delicada de Helaena cambió.
—¿Sucede algo, tía? —preguntó Lucerys, genuinamente preocupado.
Helaena era un alma libre, incluso dentro de su propio cuerpo. A veces era alarmante la manera en la que pensaba, pero Aemond la amaba y tanto Rhaenyra como Daemon habían logrado ver la inocencia en ella; pensamiento que también compartió Lucerys y sus hermanos.
—La oscuridad se cierne sobre ambos, una en el cuerpo y otra en el alma —sentenció Helaena, sin decir más antes de hacer una reverencia y retirarse, soltando la mano de sus hijos, quienes corrieron rápidamente detrás de su madre.
Lucerys frunció el ceño ante las palabras de su tía, pero el recuerdo latente de los motivos de su visita avivó las brasas en su interior y su mente borró cualquier pensamiento sobre las divagaciones de Helaena; era normal encontrarla diciendo cosas extrañas y sin sentido todo el tiempo.
El silencio del pasillo lo sobrecogió unos instantes, y Lucerys se permitió ser consumido por la imagen opresiva de las paredes de piedras casi cerniéndose sobre él. Un pie tras el otro forzó a su cuerpo a moverse hasta que sus pasos se volvieron acelerados, casi desesperados; y, entonces, las tan conocidas puertas se mostraron ante él.
No permitió que los guardias lo anunciaran, ni siquiera reconoció que estos estuviesen en las puertas antes de abrirlas de par en par y adentrarse en el salón principal, donde el Señor del castillo debía recibir a las visitas. Un nudo se formó en su garganta cuando tuvo delante la imagen más dolorosamente surrealista que Lucerys alguna vez imaginó: Aemond, vestido de un elegante negro, se encontraba sentado y platicando ameno con una mujer de oscuros cabellos y brillantes ojos esmeraldas que se fijaron en Lucerys apenas su presencia se hizo notar.
—Lucerys —El llamado de Aemond llegó lejano a sus oídos, Lucerys no podía despegar la vista de aquella mirada casi hipnótica que parecía consumirlo, augurando un futuro de desgracias por cada respiro de vida.
—Príncipe —saludó Alys Ríos, incorporándose y haciendo una reverencia imperfecta que Lucerys percibió como intencional, aunque era difícil discernir si esto se debía a su odio hacia la mujer, o tenía fundamentos reales.
—Príncipe Aemond, señora Ríos —Lucerys halló en alguna parte de su ser la fortaleza para hablar, y si su voz salió más ronca y arrastrada que de costumbre, él prefirió ignorarlo—. Vengo por encomienda de mi señora madre, la Reina Rhaenyra, para felicitaros por vuestras futuras nupcias.
—Muy amable de su parte venir personalmente, Príncipe Lucerys —dijo Alys, y el brillo malicioso en su mirada encendió cada parte del castaño. Le costaba diferenciar qué era una ilusión o una realidad.
—Príncipe Lucerys —llamó Aemond, y esta vez Lucerys se permitió mirarlo. Su corazón pareció detenerse en lugar de acelerar como antaño. Aemond tenía una mirada melancólica y a la vez enojada. Una sonrisa triste tiró de la comisura del labio de Lucerys; él entendía el sentimiento—. Es un honor recibirlo en mi castillo y agradezco que haya venido desde tan lejos solo para felicitarnos.
—Es mi deber como Señor de Driftmark y como tu sobrino, tío —contestó Lucerys, y una parte de él se regocijó en el destello de dolor en el ojo de Aemond. Sabía que él había notado el veneno reverberante en sus palabras, y era probable que Alys también, pero a Lucerys ella no le importaba—. Lamentablemente, mis buenos deseos no son el único motivo de mi visita. Esperaba poder hablar con usted en privado, Príncipe Aemond.
—Por supuesto, lo haremos después de la cena —accedió Aemond, pasando su mano por la cintura de Alys para reafirmar lo que Lucerys ya sabía—. Por el momento, puede retirarse a sus aposentos usuales. Están siempre preparados para recibirlo.
Lucerys no dijo nada, se limitó a hacer un leve asentimiento y se marchó a paso rápido incluso antes de que Alys pudiera hacer de nuevo ese intento de reverencia que más parecía una ofensa. Los pasillos por los que tantas veces había transitado se sentían opresivos y la habitación que lo recibió, siempre pulcramente acomodada, parecía una prisión. Desde que había visitado el castillo por primera vez, Lucerys había estado un total de tres veces en esos aposentos y nunca había dormido en ellos.
Se adentró en la recámara sombría, iluminada por la luz de las velas, y el sonido de sus pasos parecía ser un grito de desesperación que contrastaba con la calma externa que Lucerys mostraba. Sus ojos encontraron su propio reflejo en el espejo de pie que estaba en la esquina de la habitación. Él nunca había reparado mucho en su imagen, Aemond solía describirlo con palabras dulces y altisonantes sobre su belleza, pero Lucerys no dedicaba tiempo a observarse. Por primera vez, lo hizo.
Era más alto de lo que pensó que sería en sus años de adolescencia, ni siquiera sabía en qué momento había dejado de pararse en puntas de pie para besar a Aemond y había empezado a sujetar su rostro entre sus manos para que el peliplata mirase hacia arriba. Su cabello caía en rizos parejos oscuros que con los años habían adquirido una tonalidad más negruzca, y sus ojos parecían dos pozos sin fondo en la penumbra de la noche. Mientras más se miraba, más notaba los trazos de Aemond en él. Los músculos que se habían marcado en sus entrenamientos, la fuerza que había adquirido, la marca del odio en su rostro que nunca pensó ver.
No fue consciente de cuánto tiempo pasó observando su reflejo, pero si supo el instante preciso en que la voz en su cabeza apareció. Al inicio fue un susurro tan suave que Lucerys pudo identificar con certeza que no provenía de otro sitio de la habitación, y con cada segundo fue aumentando el volumen hasta que pareció un grito desgarrador que repetía las mismas palabras como el cántico de algún ritual para los viejos Dioses.
El ardor en su pecho creció hasta que Lucerys creyó que su piel se derretiría, delante de sus ojos pasando velozmente cada momento que Aemond y él habían compartido, hasta que su cabeza no era más que un torbellino de recuerdos manchados con la traición de un compromiso elegido.
Dos toques en la puerta y todo se detuvo. La voz se calló y las imágenes cesaron su tortura. El silencio se sintió abrumador por un momento, hasta que los toques volvieron a repetirse y la familiar voz de Aemond llamó desde el pasillo. Lucerys observó la puerta como si fuera el mayor obstáculo de su vida, y con cada paso más cerca de esta su determinación adquiría fortaleza. Su mano se cernió sobre la manilla y el ardor en su pecho dejó de quemar. Cuando Lucerys abrió la puerta y la estoica presencia de Aemond se materializó delante de él, toda su tortura terminó. La decisión estaba tomada.
—Vine para que podamos hablar, y te traje la cena —dijo Aemond, y su voz parecía tener una disculpa implícita debido a lo suave de sus palabras. Lucerys sonrió.
—No tengo hambre, y preferiría no hablar aquí —repuso el Príncipe Velaryon, tomando la bandeja de las manos de Aemond y dejándola en una mesa cercana a la puerta antes de salir de la habitación—. Vamos a dar un paseo en Aysha.
—Lucerys —replicó Aemond con un marcado regaño, la protesta llegando a oídos sordos cuando el menor no se detuvo por eso, sino que avanzó con mayor determinación por los pasillos sin siquiera girar para ver si su tío lo seguía. El patio los recibió con el frío de la noche y Aysha dejó salir un gruñido de reconocimiento cuando Lucerys se acercó a ella con la mano alzada y la acarició—. No podemos hacer esto —protestó nuevamente Aemond, haciendo que Lucerys suspirara cansado.
—Solo quiero alejarme de ella y de este castillo para nuestra conversación —explicó Lucerys, elevando la mirada hacia Aemond con una súplica muda que rompió cualquier reticencia que tuviera el mayor—. Me debes al menos eso.
Quizás fuera la forma en que su voz se rompió, o el llanto contenido que Aemond pudo reconocer en Lucerys. ¿Cuántas veces había escuchado su voz fragmentada por el placer? Aemond no estaba preparado para lo desgarrador que sería oírla de esa forma por dolor. Un dolor que él le había causado. Asintiendo lentamente, Aemond vio a Lucerys subir a Aysha antes de acercarse él, aceptando la mano del menor para subir sobre la dragona. No lo necesitaba, pero… oh, como lo quería.
Apenas el calor de sus cuerpos envolvió al otro contra el frío de la noche, ambos sintieron el fuego familiar avivarse dentro. Lucerys tocó dos veces la espalda de Aysha y la dragona se elevó en el cielo, con el viento golpeando sus cuerpos y la adrenalina familiar del vuelo, Aemond se aferró a Lucerys y apoyó su frente en el hombro del joven, sintiendo su olor llenando sus sentidos. ¿Podía renunciar a eso? Él había tomado una decisión, la más práctica de todas, y había tenido la suerte de que había sido con alguien a quien no era indiferente.
Lucerys lo sentía en la forma en que Aemond lo abrazaba, en como su respiración se aceleraba, en cada gesto que había hecho esa noche había un grito de perdón. Una disculpa no dicha que intentaba solventar el daño. Una sonrisa adornó su rostro. Aemond todavía lo amaba, solo estaba siguiendo el camino más sencillo.
El escondite familiar de tantas noches de pasión apareció delante de ellos y Aysha descendió cómo hacía siempre, permitiéndole a ambos dejar la montura y enfrentarse al pequeño conjunto de torres que Aemond ordenaba mantener siempre en perfectas condiciones para cuando Lucerys y él venían a visitarla, escapando de las palabras susurrantes de Helaena y los posibles espías de Rhaenyra. No intercambiaron palabras mientras se adentraban en la estancia, con cinco guardias leales y tres sirvientes que los recibieron de inmediato entre bienvenidas y ofertas para acomodarlos.
Aemond las rechazó todas, indicando que nadie se acercara a la torre principal donde estaban las habitaciones, aunque solamente usaran una en cualquier caso. Lucerys ni se molestó en mirar a ninguno de ellos, dirigiéndose directo hacia ese refugio de noches de pasión que tantas veces antes los había resguardado. Para cuando Aemond lo alcanzó dentro de la recámara, Lucerys ya había dejado la capa en la mesa que estaba al lado de la cama, junto con el cinturón que sostenía sus armas y sus guantes.
—¿No tienes nada que decir? —preguntó Lucerys, sin mirar a Aemond mientras servía dos copas de vino que las sirvientas debieron de haber dejado apenas notaron a Aysha acercándose.
—Estás enojado —dijo Aemond, su voz no más que un susurro que en el silencio pareció un grito.
—No, no estoy enojado —negó Lucerys, girándose hacia Aemond y entregándole una de las copas, una sonrisa triste lastimando la belleza de su rostro—. Estoy dolido, Aemond. Me siento traicionado, humillado y herido. Pero no enojado.
Lucerys llevó la copa a sus labios y estos adquirieron un húmedo color carmín ante la mancha del vino que tragó; la mirada de Aemond se perdió en ese gesto apenas un segundo, antes de recobrar la compostura y dejar su copa a un lado, tomando distancia de Lucerys.
—No te lo dije porque sabía que intentarías convencerme de lo contrario, y esto no es algo en lo que vaya a cambiar de parecer, Lucerys —explicó Aemond, aun con un tono dolido, pero Lucerys podía ver la determinación en su postura.
—¿La amas? —La pregunta tomó por sorpresa a Aemond, quien contuvo el aire unos segundos antes de suspirar, cerrando el ojo y girando el rostro.
—No como a ti, pero lo suficiente para que el matrimonio no sea solo un deber —respondió, volviendo a enfrentar su mirada amatista con la oscuridad de los ojos de Luke. Aemond pudo ver como el dolor destellaba en su sobrino.
—Así que soy fácil de sustituir, al parecer —comentó Lucerys, dando un sorbo de su vino y girando para quedar de espalda a Aemond, colocando la copa en la mesa antes de que sus manos desnudas se plantaran en la dura superficie.
—¿Sustituir? —murmuró Aemond con incredulidad, acercándose a Lucerys con pasos acelerados y tomándolo del brazo. La fuerza del tirón hizo a Lucerys girar para enfrentar el rostro desencajado por la ira de Aemond, y fue esa ira destellantemente hermosa lo que hizo que Lucerys quebrara cualquier duda. Podía causar ese efecto en Aemond, todavía era de su pertenencia—. ¿Crees que puedo sustituirte? Estás jodidamente loco. No, Lucerys, Alys no es tu sustituta. Tú eres tú, no hay nadie que se te acerque.
—Sin embargo, será ella quien te tendrá —rebatió Lucerys con pasividad, percibiendo el dolor en el rostro de Aemond, que rápidamente barrió toda muestra de rabia. Sus manos se alzaron y acunaron el rostro de Aemond, sus pulgares trazando delicados círculos cariñosos en sus angulosos rasgos—. Aun si yo soy incomparable, ella es la ganadora.
Su susurro resonó contra las piedras con tanto dolor que Aemond se sintió mareado. Sabía que enfrentar a Lucerys sería difícil, pero no esperaba que fuera tan desgarrador. Creyó que el tiempo separados aminoraría el sufrimiento de la pérdida, en cambio, solo lo incrementó. Sus manos se afianzaron en las caderas de Lucerys, pegando ambos cuerpos hasta que sus frentes estuvieron juntas y sus alientos se mezclaron en un cálido aire se dolor y amor.
—No puedo hacerle esto —repuso Aemond, pero Lucerys no encontró verdadera resistencia a medida que sus manos recorrían en caricias fantasmales hacia el cuello del mayor.
—¿Pero sí puedes dejarme a mí? —acusó Lucerys, su voz rompiéndose entre el llanto y la rabia. Su nariz se rozó con la de Aemond y sus labios se acercaron hasta que parecían casi tocarse—. Déjame tener esto, tenerte a ti. Una última vez, Aemond, eso es todo lo que pido. En la mañana puedes volver a ser de ella, a fingir que no me amas todavía y que vuestro matrimonio será perfecto. Ahora, solo esta noche, sé mío como yo soy tuyo.
La súplica desgarró cada fragmento del alma de Aemond, aquella que muchos declaraban que el peliplata no tenía, pero que Lucerys había descubierto tramo por tramo hasta dejarla totalmente expuesta para sus antojos. Aemond cerró la distancia entre ambos, sus labios encontrándose en un calor etéreo que llenó sus cuerpos con cada movimiento bañado en la pasión del momento. Su cuerpo presionó hacia adelante hasta que Lucerys se vio cercado contra la mesa y la distancia nula entre ellos calentó los más profundos rincones de sus corazones.
Los dedos de Lucerys se cerraron en el plateado cabello, tirando con fuerza de este y demandando más de Aemond. Años atrás había sido un chico penoso que se sonrojada con los besos pasionales de su tío, pero ahora era él quien exigía más con un hambre voraz insaciable. Sus piernas se cerraron alrededor de las caderas de Aemond y pegaron con más fuerza sus cuerpos, haciendo que ambos sintieran la firme dureza del otro, prueba irrefutable de sus deseos insatisfechos.
Las manos recorrieron con desesperación en busca de los cierres y hebillas en las ropas, forzando a que estos cedieran ante la rudeza del comportamiento mutuo y pronto las capas de telas empezaron a abandonar sus cuerpos. Lucerys gimió roncamente cuando sus torsos se encontraron desnudos, sintiendo el calor tan añorado sin nada que se interpusiera entre ellos, y el deseo quemó en sus entrañas. Se empujó a sí mismo fuera de la mesa, guiando a Aemond hacia atrás en retroceso mientras sus manos luchaban contra las ataduras de sus pantalones negros.
Aemond contuvo una risa, Lucerys no había mejorado en sus habilidades para desvestirlo pese a los cientos de encuentros que habían tenido. Dándole la vuelta con agilidad, Aemond tiró a Lucerys de espalda sobre la cama, viéndolo sonrojado y despeinado, pero con una tonta sonrisa hambrienta en su rostro. El fuego líquido que corría por sus venas los llamaba juntos de forma magnética, y Aemond desabrochó con movimientos veloces sus pantalones mientras Lucerys luchaba con sus propias botas.
El sonido sordo de las botas cayendo al suelo hizo a ambos compartir una sonrisa, y Aemond desabrochó sus zapatos sin despegar sus ojos de la celestial imagen pecaminosa de Lucerys en retirando sus pantalones y quedando totalmente expuesto ante él, tendido sobre la cama, esperándolo. Oh, cuanto podía él desearlo. ¿Cómo siquiera se había permitido mantenerse alejado de él?
Lucerys recibió el cuerpo de Aemond con una sonrisa ansiosa, ahogando un gemido complacido cuando ambos se encontraron en el calor desnudo del otro. Sus labios impactaron con voracidad, demandando control y sumisión a partes iguales con cada giro de sus lenguas que exploraba el interior de bocas conocidas. Las manos vagaron por los cuerpos con familiaridad y cuando Aemond descendió en un rastro de besos húmedos, Lucerys no pudo más que dejar escapar un gemido y deleitarse en la sensación de esos labios sobre su cuerpo.
Aemond gimió ronco cuando su lengua se aplanó contra el pezón rosado y Lucerys se retorció debajo de él, sus dedos manteniendo movimientos circulares sobre el otro pezón mientras su otra mano deambulaba por las curvas conocidas que lo llenaban de una euforia desenfrenada. Las uñas de Lucerys trazaron rastros rosados por la espalda de Aemond, sus piernas se abrieron para él y se enroscaron por sus caderas, presionando sus húmedos miembros juntos.
La dureza que ambos presentaban arrancó un gruñido de sus gargantas ante su encuentro y la mano de Lucerys se interpuso entre sus cuerpos, envolviendo torpemente sus miembros e iniciando una serie de movimientos parsimoniosos que les enviaba ondas de placer.
Los dientes de Aemond tiraron del pezón, haciendo que Lucerys se arqueara más hacia él y apretara el agarre en sus miembros con un gemido roto, antes de que el peliplata descendiera dejando un rastro de saliva y su cabello acariciara ligeramente el vientre de Lucerys. Los ojos oscuros se enfrentaron a la mirada amatista con una sonrisa, y Aemond sonrió hacia Lucerys cuando sintió la caricia delicada de sus dedos retirando su parche, permitiéndole deleitarse en el azul del zafiro en donde debía de haber un ojo. El mayor hacía mucho que no guardaba rencor por eso.
Un gemido lastimero llenó el aire de la habitación cuando la calidez de la boca de Aemond envolvió el miembro de Lucerys, haciendo que el menor elevara sus caderas para adentrarse más en él mientras sentía su cuerpo temblar de placer. Sus dedos se aferraron al pelo blanco y tiraron con fuerza, pero eso no detuvo la succión casi tortuosa o las caricias de aquella lengua experimentada. Aemond se acarició a sí mismo mientras chupaba a Lucerys, acumulando en su mano tanto líquido como pudo antes de que sus dedos acariciaran aquella rosada entrada fruncida que tantas veces antes se había abierto para él.
Lucerys mismo movió sus caderas hacia abajo cuando sintió la caricia delicada de los dedos de Aemond, insitándolo a más, pero el mayor parecía tener otros planes cuando aplanó su lengua contra la punta de Lucerys y solo continuó frotando círculos alrededor de su apretado anillo de músculos. La frustración en el castaño era puro deleite para Aemond, y su ego se regocijó en el momento en que Lucerys gruñó de frustración y tiró con más fuerza de su cabello, exigiendo lo que le correspondía.
Conteniendo una sonrisa, Aemond adentró uno de sus dedos dentro de Lucerys, deleitándose en lo apretado y cálido de su interior mientras continuaba usando su boca para distraer al menor del proceso de preparación. Sin embargo, Lucerys estaba desesperado para ese punto y sentía el cuerpo de su tío demasiado distante de suyo propio.
—Aemond, más —demandó, obteniendo un gruñido ronco.
El Targaryen no contó con la respuesta visceral que sufriría ante la voz rota de placer y bañada de exigencia por parte de Lucerys, sintiendo su propio miembro latir de añoranza en un reproche por su lentitud. Dos dedos se abrieron camino dentro de Lucerys, alcanzando lo más profundo y golpeando esa almohadilla de nervios que hizo que el castaño gritara lastimosamente y se arqueara sobre las sábanas entre temblores. Aemond degustó el sabor del poco líquido que ya iba saliendo de Lucerys mientras adentraba un tercer dedo y golpeaba continuamente en el mismo punto.
Lucerys sentía todo a su alrededor giraba. Había extrañado todo de Aemond, pero, más que nada, esos encuentros entre ellos donde el placer era el eje central. Nada ni nadie se comparaba a la sensación de sentirse consumido por las caricias tortuosas de su amante, quien sabía tocarlo con la misma seguridad con la que los Targaryen montaban dragones. Una queja escapó inentendible de sus labios cuando Aemond retiró todas sus atenciones, y sus ojos bañados en lágrimas de placer se fijaron en su figura marcada por años de entrenamiento alzándose poderosa sobre él.
Aemond se posicionó encima de Lucerys, colocando una mano al lado de la melena castaña y entrelazando esos dedos con los del hombre que se entregaba voluntariamente a él. Lucerys abrió sus piernas para permitirle que se acomodara, recibiéndolo sin reticencias, y Aemond guió su miembro goteante al estrecho anillo dilatado, embriagándose en los espasmos que hacían que Lucerys se retorciera debajo de él en una súplica muda por más.
Su boca de abrió, pero ningún sonido salió de dentro de él cuando Aemond finalmente presionó en su interior. A medida que su longitud iba entrando lento en él, con una parsimonia tal que lo desesperaba, Lucerys se aferraba más a Aemond, apretando su mano entrelazada a la suya hasta que sus nudillos se pudieron blancos y encajando sus uñas en el brazo contrario cuando el mayor lo apoyó sobre su cadera para dejarlo quieto mientras él lo penetraba.
La realidad perdió forma y el tiempo se distendió, hasta que las caderas de Aemond golpearon contra las de Lucerys. Estaba totalmente en su interior, y el menor se sentía lleno de la forma más placentera posible. No abrió los ojos para mirar al hombre que lo completaba, pero Aemond disfrutó de la sonrisa complacida de Lucerys. Su mano se apartó de la cama y acarició con cariño la mejilla del joven, y solo entonces Lucerys alzó su mirada, encontrándose el violeta y el azul enfocados en él. Con la luz de la luna entrando por las ventanas y la escasa iluminación de las velas casi consumidas, Lucerys podía jurar que el zafiro en Aemond lo miraba igual que un ojo normal.
Aemond descendió sobre Lucerys, besándolo con la delicadeza de la que ambos carecían a veces, pero que los envolvía en momentos como ese. Y Lucerys se aferró a su espalda hasta llenarla de rastros rosados cuando Aemond movió sus caderas contra él. Salió de su interior con letanía, y volvió a entrar de la misma forma, golpeando ese punto dentro que hacía a Lucerys más hambriento y necesitado. La desesperación crecía con cada embestida parsimoniosa, y un gruñido frustrado escapó de Lucerys cuando no lo soportó más.
—Joder, Aemond —se quejó, enrollando una de sus manos en los cabellos plateados para que Aemond fijara su mirada en él, sus talones presionando contra la espalda baja del mayor y llevándolo más adentro en su interior—. Déjate de juegos y fóllame.
—Como ordene mi Señor de Driftmark —se burló Aemond, dando una embestida profunda que rompió la cordura de Lucerys.
Todo perdió sentido después de eso. Contra la piedra fría de la habitación resonaba el sonido de la carne golpeando la carne, la humedad del placer entre chapoteos y los gemidos roncos de voces rotas, acompañado de la sinfonía de una cama que había sostenido encuentros igual de desesperados durante años. Cada embestida de Aemond llevaba a Lucerys por encima de la razón, y se aferraba con mayor desesperación a la persona que amaba, que idolatraba, a quien único quería en su vida.
En un beso lleno de posesión y deseo, Lucerys usó la fuerza adquirida durante esos años y giró sus caderas, empujándose de la cama y haciendo a Aemond caer de espaldas aun sin salir de su interior. Un gemido agudo vibró contra su cuerpo al sentirse llenó de Aemond, solo de él, y el mayor aferró sus manos a las caderas de Lucerys, sonriendo. Nunca se lo había dicho, pero adoraba cuando el castaño perdía la compostura hasta romperse y tomar el control, se saciaba en la imagen de Lucerys montándolo y mostrándose para él. Lucerys tampoco le dijo que hacía mucho que sabía el gusto de Aemond por esa posición.
Abrió sus piernas, exponiéndose ante él en su goteante y dura muestra de deseo, y contrajo cada músculo necesario para moverse hacia arriba y abajo, intercalándolo con movimientos circulares y laterales que hacían que el miembro de Aemond golpeara todo en su interior, a la vez que extraía gruñidos ahogados por parte del peliplata. Lucerys observó con deleite la expresión de deseo y satisfacción de Aemond, la sonrisa en su rostro, el fuego en su mirada, y su propio reflejo en la pulida superficie del zafiro.
Aemond cerró los ojos a medida que se acercaba a su propia liberación, sintiendo como las paredes cálidas de Lucerys lo apretaban con mayor fuerza y el menor se movía cada más más rápido y determinado. Lucerys se embebió en su rostro distorsionado por el placer, y cuando volvió a mirar su reflejo en el zafiro, las preguntas estallaron en su mente con mayor fuerza de la que esperaba.
¿Ella lo había visto así también?
¿Cuántas veces habían follado?
¿Lo habían estado haciendo desde antes?
¿Él disfrutaría más con ella?
¿Aemond se entregaría a ella como se entregaba a él?
Ninguna de esas preguntas importaba ya, porque Aemond la había escogido para casarse, y Lucerys había perdido. Sin embargo, cuando las manos de Aemond presionaron en su carne hasta dejar las marcas de sus dedos que se volverían de un atractivo color morado en los días posteriores, Lucerys no pudo más que sonreír, sintiendo el caliente líquido llenar sus entrañas. Luke sonrió.
El grito tortuoso llenó cada rincón de la torre. El dolor era desgarrador, Aemond apenas podía hacer más que gritar y retorcerse sobre la cama, sintiendo el familiar calor de la sangre, el olor metálico llenando sus sentidos. Luchaba contra el peso sobre su cuerpo, sin ser capaz de reconocer que era el cuerpo de Luke encima de él, que todavía estaba profundamente enterrado en su interior, que era él quien lo había cortado.
Lucerys presionó ambas manos sobre los hombros de Aemond, conteniendo sus movimientos erráticos de dolor, y lo arrulló con delicadeza, inclinándose sobre él y susurrándole palabras cariñosas al oído que Aemond no alcanzaba a escuchar. El rojo de la sangre manchó sus cuerpos y las sábanas. El cuchillo que antes había descansado en el cinturón de Lucerys, en la mesa al lado de la cama, ahora yacía en el suelo con su hoja afilada marcada por un rastro rojo. Y las paredes ahora eran testigos de una sinfonía agónica de dolor.
—Ya, mi amor. Calla. Vas a preocupar a los guardias y sirvientes —consoló Lucerys, pasando sus manos por el cabello plateado que se iba tiñendo de rojo a medida que la sangre manaba de la herida—. Pronto pasará el dolor. Lo sabes, lo has vivido antes.
Aemond apretaba los dientes, intentando no gritar más, y sus manos se aferraban a su rostro, donde la herida cruzaba su ojo derecho. Los pulgares de Lucerys volvieron a dejar caricias circulares en sus mejillas ensangrentadas, y sus labios se posaron sobre los de él en un beso delicado antes de que Aemond fuera consciente de lo que Luke decía.
—Ahora eres mío, mi amor —susurró Luke, sus palabras bañadas de una devoción alarmante y el sabor del triunfo sellado con el metálico de la sangre—. Yo, montándote como te gusta; lleno de ti de forma absoluta; el placer de este último encuentro… eso será lo que verás por el resto de tu vida. Lo que recordarás para siempre. Esta última noche, antes de que tu único ojo fuera arrancado de ti.
Dejando un beso fantasmagórico sobre sus labios, Luke se levantó, sintiendo como Aemond salía de su interior y su semilla se derramaba por sus muslos. Aun podía escuchar los lastimeros quejidos de dolor de su tío, pero su felicidad pletórica era mayor que cualquier muestra de agonía que Aemond mostrase.
Lucerys avanzó por la habitación, vistiéndose con parsimonia y con una sonrisa adornando su rostro. Cuando su mano giró la manilla de la puerta y esta cedió ante su fuerza, su cuerpo se detuvo con el rasgado tono adolorido de una pregunta.
—¿Por qué? —cuestionó Aemond desde la cama, acostado en posición fetal, la sangre bañando su cuerpo, sintiéndose indefenso y muerto.
—¿Acaso no es obvio, tío? —repuso Luke con obvia alegría, sonriendo y mirando hacia la figura menuda de Aemond, que parecía haberse reducido a nada en el lapso de pocos minutos—. Ella no te tendrá. Yo soy tuyo como tú eres mío. Ha sido así siempre, y así se quedará.
Esa noche, cuando la puerta se cerró, también lo hizo el destino del Príncipe Targaryen que vestía de verde. El llanto que llenó la habitación se acompañó de la sinfonía de gritos afuera de ella, en los pasillos, donde una masacre era llevada a cabo, hasta que el calor del fuego y el olor a humo lo sobrecogió todo. La oscuridad había llegado a la vida de Aemond, una tan profunda como esa oscuridad que había podrido el alma de Lucerys.
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El salón del trono estaba en silencio absoluto. Los nobles y miembros del Concejo guardaban toda muestra de incomodidad para sí mismos mientras la mirada violácea de la Reina Rhaenyra se enfrentaba la oscuridad absoluta de los ojos de su segundo hijo, el Príncipe Lucerys Velaryon, Señor de Driftmark.
—Lo que me estás diciendo es que el Príncipe Aemond y tú fueron a dar una vuelta para celebrar sus futuras nupcias, como cortesía de tu parte; luego de algunas bebidas fueron hacia ese castillo pequeño que era propiedad del Príncipe y estaba deshabitado, ya que era más cercano que su castillo principal y volar sobre un dragón estando borrachos no es buena idea, y estando allí fuisteis atacados por bandidos. ¿He entendido bien? —dijo la Reina, repitiendo lentamente lo que su hijo le había explicado cuando llegó en la mañana bañado en sangre y cenizas, oliendo a guerra, fuego y muerte.
—Así es, su alteza —aseguró Lucerys con toda seriedad, evitando la mirada penetrante de Daemon—. El Príncipe Aemond fue herido de su otro ojos, y fueron sus gritos los que llamaron mi atención. Corrí hacia su encuentro y luché contra los bandidos. En algún momento me vi en desventaja, pues yo también había bebido, e hice lo único que se ocurrió.
—¿Quemaste el castillo y huiste con Aemond? —cuestionó Daemon, atrayendo la atención de Lucerys. Ambos se observaron por algunos segundos, hasta que el joven príncipe asintió.
—Fue la mejor solución, por eso estamos vivos —afirmó, no dejándose intimidar por el brillo intrigante de la mirada de Daemon. Lucerys lo sabía, su padrastro no creía una sola palabra de lo que él decía, pero esperaba que la ceguera que su abuelo había presentado ante su madre hubiera sido heredada a ella para con sus hijos.
—Eso es un evento desafortunado —comentó Rhaenyra, ajena a la disputa de voluntades entre su esposo y su hijo—. ¿Qué sucedió con la prometida de Aemond?
—En la mañana siguiente a mi regreso al castillo con Aemond herido, la señora Alys Ríos no estaba ya en el lugar —contestó Lucerys, manteniendo la indiferencia que había practicado duramente en los últimos tiempos—. Al parecer la idea de un esposo ciego no le era igual de atractiva.
—Entiendo —dijo Rhaenyra, mirando hacia los nobles presentes antes de despedirlos con un simple gesto, quedando solamente Daemon, Lucerys y ella en el salón del trono—. Si estás aquí ahora, creo que no es solo para contarnos esto, ¿cierto, hijo mío?
—La verdad, madre, es que tengo una petición que hacerte —admitió Luke, cambiando su expresión neutra hacia una más infantil y delicada.
Sus rasgos eran más adultos y ya no parecía el niño que antaño se veía adorable, pero en brillo suave en los ojos de su madre le hizo saber que seguía teniendo la misma efectividad de siempre sobre ella. Alabados sean los dioses antiguos y nuevos por haber bendecido a su familia con ese amor incondicional que volvía ciegos a los padres ante los actos de sus hijos.
Su petición fue escuchada ese día por la reina, su rey consorte y los Dioses antiguos y nuevos. Y si Daemon no parecía sorprendido, en contraste total con Rhaenyra, eso fue algo que Lucerys prefirió pasar por alto. Aysha rugió cuando aterrizó en el castillo de Driftmark, y los cuidadores de dragones la guiaron hacia la fosa de dragones para alimentarla mientras Lucerys avanzaba, dueño de cuanto lo rodeaba, hacia su objetivo absoluto.
La puerta abriéndose rompió el silencio ensordecedor del lugar, pero Aemond ya lo estaba esperando, había escuchado la llegada de su dragona. Pese a ello, aun se estremeció cuando Lucerys apoyó ambas manos sobre sus hombros y depositó un beso sobre su plateada cabellera, inundando sus sentidos de ese olor característico del hombre castaño que antaño le había parecido celestial, y ahora era el recuerdo constante de su condena.
Aunque ya no podía verlo, Aemond seguía teniendo presente la imagen de Lucerys en su memoria, y cuando este lo abrazo por la espalda y apoyó su barbilla en su hombro en un gesto delicado, todo lo que el mayor pudo sentir fue ese cuerpo sobre el de él penetrándolo profundamente cada noche desde aquel día, hasta romper todo lo que quedaba del antiguo Aemond.
—¿Adivina qué, amor? —susurró Luke en el oído de Aemond, haciendo que el mayor se erizara ante el aliento cálido en su piel—. Mi madre ha considerado muy noble de mi parte que quiera mantenerte a mi lado, a tal punto que ha concedido una unión entre ambos. Helaena se mudará a Desembarco del Rey con sus hijos, la perra de Alys Ríos seguirá pudriéndose en el nido de Aysha, y tú te quedarás conmigo.
Lucerys se apartó del peliplata, rodeando la silla donde este se mantenía sentado, rígido de forma incómoda, con la piel erizada y una expresión de dolor en su rostro. Sus manos acunaron las suaves mejillas angulosas, embebiéndose en la imagen nerviosa del hombre mayor ante su tacto, y sus ojos profundizaron en el reflejo propio que se mostraba en la pulida superficie azul de esos zafiros que lo miraba. Lucerys estaba seguro que lo miraba a través de las piedras preciosas.
—Desde hoy eres mi esposo, Aemond.
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Es un one-shot que me pidieron por Facebook, y que sinceramente me inspiró muchísimo. Espero que les haya gustado y si quieren puedo hacer una versión de esto pero desde la perspectiva de Aemond.
La imagen del capítulo fue un dibujo hecho por alguien que leyó esto publicado en Ao3. Créditos a su perfil de fb: Ilai Leonhart
¡Feliz fin de año y bienvenido sea el 2023!
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