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Capítulo 7.

Sentado como estaba en el asiento trasero, podía ver perfectamente los corpachones de sus compañeros de viaje. Uno de ellos rondaba alrededor de los cuarenta años, tenía el pelo castaño y los ojos azules, no era la mejor combinación pensó Fabián, era bastante flacucho y no muy alto, mientras que el otro era más grueso y un poco calvo. Además, era algo más alto que su compañero. Tenía los ojos marrones y el pelo negro, y rondaba alrededor de los treinta y cinco años. Fabián no podía dejar de pensar en que por fin iba a volver a ver a todos sus amigos, después de un año, no se lo podía creer.

Al ver a los animales en el campo a través de los huecos, que a su vez hacían de ventana, se acordó aún más de su hogar, estaba deseando llegar para volver a abrazar a todos una vez más. Pasó una hora y media y todavía no habían llegado, así que los señores le dijeron que se durmiera un poco, ya que todavía quedaba bastante de trayecto, pero él, como no quería perderse ni un detalle del paisaje que los rodeaba, no les hizo caso. De repente, recordó el motivo que lo había llevado hasta Carcasona, la madre de Ana. El miedo lo inundó de nuevo. Decidió no volver jamás.

Se preguntaba qué habían hecho sus amigos todo aquel tiempo.


Cuando Fabián se fue, había demasiado silencio en la casa. Laurie intentaba pasar más tiempo con Ana, quería llegar a comprenderla. La chica no se quejó ni una sola vez. Siempre estaban pendientes de si llegaba carta. Nunca, en todo ese tiempo recibieron una carta suya. Una tarde, cuando Ana estaba en el árbol del campo, Laurie decidió ir con ella.

-¿Estás bien?

-Sí.

-Es que desde que se fue mi hermano, estás algo distante.

-No, no es mi intención, el problema es que creo que nos vigilan. Por eso no recibimos ninguna carta de Fabián. Se las confiscan todas.

-Puede ser -admitió él-, pero no he venido aquí para hablar de eso. Quería hablar de lo nuestro.

-¿Lo nuestro? -repitió ella incrédula.

-Sí. Mira, voy a ser directo, que si no estoy un siglo. Eres una chica maravillosa, te mereces todo lo bueno que te pueda pasar, por eso mismo, comprendería que no me correspondas. Me haces sentir especial, único. Es una sensación maravillosa. La gente lo llama amor, no sé si lo será. No hace falta que me respondas ahora -aclaró-, pero... ¿quieres pasar el resto de tu vida conmigo?

Ella se quedó algo descolocada, y optó por salir corriendo. En cuanto entró en la casa, se arrepintió de su reacción. Escribió un simple sí quiero en un papel, y lo pegó en la puerta de Laurie.

Cuando Tomás pasó por delante de la misma y vio la nota, sonrió al comprender lo que había sucedido entre los dos.

Fabián vio a lo lejos la casa que había compartido con Ana, Tomás y Laurie. Deseaba volver a ella. De pronto, una idea iluminó su cabeza. Les pidió a los hombres que le dejaran ahí, y tras coger todo su equipaje, que era demasiado poco comenzó a andar hacia su hogar. Mientras observaba los conejos saltando alegremente, la distancia que lo separaba de la normalidad menguaba. Feliz de volver comenzó a correr. Dejó que el aire acariciase su cuerpo, que lo despeinase, y que le susurrara palabras sin sentido.

Unos golpes en la puerta sacaron a Ana de su duermevela. Como habían estado trabajando toda la tarde anterior, habían decidido dormir durante varias horas. Se levantó, y sobre todo le sorprendió la luz que entraba por las ventanas, obviamente, ya eran más de las diez, por lo que se vistió decentemente rápidamente y bajó a abrir. No podía pensar que, en aquellos momentos, la vida le estaba regalando la mejor sorpresa del mundo.

-¡Fabián!

-Buenos días señorita, me gustaría poder entrar en casa -comenzó en broma.

-Pues claro que tiene derecho señor, pero si no le importa -replicó ella-, hay que prepararle una bienvenida como Dios manda.

Dicho eso, se tiró entre sus brazos. El muchacho, que llevaba mucho tiempo esperando un abrazo no puso reparos, por eso mismo, ambos disfrutaron enormemente de ese momento. De pronto, a él le vinieron unas palabras a la mente, y no podía desaprovechar la oportunidad de usarlas con la chica.

-¿Me dejas sorprenderte?

-Por supuesto -respondió Ana soltándole.

-Efímera, inefable, inconmensurable, así es la vida.

-¿Efímera?

-Sí, pasa y no vuelve.

-¿Inefable?

-Sí, no se puede describir.

-¿Inconmensurable?

-Sí, no la puedes valorar.

-¿Y es bella?

-No lo sé, eso lo decides tú.

-Vaya, parece que este año en la ciudad te ha hecho un hombre de cultura.

-Pues claro -contestó abriendo los brazos y dando una vuelta sobre sí mismo-, ¿no lo ves?

-Nos tienes que contar todo lo que has aprendido, pero si no te importa, vamos adentro, probablemente tengas muchísimo hambre.

-De acuerdo -reconoció él.

Entraron en la casa, y mientras ella iba a prepararle algo para comer, él aprovechó para recorrerla de arriba a abajo. No había cambiado casi nada en esos once meses. En el salón, le llamaron la atención unos cuadros. En uno de ellos, estaban Ana y Laurie riendo. La nostalgia llenó su corazón. De pronto, recordó a su hermano, y se dispuso a entrar en su habitación. Supuso que se había quedado dormido, lo cual era cierto. Entró sigilosamente en el cuarto que compartía Ana con él. Apoyó una mano en el hombro de su hermano.

-¡¿Cómo te atreves a asustarme de este modo?!

Mientras Fabián se desternillaba de la risa, su hermano se había incorporado. Un horrible gorro decoraba su cabeza.

-Si te ries del gorro, Ana lo ha tejido expresamente para mí.

-¿Sabes qué es lo peor? Te creo.

De ese modo, comenzaron a reírse ambos al mismo tiempo.

Alertada por el ruido, Ana regresó a su cuarto. Al ver aquella curiosa estampa, no pudo evitar sentarse, no podía con la risa. Su oficialmente novio estaba en la cama sentado, y volvía a estar enfadado. Su gesto era maravilloso. A los pies de la cama, Fabián tenía el pelo revuelto y estaba sobre el colchón. En ese mismo instante, entró Tomás.

-¿Os parece normal hacer este ruido?

Se quedó de piedra al verlos así. Todavía tuvo que esperar unos cuantos minutos para que volvieran a una normalidad medianamente normal. Cuando el ataque cesó, bajaron todos a desayunar.

Fabián se dispuso a contarles todo, excepto unos cuantos detalles sin importancia.

-Entonces estamos en peligro -resumió Laurie.

-Sobre todo Ana.

La chica palideció, y se decidió a contarles el secreto que más había guardado en toda su vida.

-Ana, ¿estás bien?

-Sí -tomó una gran bocanada de aire-, llevaba mucho tiempo pensando en irme, pero no veía la oportunidad. Ahora se acaba de presentar una maravillosa. No os voy a poner en peligro a todos. Me buscan a mí, no van a parar hasta que me maten. Si quieren hacerlo, lo harán, pero no voy a permitir que se lleven conmigo a más vidas.

-Ana, como padre que soy, te prohibo que te vayas.

-Soy mayor de edad -replicó ella.

-Si no haces caso a tu padre, hazlo por mí -intentó hacerla entrar en razón Laurie.

-Por ti lo hago.


Durante varios días consiguieron aplazar la huida de Ana, pero sólamente hacían más fuertes las ansias de liberación de la misma. Esperaban que cambiase de opinión, pero Laurie era consciente de que la muchacha no tardaría en escaparse. Aprovechando algunos momentos de distracción de sus encarceladores, comenzó a hacerse una maleta, poco a poco. Finalmente, en día de noviembre, consiguió zafarse de sus miedos y se decidió a irse. Como no iba a volver a esa casa, cogió también sus pertenencias más pequeñas, entre ellas la pulsera que Laurie le había entregado un año antes. Se la colocó en la muñeca izquierda, no quería perderla. Apenas unos minutos después, estaba lista para irse.

Estaba decidida a ir a Carcasona, para buscar a su madre. Sentía que cada vez le faltaba menos para completar su familia, ya tenía a su padre, y sólo faltaba su madre. Estaba deseando verla, reconocerla, abrazarla... Mientras esos pensamientos inundaban su mente, llegó a una pequeña plaza. Ahí le preguntó a una curiosa pareja sobre la localización de la parada de coches. Cuando se lo indicaron, procedió a andar.

Mientras tanto, en la casa se habían dado cuenta de que faltaba Ana. La habían buscado por todos los rincones, y finalmente, Fabián dió la mala noticia, Ana se había escapado. Se sentía muy mal, como no había encontrado a la madre de la muchacha, supuso que ella iría a buscarla personalmente.

Por primera vez en mucho tiempo, la muchacha disfrutaba de libertad. Nadie la estaba vigilando, podía hacer lo que quisiera. Se sentía muy bien. Tanto tiempo sin poder salir sola, vigilada mientras dormía le iba a dejar secuelas para siempre. El carromato que la iba a llevar a Carcasona tardaría media hora en salir. Por eso mismo, dejó la maleta en el suelo y observó el atardecer.


-¿Han visto a una muchacha, de unos dieciocho años, con una maleta?

-Sí joven, pasó por aquí y preguntó por la estación.

-Uf, eso quiere decir que definitivamente se va.

-Lo siento, pero ella estaba tan apurada...

-No se preocupe, no ha sido su culpa.

-Pues buena suerte en la búsqueda.

-La necesitaremos.

Laurie, Fabián y Tomás corrieron y corrieron, hasta que vieron a lo lejos los carros. Se había levantado una gran ventisca, desde donde estaban, alcanzaban a ver a Ana, estaba colocada de espaldas a ellos, llevaba un sencillo traje de color tierra, con un simple cinturón beige. Llevaba el pelo recogido en un moño alto, y se lo protegía del aire con un sombrero. Sus labios tenían un ligero tono rosado. Alrededor de su cuello, llevaba un pañuelo de cuadros rojos y negros, anudado delante. En la mano izquierda portaba una maleta, y, bajo la manga, se podía adivinar la silueta de una pulsera. Entre todos los carros, había uno rojo, destacaba mucho en comparación con los otros, los cuales parecían funerarios, ya que eran todos muy oscuros. La chica seguía prestandole atención al más pequeño de ellos. Laurie quiso correr hacia ella, pedirle de rodillas si era necesario que volviera, que no los abandonara. Su hermano no le dejó. Le susurró al oído que no, que había un carro muy sospechoso, debían esperar, quizá era bueno, pero rojo... No era probable que fuera sencillo. Laurie se moría de remordimientos, quizá era su última oportunidad para pedirle perdón. La puerta de uno de tamaño mediano se abrió y de ella salieron cinco personas. Tres de ellas eran mujeres, y las otras eran hombres. Se veía a la legua que no se llevaban bien, y, quizá por esa razón, ninguno de los presentes se dignó a dirigirles la palabra.

Simultáneamente, la puerta del carruaje rojo se abrió. De él, descendió aquella curiosa señora de la plaza. Iba armada con un fusil, y daba la sensación de que no dudaría en utilizarlo.

-Es la señora de antes.

-Efectivamente -afirmó Fabián.

-Me da muy mala espina -continuó Tomás.

Todas sus sospechas se disiparon cuando la extraña mujer se dirigió sin pensar hacia Ana. Les dejó el arma a sus compañeros, se arregló rápidamente el pelo, se alisó la falda del vestido, cogió unas gafas y comenzó a andar.

-Oiga, ¿es usted la señorita Ana?

-Sí, ¿por qué? -respondió la aludida girándose.

-He oído que se va del pueblo, sé dónde va a dirigirse, a Carcasona, le pilla algo lejos, ¿no?

-Sí, precisamente estoy buscando eso, pero sigo sin entender para qué me pregunta.

-Te iba a proponer que vinieras con nosotros, nos dirigimos hacia el mismo lugar, el coche que estás esperando -dijo señalando al pequeño-, va a ser algo incómodo.

-Bueno, si me permite, cojo todo y ahora voy, ¿pueden ir preparando el carro? Me gustaría mucho salir pronto.

-De acuerdo.

Terminó la frase yendo hacia el carro, y más tarde, abrió de nuevo la puerta. Su compañero le tendió de nuevo el arma.

Todo aquello, lo habían observado Laurie, Fabián y Tomás ocultos tras la columna, por eso mismo, habían detectado que la mujer volvía a coger el fusil. Laurie consiguió soltarse del robusto brazo de su hermano, y corrió a detener a Ana. Estaban muy lejos el uno del otro. En ese preciso instante, la chica se dio cuenta de que era la señora que había llamado diez meses antes a la puerta, el mismo día de su cumpleaños. En cuanto Ana se giró hacia él, el fusil se disparó. Aquel ruido penetró sin dejar ni un solo resquicio en su cerebro, se giró hacia ella, y cayó sobre los brazos de su amigo. Todo aquello había sucedido en tan solo unos segundos, pero todos los que estaban en la plaza los habían vivido como si de siglos se tratara. Laurie se agachó a su lado, la abrazó y taponó con sus propias manos el limpio agujero que la bala había dejado sobre sus costillas. Se creó un gran revuelto en la plaza. Unos corrían hacia el coche rojo, otros formaron un círculo alrededor de la herida, pero pese a todo, ninguno logró detener la huida de los asesinos. Los caballos saltaban como locos, pero el que intentaba guiarlos más. Atropellaron a unos cuantos transeúntes, y debido a eso, la gente decidió no interrumpir su trayecto.

-Ana, Ana, despierta -pedía desoladoramente Laurie.

Pasaron los minutos, pero la chica no daba señales de vida. De pronto, un espectador gritó.

-¡El doctor no puede venir, que alguien lleve a la muchacha a su casa!

Dicho eso, Laurie se levantó, miró a su hermano y le hizo una seña, por lo que Fabián se acercó.

-¿Quieres que la lleve yo? -preguntó con delicadeza el mismo.

-No, sólo que cojas las maletas -respondió cogiendo a la chica por la cintura suavemente.

Esto le recordó el momento en que consiguió sacarla del horrible convento. Se había agarrado ella a él, pero ahora, no había sucedido nada. Así, despacio y agarrándola, llegaron a la casa del médico. El principal habitante, había salido al porche acompañado de su ayudante. Le indicó al muchacho que entrase en la estancia, dejó a Ana en la camilla, sobre la que estaban las herramientas para proceder a la extracción de la bala. Para llevarla a cabo, el doctor pidió que salieran todos de la habitación, que la enfermera volviera a entrar y que se callaran. Tomás acababa de llegar, y para él iba dirigida la última orden, ya que no paraba de preguntar si se pondría bien. Ya fuera de la habitación, estuvieron hablando de cosas sin importancia. Ninguno quería hablar de Ana, sabían que era muy difícil que saliera todo bien, pero parecía que si lo pensaban, sus temores podían hacerse realidad.

En el interior, el doctor analizaba la herida. Para poder examinarla, se había visto en la obligación de desabrocharle los botones. Pudo observar que estaba algo delgada, pensó en una mala alimentación, pero desechó todas las ideas alegando que eso era cosa de un nutricionista, no de un simple cirujano. Procedió a abrirle la piel, con las pinzas, sacó la bala, que era de un tamaño considerable. Había rozado levemente el esófago pero la situación en los pulmones no era tan buena. Intentó recolocarle bien el esternón, cosa que no fue nada fácil.

-Rosa María.

-Dígame don Ernesto.

-Es necesario que me ayude, no sé cómo coserle los pulmones.

-¿Qué le parece con hilo fino? -respondió la misma resuelta.

Siguiendo el consejo de su enfermera, tardó media hora en coserlos, la mitad de ese tiempo en coser las capas internas de la piel y finalmente, consiguió que la chica volviera a coger aire.

-Rosa María, ¿sería usted tan amable de avisar a los señores de fuera?

-Por supuesto, don Ernesto -respondió mientras salía por la blanca puerta.

El doctor se dirigió a uno de los múltiples trapos que colgaban de los clavos meditabundo. Continuó limpiando las herramientas. Entraron los familiares, como llegarían a llamarlos la gente del pueblo. El doctor les comentó la situación, y finalmente, decidió no contarles nada sobre su extrema delgadez. Les pidió también que evitaran que hiciera esfuerzos, que no se levantase de la cama, y también que bebiera mucha agua y no comiera sólidos.

La llevaron a la casa de Tomás, Samuel no estaba, pero debido a las emociones del día, no cayeron en la cuenta de que debía estar ahí.


Dentro de la casa, había un silencio sepulcral. Todos estaban pendientes del estado de salud de Ana. Samuel todavía no se había pasado por la casa, tal vez no se había enterado, o símplemente no podía por motivos laborales o personales.

Durante todos aquellos días, se habían cambiado los puestos, en vez de ser Ana quien velaba a Laurie, era al revés. Había pasado más de una semana, pero, como les advirtió el doctor, no despertaría hasta doce días después. Se despertó en unos de los pocos momentos del día en el que estaba sola, Laurie había bajado a comer algo. Se sentía muy débil, pero no recordaba nada. De pronto, una avalancha de pensamientos inundaron su mente. Quiso gritar, moverse, pero no podía. Tenía una gran presión en el pecho. Poco a poco, fue ordenando las ideas. Su huida, la plaza, la señora, un disparo, dolor en las costillas, una camilla, sola...

Logró desplazarse hasta una esquina de la cama, y pudo ver cómo Laurie volvía a entrar en la habitación. El muchacho tenía los ojos tristes, y una sonrisa iluminó su cara cuando vio a Ana con los ojos abiertos y esperando que alguien la abrazase.

Antes de avisar a nadie, Laurie echó a correr hacia ella y la abrazó como nunca. Sintió todo su calor, y eso le reconfortó. De pronto, recordó que debía avisar a alguien más, y la primera persona en la que pensó fue en su hermano. Lo había ayudado mucho en aquellos días, y por eso mismo, necesitaba avisarle. Sabía que se iba a poner muy contento.

-Fabián, ¡ha despertado! -gritó Laurie.

-Ayuda... -consiguió murmurar la muchacha.

Volvió a hundirse en un gran sueño, del que no despertaría hasta largo tiempo después. El primer momento en mucho tiempo en el que pudo estar tranquila.


N.A.

¿Alguna vez han soñado con algo y se ha hecho realidad?  ¿Creen que Ana verá su futuro en ese sueño?

Compartan sus teorías.

Gracias por leer❤

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