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Capítulo 4.

-Entiendo perfectamente vuestra preocupación, os lo agradezco mucho.

-¿Entonces ya somos de nuevo amigos?

-Pues claro. Espero que me sigáis ocultado nada más -continuó medio riendo medio en serio.

-No, no hay nada más.

-Pues yo doy esta conversación por terminada.

-Sé que me estoy repitiendo mucho, pero gracias de nuevo por volver a confiar en mí.

-¿Otra vez? Pero no, no hay de qué -añadió la muchacha quitándole importancia-, ahora que ya sé por qué me ocultasteis información, os lo agradezco.

-Oye, que... dicho todo... me gustaría...

Sacudió la cabeza con rapidez, y se levantó. Laurie fue hacia el armario, abrió el tercer cajón con la llave que siempre llevaba colgada del cuello y sacó un pequeño estuche de madera. Había practicado ese momento toda la mañana, porque Fabián se lo había propuesto, pero debido a los nervios, no fue capaz de expresarse.

-¿Qué es? -preguntó Ana con curiosidad.

-Una pulsera, me la regaló tu madre cuando era pequeño -había decidido ir directo.

-¿Mi madre?

-Sí, vino en una carta. Si me dejaras, te la pondría.

-¿Ponermela?

-Sí, te quedará bien. A mí ya se me ha quedado pequeña.

-Pero es tuya.

-Ahora ya no.

Interrumpiendo ese momento, Fabián entró en la estancia.

-¿Ya se la has puesto?

-No.

Sin pedir más explicaciones, Fabián se agachó tras la silla de Ana y le agarró los brazos sin contemplaciones.

-¡Eh, suéltame!

-Quieta, tranquila, que no te voy a hacer daño. Hermanito -se dirigió al petrificado Laurie-, ejerce.

-Voy.

Se inclinó hacia ella. Con la pulsera en las manos y forcejeando ligeramente, se la colocó en el brazo. Estaban muy cerca el uno del otro, y debido a la atracción que este sentía por la chica, la intento besar. Ana reaccionó rápidamente girando la cabeza, y de esa forma, el beso cayó en su mejilla. Laurie levantó los ojos, destrozado, pero más le valía no haberlo hecho, se encontró con la fulminante mirada de Ana.

-Lo siento -murmuró él.

La chica, en vez de contestarle se levantó. Sabía que debía agradecerles el regalo, pero en aquel momento, había muchas emociones en su corazón como para poder prestar atención a las formalidades. Por eso mismo, salió de la sala y se fue a tomar el aire. Le extrañaba mucho la idea de que su madre, aquella misteriosa sirvienta los conociera. Quizá era un obsequio por su trabajo, pero, no era posible. No podían haber estado siguiéndola cuando eran pequeños. Era todo muy extraño, pero decidió no pensar en eso.

-¿Le has contado ya la verdad?

-Sí. Se lo ha tomado bien.

-Vaya hermanito, parece que la hemos fastidiado. Las mujeres siempre engañan.

-Y mucho, me va a odiar toda mi vida, y eso que habíamos vuelto a entendernos.

-Laurie, Laurie, Laurie, lo que te queda por aprender -añadió dándole unas palmaditas en la espalda a su derrotado hermano.

-Y que lo digas.


Ana había salido al campo de los alrededores, y tomó aire profundamente. Miró la pulsera que Laurie había colocado sobre su muñeca. Era de cuero, y estaba trenzada. Daba la sensación de ser un elaborado trabajo manual. Se la quitó con sumo cuidado y miró su interior. Había una inscripción, estaba tan gastada que le costó mucho leerla, pero finalmente consiguió entenderla. "Persigue tus sueños". Le costaba mucho imaginar a su madre haciendo esta pulsera, enviándola por correo y finalmente dejándosela a ella. Estaba muy confusa, no sabía qué hacer, era demasiada casualidad. Si ella todavía no había sido raptada, ¿por qué le enviaba su madre a estos una pulsera? Quería pensar que era todo una coincidencia, nada más. Se sentó bajo el árbol, y se puso a mirar al infinito, de pronto, mirando a las nubes, logró visualizar el rostro de su madre. Le pareció muy curioso, ya que tan solo tenía ocho años cuando la vio por última vez. Era una mujer de rastros simples, muy sencillos. Ana había heredado la respingona nariz. Tenía unos ojos preciosos, color caoba. Sus pestañas eran largas, y sus penetrantes ojos miraban con delicadeza a su hija desde las nubes. Una sonrisa decoraba sus rojizos labios, los mismos que habían besado su rostro cuando era pequeña. Se tendió bajo la sombra del sauce y durmió.


Siguió viviendo en la casa, acompañada de todos ellos, Samuel había regresado. Sus tareas cada vez eran más y no daba abasto. Había encontrado una nueva ocupación, la música. Le parecía muy apasionante. Los meses pasaron rápidamente, y apenas se dio cuenta de que la fecha de su cumpleaños se acercaba. Para los demás habitantes de la casa, no había pasado desapercibida. Todos la miraban con pena, como si se fuera a morir de un momento a otro. Por la noche, cuando llegó al comedor para preparar la cena, se encontró con la mesa puesta, la sala en penumbra y una tarta con diecisiete velas en su superficie.

-¡Feliz diecisiete cumpleaños! -gritaron todos.

-Gracias -dijo la chica con lágrimas de emoción en los ojos-, no hacía falta.

-No hay de qué -comentó Fabián.

-A mí lo que me preocupa es cómo habéis cocinado -rió Ana.

-Ja ja ja, me hace una gracia... -comentó irónicamente Laurie.

-Bueno, a comer que se enfría, parece que Samuel ya no va a venir y por que nos adelantemos no pasa nada.

-De acuerdo.

Fabián se inclinó sobre el pastel de carne y comenzó a cortarlo, dió una porción del fabuloso plato a cada uno de los comensales. Comenzaron a disfrutar del manjar. Ana se vio en la obligación de pedirle disculpas a Laurie, ya que no le había parecido tan mala la comida. Estaban riendo cuando de repente llamaron a la puerta. Ana se dirigió hacia la misma y abrió alegremente.

-Hola, ¿quién es usted?

Nadie contestó a su pregunta. Una mujer, encapuchada y vestida de negro se fue corriendo. Le extrañó la repentina incursión que acababa de suceder, pero no le prestó atención. Volvió a la mesa, y no contestó a ninguna de las preguntas que sus compañeros le hacían. La velada pasó sin más incidentes, y la rutina regresó a aquella casa.

Una noche, Ana no pudo evitar ponerse a pensar. Pensó en cómo podría haber sido su vida si no hubiera sido raptada, tal vez estaría con su hipotética hermana, con su madre, con su padre, también con sus hermanos. Se preguntó el por qué de que Tomás la acogiera, de que la salvaran, de poder soñar al igual que muchas personas sin problemas. No pudo perdonarles a Laurie y a Fabián que le ocultaran información, era demasiado para ella. Tal vez si se hubiera enterado antes, hubiera tenido la fuerza suficiente como para volver a sus orígenes e investigar. Continuó imaginando aventuras fantásticas, en las que su familia tomaba parte. Era probable que nunca las viviera, pero soñar la ayudaba.

Los días pasaron rápidamente, ni siquiera tuvo tiempo para hablar con los hermanos. Tras unos días, su oportunidad se presentó.

-Laurie, espera -dijo mientras corría hacia él.

-Ana -comentó sorprendido-, hace mucho tiempo que no te veo con tiempo para hablar.

-Lo sé. Bueno -añadió quitándose un mechón de pelo de la frente-, quería agradecerte la pulsera.

-No hay de qué. Sé que nos precipitamos, y por eso igual te sentó algo mal, lo comprendemos.

-No, es que me extrañó, y luego además...

-Lo sé -comprendía perfectamente que estuviera molesta con el beso, pero no lo había podido evitar.

-Bueno, pues era eso. Gracias.

Laurie se quedó quieto mientras veía cómo Ana se adentraba en la cabaña. Pensó en el tiempo que podría pasar con ella a partir de ese momento. Finalmente, volvió a su trabajo.

Ana pensaba en una huida desesperada. No podía estar más al lado de Laurie. Era consciente de que entre ellos no había solo una amistad. Ella sabía que él así lo quería, pero ella no. Había muchos cabos sueltos y por eso mismo intentaba poner distancia. Comenzó a sopesar las opciones. Si se iba en invierno con todo el frío, la probabilidad de no sobrevivir era alta. En primavera, había que plantar y cosechar, en verano, había muchas cosas que hacer, por lo que la única opción que le quedaba era irse en otoño. Noviembre fue el mes elegido, pero todavía faltaba un año, casi once meses. Decidió esperar, no lo tenía muy claro. Tal vez si se lo dijese, podría irse, pero si no, jamás sabría si eran verdad los sentimientos de Laurie. Tuvo sueños muy agitados, pero no fue capaz de encontrar la razón.

A partir de esa noche, no pudo conciliar el sueño. Se despertaba cinco, o incluso más veces. Alegaba que era por la sed, para ir al baño, o incluso por el hambre, pero era consciente de que eran tan solo excusas baratas, que a otros les podía servir, pero a ella no. La razón por la cual no dormía, era obvia, pero si lo pensaba bien, no tenía por qué darse el caso. Tal vez, aunque solo durmiera dos horas por noche, podría seguir con el día a día.


Sin que se diera cuenta, había dejado de comer, las actividades que realizaba en la casa se habían convertido en tan solo una rutina, las hacía de forma automática, sin tan siquiera pensar en ellas. Estaba quedándose muy delgada, lo cual no escapó de la atenta mirada de Fabián. Una tarde de mediados de diciembre, consiguió hablar con la chica. Ella estaba bajando por la escalera, y él la agarró de su esquelético brazo.

-¿Por qué has dejado de comer, de hablar, de dormir, e incluso de preguntar?

-¿Y a tí qué más te da? -contestó Ana enfadada.

Fabián se había quedado descolocado, y decidió hablarle de eso a Laurie.

-¿Qué quieres?

-Hablar. ¿No te has dado cuenta de que Ana está muy rara?

-¿Ana? -preguntó Laurie extrañado-, ¿qué le pasa?

-Pues eso -continuó pacientemente Fabián-, no come, no duerme, no habla, y tampoco pregunta cosas raras, como solía hacer anteriormente.

-Pues eso es cierto. ¿Y qué hacemos?

-Hablar con Tomás, que para algo es su padre adoptivo.

-De acuerdo. Esta noche, mientras esté cocinando.

Así quedaron, y ese mismo atardecer, estaban todos tras la gran mesa de la cocina. Le relataron a Tomás todas sus sospechas, era probable que debieran llevarla a un especialista, pero como la chica estaba escuchando tras la puerta, sus planes se fueron al traste.

-¡¿Cómo sois capaces de conspirar a mis espaldas?!

-Ana, no es lo que parece -intentó calmarla Laurie mientras se levantaba.

-¡Ni se te ocurra tocarme!

Pudieron observar las oscuras marcas que rodeaban los ojos de la chica. Estaba claro que no dormía, que el ritmo de su vida estaba comenzando a alterarse.

-¡Te he dicho que no te acerques!

-Vale, vale -continuó él levantando las manos en señal de paz-, pero siéntate.

-¿Por qué? -contestó algo más calmada.

-Queremos hablar contigo, nos preocupa mucho tu estado.

-¿Pero qué más os da que no duerma? Es mi vida, tengo derecho a hacer lo que quiera, como si paso de ella.

-No digas eso -contestó fríamente Tomás.

-Pues sí, cada uno es libre de hacer lo que quiera, por lo tanto, estoy en mi pleno derecho.

-¡Ana! Para ya.

La chica se giró para mirar a Fabián, que era el que le había levantado la voz.

-Nos importas, y mucho. No vamos a dejar que te pase nada malo -terminó en un susurro.

Levantándose levemente la parte baja de la falda, se encaminó hacia la salida corriendo. Laurie fue tras ella. Fabián ocultó el rostro entre sus manos, y no paraba de murmurar que no debía haberle levantado la voz, que se iba a ir, que nunca les iba a volver a dirigir la palabra...

-Ana, por favor, espera.

Ana había corrido hasta la deshabitada explanada que estaba a unos cuantos kilómetros de la casa. Laurie la había seguido, sin parar de llamarla, por lo que estaba sin aliento. Con las manos sobre las rodillas, la veía mientras continuaba alejándose. Ella no se paró. Finalmente, se derrumbó agotada sobre la hierba. Laurie se apresuró a levantarse, corrió hacia ella y se agachó a su lado.

-¿Estás bien?

-Déjame, me tengo que ir, tengo que buscar a mi madre, sé que está viva, he de irme. Déjame marcharme.

-No, nunca vas a ir a ningún otro sitio que no sea tu casa.

-Esa no es mi casa.

-Lo será. No te preocupes.

La cogió con suavidad, y permanecieron abrazados durante mucho rato, tanto que a Tomás le dió tiempo a llegar, a observarles desde la distancia. No pudo evitar recordar su juventud, aquella muchacha, Felicia. Se vio a sí mismo abrazándola. Recordó también cuando su hija estaba entre los dos, era una niña preciosa. De pronto desapareció, volvieron a tener otra hija, pero nunca fue como con Ana. Laurie y Fabián le habían servido muy bien, y por eso mismo los acogía en su casa. Tal vez debiera decirle a la chica su parentesco. Por eso mismo, tenía la foto en la pared. A ver si ella lo descubría. Era consciente de sus dudas, pero no podía ayudarla. Estaba deseando tratarla como se merecía, pero no podía, porque la chica había vivido toda la vida con las monjas, nunca lo había conocido lo suficiente como para acordarse de él. ¿Qué pasaría si ella no quisiera comprenderle, si no quisiera tratarle como a un padre?

Después de permanecer abrazados todo ese rato, Laurie cogió a Ana y la llevó hasta la casa. La tumbó en la cama con suavidad y le dio de comer. Ella se lo agradeció repetidamente, pero finalmente se durmió.

Soñó con Laurie. Era el protagonista de una pesadilla. Desaparecía y ella no lograba encontrarle. No podía moverse, y tampoco gritar.

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