Capítulo 2.
Ana estaba demasiado sorprendida como para pensar con claridad. ¡No podía ser verdad! Era imposible. Creía que sus padres habían abandonado, ahora se daba cuenta de que había sido todos estos años víctima de las monjas, aquellas horribles señoras que intentaban matarla, pero no podía dejar de preguntarse por qué no lo habían hecho. Se quedó especulando un rato más, pero no sacó nada en claro. Finalmente, unos ruidos procedentes de la cuadra la sacaron de su ensimismamiento. Se acercó y vio que los caballos estaban como locos. Agarró a uno de ellos del lomo y consiguió tranquilizarlo. Lo apartó de sus compañeros pero con los otros no tuvo tanta suerte, se fueron.
Horas después, Laurie y Fabián regresaron de su cacería. Habían conseguido buenas piezas, pero para ellos no lo suficiente. Muy a su pesar, tuvo que reconocer que se le habían escapado los caballos. Lo que no fue capaz de decirles, era porque se habían vuelto locos. En aquel mismo instante, Laurie volvió a salir de la casa para ver si los encontraba. Mientras tanto, Fabián se quedó tranquilizando a la chica.
Cuando Laurie regresó, trajo los caballos de vuelta. Se enfadó mucho con ella porque según decía, era una irresponsable. Esta se defendió alegando que, tras su descubrimiento, era muy difícil que estuviera tranquila.
-¿Qué descubrimiento?
-¿Cuál va a ser?, la carta que teníais escondida dentro del libro ese que se ha caído.
-¡Ya tenías que tocarlo todo! ¡No tenías que enterarte, eres una metomentodo!
-Laurie, déjala, -intentó calmarla sin éxito Fabián-, tenía que enterarse tarde o temprano.
-¡Yo ya sabía que vosotros conocíais a mis padres, lo oí el primer día, creía que teníais razones para ocultarlo, por eso no os dije nada! -repuso ella soyozando.
-¡¿Cómo que lo sabías?!
-Sí, fuisteis muy descuidados -aguantó el resto de réplicas con aparente calma, pero, finalmente, se vio en la obligación de salir de la casa.
"Claro, como soy una mujer, aparentemente huérfana y tonta, ya se tenían que meter conmigo" "Pero no tienen razón. Voy a dejarlos en la estacada, me voy, que se fastidien si se intoxican de polvo" -no pudo evitar pensar con maldad.
-No ha sido su culpa... tenía que enterarse...
-Me da igual... no... debía ver...
-Ya lo sé... es lo normal... me parece... mal...
Ana pudo oír algo de la conversación, ya que estaba pegada a la puerta. Desde ahí, podía observar a los curiosos pájaros de colores, aquellos a los que estaba comenzando a acostumbrarse. Había además un gavilán que daba vueltas por la casa. Eso la extrañó bastante. Sin dejarse llevar por el odio, entró en la casa.
-¿Qué quieres? -preguntó Laurie sin dignarse a mirarla.
-Hay un pájaro muy raro encima de la casa -dijo fríamente-. No creo que sea bueno.
-¿Y a tí qué más te da?
-Mi hermano quería decir que muchas gracias -se apresuró a corregir Fabián.
-Haced lo que queráis, me da igual.
Y dicho eso, salió de la casa, con un bolso con sus pertenencias, que pese a haber vivido en una sociedad dos meses, seguía limitándose a dos vestidos y algo de comida. Montó el mismo caballo que la llevó de vuelta a Lozoya, y cabalgó. Poco a poco, el sol se ocultaba entre las cortinas de nubes. Llegó a Rascafría bien entrada la noche. Se bajó del caballo con un ágil salto. El pueblo estaba desierto, a lo lejos, se podía ver un campanario muy alto, sobre el que había un nido de cigüeñas. Se encaminó hacia él, debido a que, si no había nadie por ahí, era poco probable que lo hubiera por el pueblo. Anduvo por las calles secundarias, para evitar ser vista por personas indeseables. Observó que había alguna librería, peluquerías, bares... No llegó a ver ningún hostal, pero, pese a los acontecimientos, no se dejó llevar por la frustración. Estaba muy cansada, ya que era todo cuesta arriba. Finalmente, llegó a la puerta de un gran ayuntamiento. Tenía una fachada muy grande. Una de las ventanas tenía luz, lo cual contrastaba enormemente con el resto del poblado. Se decidió a llamar.
-¿Sí?
-Hola, me preguntaba si podía entrar -dijo Ana con vergüenza-, acabo de llegar y no he visto nada abierto.
-¿Y le extraña? -contestó una áspera voz-, están durmiendo.
Estaba a punto de replicar cuando la puerta se abrió con un molesto chirrido.
-Pase.
Era una estancia muy acogedora, había algunos cuadros, que supuso que se trataban del pueblo, posiblemente hacía muchos años. Llendo a mano derecha, se encontraba una pequeña escalerita, la que la condujo al despacho del alcalde de aquella localidad. Había una mesa marrón en medio de la sala, y, a continuación de la misma, una pequeña librería. Las cubiertas le llamaron la atención, eran coloridas, simples pero atractivas. Se sentó en la cuadrada silla, enfrente del alcalde.
-Entonces acaba de llegar -afirmó el alcalde-, hoy tendrá que pasar la noche aquí.
-Si no es un inconveniente, me gustaría poder quedarme una temporada en Rascafría.
-¿Trabaja?
-Me apaño bien con los animales, y probablemente con las plantas también.
-Mañana hay un consejo, la presentaré al pueblo y que ellos decidan. Ahora, gire a mano izquierda y verá un pequeño cuarto. Duérmase. La voy a encerrar, no vaya a ser que nos robe.
-Jamás se me ocurriría -contestó Ana sin obtener respuesta.
Aquella noche no pudo evitar pensar en Laurie, y también en Fabián, recordó que ella no tenía la culpa de que fueran tan bordes, por lo que decidió no volver a mirar atrás. Estuvo tentada de volver a empezar una vida, con otro nombre, con otra gente, en otro lugar... Finalmente, consiguió dormir.
Fabián dejó a su hermano para ver qué extraño suceso les había descrito Ana. Efectivamente, el ave seguía encima del establo. Entró preocupado, las cabras estaban en su sitio, los caballos también. Las ovejas se habían colocado en un círculo, y para romperlo, tuvo que darles la sal que guardaba en el zurrón. Cuando rompieron la curiosa estructura, alcanzó a ver una oveja muerta, estudió bien su color, su comida, pero no vio nada raro. Tras sacarla a cuestas, la enterró en el jardín. Echó de nuevo el cerrojo y entró en la casa.
-Se ha muerto una oveja -dijo fríamente.
-¿Por?
-No lo sé. La comida parecía que estaba bien, y de aspecto tampoco estaba mal.
-¿La has enterrado?
-Sí. He preferido que no nos la comamos.
-De acuerdo.
Dicho eso, cenaron y se metieron a la cama. Fabián pensaba en la horrible actitud que su hermano había demostrado con Ana. Le hubiera gustado reprocharselo, pero le fue imposible. Tenía que reconocer que la chica se había pasado.
-Fabián...
-¿Sí?
-Me he portado mal con Ana, ¿verdad?
-Claro que sí. Has sido muy duro con ella.
-Ha sido su culpa -alegó en su defensa-, no debería haber ordenado esa estantería.
-Pero lo hizo. Habría sido mucho mejor si se lo hubiéramos contado desde el principio.
-Ya lo sé. ¿Dónde crees que estará?
-No sé, quizá ha vuelto al convento, o símplemente está huyendo de nosotros. Lo más probable es que haya recorrido unos cuantos kilómetros y se haya arrepentido.
-No lo creo, es demasiado cabezota.
-Ya, pero quien sabe, tal vez decida volver.
-Mañana lo veremos.
Aquella noche durmieron todos mal, Ana estaba arrepentida, Fabián enfadado y Laurie harto. Decidieron no volver a pensar en ello.
A la mañana siguiente, unos sonidos la despertaron. Eran voces de hombres, estaban todos alrededor de su cama. Se tapó incluso más de lo que estaba con la fina sábana.
-Se despertó la bella durmiente. ¡Aleluya! -gritó un señor alto, con el pelo canoso, figura ancha y vestido con unos vaqueros.
-¿Qué... qué pasa? -preguntó ella sorprendida.
-Ya le avisé que hoy iba a haber reunión. Es una dormilona -la riñó el alcalde.
-Vaya, lo siento. Agradecería que me dejaran unos minutos para arreglarme, y luego bajaré a la sala principal.
-De acuerdo.
Ana estaba sorprendida, en apenas unos minutos su vida podía dar un giro inesperado. Se levantó de la cama, se sujetó el pelo mientras cogía el vestido. Cinco minutos después, comenzó a bajar las escaleras. Contó 28 escalones. Cuando llegó a la sala, estaban todos sentados en círculo. Sin saber muy bien cómo comportarse, se sentó entre el alcalde y un campesino, pero el primero, le indicó que debía sentarse enmedio. Todos la observaban con curiosidad. El vestido azul verdoso que lucía, dejaba a la vista sus hombros, por lo que algunos no aprobaban esa prenda. El pelo lo llevaba recogido en una larga trenza, que colgaba por sus hombros. La chica era consciente de que era observada. Finalmente, el alcalde comenzó a hablar.
-Hoy estamos aquí reunidos para añadir en nuestra comunidad a la señorita...
-Ana, Ana a secas -se apresuró a añadir ella.
-Señorita Ana, ¿cuántos años tiene?
-Dieciséis.
-¿Y quiénes son sus padres?
-No lo sé, toda la vida he creído que era huérfana.
-¿Y ha trabajado alguna vez?
-Sí, hace dos meses, llegué a Lozoya, ahí cuidé a algunos animales y también el huerto.
-¿Y alguna otra vez?
-No.
-¿Y sería capaz de escribir o de leer?
-No lo creo.
-Y pese a todo pretende que la "acojamos"?
-Si no es mucha molestia, creo que podré aprender rápido, si pudieran ponerme a prueba, lo agradecería mucho. He estado siete años encerrada en un convento, sometida a una horrible medicación, cuidada por unas personas a las que no les importaba nada mi vida, y además, fui arrebatada cuando era tan solo un bebé. Siempre he vivido en la ignorancia. Anclada en los jueves. Nunca llegué a pensar en escaparme, sin embargo, lo he conseguido. Me hubiera gustado mucho poder haberme quedado en Lozoya, pero no fui capaz. Me harían ustedes un gran favor.
-Si fuera tan amable de darnos unos minutos para deliberar yéndose...
-De acuerdo.
Dicho eso, salió de la estancia mostrando su espalda descubierta a aquellos señores, los que tenían en sus manos la vida de aquella chica. Una vez estuvo fuera, se sentó en un taburete y esperó pacientemente. Descubrió un periódico que asomaba de entre los libros de la mesa. Se puso a hojearlo. Mientras tanto, los habitantes de Rascafría tomaron una decisión.
Ninguno estaba a favor de acogerla, pero, simultáneamente, una idea florecía en la mente de Tomás, un campesino de unos cuarenta años.
-Yo la acogeré -dijo para la comunidad-, no han de preocuparse por nada.
-¡¿Cómo que la acogerá?! -gritó el alcalde.
-Tengo libre decisión -replicó Tomás sin levantar la voz-, llámela.
Aunque obligado por todos los hombres, salió de la estancia y llamó a Ana.
-Señorita, pase.
Ana le hizo caso, dejó el periódico sobre la silla y lo siguió. En cuanto entró, todas las miradas se dirigieron a ella, y sin hacer caso, se sentó en su anterior sitio.
-Tomás, todo suyo -cedió el alcalde.
-He decidido acogerte, a cambio de que trabajes en en el campo. -Dijo él.
-¿Qué? -preguntó extrañada.
-A ver, que si no quieres no -quitó importancia él.
-Es que no me lo puedo creer.
-Firmen los papeles -añadió el alcalde teniéndoles las hojas-, después, usted se apaña.
-Prometo no involucarles en nada.
Dicho eso, se encaminaron a la salida. Ana no sabía muy bien cómo comportarse, ni tampoco que debía decir a su salvador, pero pese a todo, salió de la estancia feliz, con un nuevo futuro por delante. Tomás, por su parte, no sabía muy bien cómo tratar a la chica, ya que era la primera vez que adoptaba a alguien. Se relajó cuando pensó en sus padres adoptivos. Ellos le habían tratado siempre con cariño y se había adecuado muy bien a su vida. Decidió que Ana iba a ser feliz con él, pese a la diferencia de edad, estaba seguro de que podrían mantener una buena relación de amigos.
-He pensado que podríamos ir a comer al bar -comentó Tomás rompiendo el tenso silencio que se había formado a su alrededor.
-Me parece bien.
Ana levantó la mirada y se encontró con los ojos azules de su nuevo padre. Eran unos ojos limpios, sin nada que ocultar. La miraban sinceramente, como si de verdad le apeteciera protegerla. Sintió algo de lástima al pensar que lo estaba comprometiendo, ya que, al juntarse con ella, podía ser perseguido, no tenía muy claro si explicarle su situación, pero finalmente, decidió no preocuparlo.
Llegaron al único bar, había una mesa libre, estaba en el rincón más alejado de la barra. Ojearon la carta, había muchos platos de los que ella no había oído hablar en la vida.
-¿No querrás escamoles, verdad?
-No.
-¿Eso es que quieres o que no?
-Que no me apetece demasiado comerme hormigas -añadió al leer la descripción del plato.
-Estoy completamente de acuerdo.
Dicho eso, comenzaron a comer. Ella finalmente había pedido un arroz caldoso, sin embargo, no estuvo demasiado bueno. Al acabar la comida, se dispusieron a llegar a la casa. Las paredes tenían un ligero tono azulado, el porche estaba repleto de nidos, por lo tanto, la chica pensó que no debía haber gatos. Cruzaron el camino de piedras que llevaba hasta la puerta. Al entrar, Tomás se dirigió al cuarto que estaba a la derecha, le indicó que iba a ser a partir de ese momento su dormitorio.
-¿Para mí todo eso?
-Sí, nunca ha sido ocupado, y me parece que te gustará -añadió él.
-Es... es... -no fue capaz de expresarlo con palabras y finalmente lo abrazó.
Tomás no tenía ni idea de qué hacer, si abrazarla también o simplemente no hacer nada. Finalmente, se decidió por la primera opción. Permanecieron así hasta que ella se separó lentamente.
-Muchas gracias -dijo con sinceridad-, nunca nadie me había cuidado tanto. De todas formas, me gustaría poder hablar contigo en privado, tengo muchas cosas que contarte.
-De acuerdo, si quieres, ponte un vestido más cómodo y vienes a la salita, ahí estaremos bien.
Dicho eso, Ana entró en su nueva habitación, guardó sus pocas pertenencias en el armario y se puso un conjunto basado en una falda y una camisa. Se soltó el pelo y, más tarde, se sorprendió al ver que su cómoda tenía una colcha roja y naranja, le era familiar, pero no hubiera sido capaz de afirmar por qué. La salita era simple, tan solo tenía unas sillas y un cuadro, estaba hecho a punto de cruz, representaba una escena familiar, probablemente una Nochevieja. Sin hacer caso al cuadro, penetró en la estancia. Tomás la esperaba sentado en una de las sillas. Ana ocupó el asiento de al lado.
-¿Qué querías decirme? -rompió el silencio Tomás.
-Pues yo no conocí nunca a mis padres. Hace poco, descubrí una carta en la que obtuve la prueba definitiva, me raptaron cuando era pequeña, como bien os conté.
-Sí, pero no entiendo qué tiene eso de gravedad para mí.
-Me metieron en un convento de monjas cuando era pequeña, y, desde ese momento, viví siempre entre las mismas. Finalmente, conseguí escaparme de ahí, con la ayuda de unos hermanos del pueblo de al lado, me recogieron en su casa y, la verdad, son las personas más amables que he conocido en el transcurso de mi vida. Así conseguí llegar a Lozoya, pero un día, haciendo mis tareas, encontré esa carta, la carta que decía que me habían raptado y que mi padre les había pedido ayuda, a ellos, pero no me lo contaron, no sé si pensaban hacerlo, Hablé con ellos pero no me entendieron, así que tuve que escapar de allí, además yo estaba enfadada con ellos, ¡me habían engañado! y lo único que quería era alejarme de ellos, y así es como llegué hasta aquí.
-¿Y cuál es el problema?
-Que te estoy poniendo en peligro, la probabilidad de que las monjas vengan a por mí es alta, y, además, no es que sean muy amigables.
-¿Qué puedo hacer para protegerte?
-Nada. Si preguntase alguien por mí, dale largas, no sería bueno ni para tí ni para mí.
-De acuerdo -pensó durante unos instantes-, no salgas de casa.
-Pero...
-He dicho que no. Te vas a quedar aquí.
-Vale -cedió ella.
Todo el tiempo, se había sentido engañada, era muy extraño todo, la ayudaban, la adoptaban... Se echó sobre la cama y dejó que sus pensamientos fluyeran en su mente, cada instante, ideas más locas acechaban su cabeza. Cuando estaba a punto de conciliar el sueño, un pitido insistente la sacó de su insomnio. Se desperezó y bajó. Simplemente asomó la cabeza por la puerta y vio como Tomás asentía con preocupación.
-¿Envenenamiento?
-Sí... Los hermanos... no han tenido suerte.
-¿Qué habría que hacer?
-Salir... sus cuerpos... no han aparecido.... buscarlos por el bosque... había alguien más... no lo han visto...
-Tomás, ¿qué sucede? -preguntó Ana entrando en la estancia.
-Ha habido un envenenamiento en Lozoya, los hermanos Laurie y Fabián han desaparecido, había alguien más con ellos, tampoco lo han encontrado.
-He de hablar contigo -añadió la muchacha con gravedad-, es urgente.
-De acuerdo Juan, muchas gracias. Nos vemos a las once.
-Nos vemos -se despidió el aludido.
-Bueno -añadió dirigiéndose a la chica-, díme.
-Yo estaba con esos chicos, no sabía lo de su envenenamiento, pero lo sospechaba, los abandoné por su enfado, quiero ir con vosotros a buscarles, han sido las mejores personas que he encontrado, y sin embargo, ahora han desaparecido. Ójala me hubiera quedado con ellos y yo también hubiera sido envenenada. Me siento tan culpable...
Tomás no podía con su asombro. Tomó asiento en una de las sillas y pensó durante largo rato.
-Eso quiere decir -añadió con cautela-, que podrías ser culpable.
-Pero no lo soy, jamás les hubiera deseado ningún mal.
-Lo sé, pero comprendeme, he de asegurarme. No puedes venir con nosotros -completó levantándose.
-Por favor -pidió Ana tomando el bajo de su chaqueta-, si los encontráis, traedlos aquí.
-Eso haré.
Tomás salió de la casa dando final a la conversación. Se sentía mal, no le parecía bien dejarla en casa sola. Se encaminó a la librería, pidió al hijo del dueño que se pasara un rato por la casa, que vigilara a Ana, no quería que cometiera ninguna tontería. Samuel era un chico alto, muy culto, gracias a la cantidad de libros que leía. Era rubio, y muchas de las chicas del pueblo ansiaban su amistad, pero él no quería dársela a nadie. Por esa razón, no puso ninguna objeción, había oído hablar mucho de aquella muchacha, no se la solía ver por el pueblo, pero ahora podría entrar en su hogar.
-Hola, pase.
-Por favor, no me trates de usted.
-De acuerdo -dijo cediéndole la puerta.
Los primeros minutos se les hicieron eternos, pero poco a poco comenzaron a perder la vergüenza. En apenas media hora, ya estaban riendo.
Gracias a la distracción que Samuel le proporcionaba, Ana logró olvidar momentáneamente sus preocupaciones. Las horas transcurrieron rápidamente, y ni siquiera notaron el hambre. Horas más tarde, a eso de las dos de la madrugada, unos golpes los alarmaron. Ana se apresuró a abrir la puerta. Un Tomás sudoroso la saludó. La chica no pudo evitar reprimir un grito.
Tomás tenía varios cortes en la cara, como consecuencia de los golpes que las ramas habían descargado sobre él. A su derecha, un hombre llevaba a Laurie colgado de los hombros, como si de un saco se tratase. En cuanto a Fabián, estaba en los brazos de Tomás. Todos los hombres que se habían congregado frente a la puerta, tenían cortes y heridas muy feas, pero en esos momentos, Ana solo tenía ojos para Laurie y pensamientos para Fabián. Corrió a preparar algunos trapos húmedos, mientras los hombres iban yéndose.
N.a.
¿Qué creéis que va a pasar? Gracias por leer.
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