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Capítulo 11.

Había pasado algún tiempo, pero un mes después de la misteriosa reunión, se propusieron contarles toda la verdad.

-Mirad -dijo Jesús suavemente-, tenemos que confiaros una cosa.

-¿El... el qué? -preguntó Ana preocupada-. Por vuestra cara parece que se haya acabado el mundo.

-Bueno, casi.

-No, no, con eso no se juega -dijo Lucía con seriedad-, ¿de qué va eso?

-Vale, Julia, es por ti.

-¿Por mí? ¿Y yo que he hecho?

-Te acuerdas de que el día en el que salisteis con Alán, hablaste francés -eso último lo dijo en un susurro casi inaudible.

-Sí, claro que me acuerdo. Luego me quedé muy preocupada.

-Tú y todos -completó el aludido.

-Bueno -dijo Jesús sin andarse con rodeos-, Adrián y Samuel, también conocidos como los "hombres de negro", van a por todos los que hablan francés o tienen una relación con Oclania, la bisabuela de Olivia y Victoria, por eso, por su fórmula contra la muerte, no os hizo nada su ataque. Estos dos hombres llevan siglos, obviamente de distintas generaciones tras ella, quieren la fórmula porque más de una vez han estado cerca de la muerte.

-Entonces, ¿tenemos "algo" metido en la sangre y no van a parar hasta matarnos? -dijo súbitamente Victoria-. ¿Y seguís pretendiendo que me quede aquí con vosotros? ¿Con riesgo a morirme? Ni lo soñéis.

-A ver, ¿tú por qué crees que nació la Orden de Roca? Pues para protegeros.

-¿Pero solo a nosotras?

-Sí, bueno, eh... Es que debería enseñaros una cosa que no sé si es buena que la veáis.

-Jesús, si me permite opinar, creo que ya es hora de que se lo enseñemos.

-¿Pero el qué?

-Ana, tranquilidad. Vayamos a la biblioteca y lo veréis.

-¿A la biblioteca?

-Qué sí, anda, para de preguntar tanto y acompañadnos.

-Sí, vamos.

Apenas unos instantes después, habían entrado en la gran biblioteca. Cerraron la puerta y, al quedarse en la penumbra, observaron por primera vez, unos ojos, verdes, que darían miedo a todo el mundo insensato que se hubiera metido en aquella sala sin ser consciente de lo que le esperaba en la oscuridad.

-Estos ojos son los que nos protegen de "los hombres de negro".

-¿Y cómo lo hacen? -preguntó una de las chicas curiosa.

-Julia, para de preguntar. Como averiguaréis más adelante, se caracterizan además, aparte de que son hermanos, por tener los ojos verdes.

-¿En serio?

-Sí. Estos ojos pertenecían a su tía. Ya os hemos contado que llevamos mucho tiempo protegiendo a la gente como vosotras, descendientes de Oclania.

-Pero una cosa, si solo tienen esa sustancia en la sangre Olivia y Victoria, ¿por qué su ataque tampoco nos afectó?

-Pues mirad, todas sois familia, hala, ya está dicho -tras esa declaración, Jesús pudo por fin tomar aire tranquilamente.

-¡¿Qué?! -preguntaron todas a la vez.

-Sí, vuestra abuela era la hija de Oclania. Un día, mientras dormíais, os hicimos una analítica y sí, erais familia.

-No me lo puedo creer.

-Ya puedes. Ellos de momento no se han enterado pero, no tardarán mucho. Van a por vosotras dos -dijo señalando a las dos hermanas- porque están seguros de vuestro parentesco con ella, pero en poco tiempo se enterarán sin duda alguna de que tenéis un parentesco en común.

-Y si eso pasara, ¿qué tendríamos que hacer?

-Defenderos, Alán os ha enseñado muy bien, y entre todos conseguiremos minimizar los ataques. Debéis seguir entrenándoos, pero no podéis dejar que el odio os cegue.

-Una cosa, ¿hay algo más que debamos saber?

Los hombres se miraron y acabaron negando con la cabeza.

-No, no hay nada -mintió Mario-, ya lo sabéis todo.

Aquella noche, sentadas en sus literas colocadas en círculo, se pusieron a hablar.

-No me lo puedo creer -dijo Julia-, somos todas familia, tenemos la misma sangre y nunca nos hemos enterado.

-No me extraña. La verdad es que ha pasado mucho tiempo y, como las familias se han distanciado, es normal que no nos dijeran nada -continuó Olivia.

-Pero, ¿no os parece extraño?

-¿El qué Vic?

-Pues que hayan pasado una cosa por alto.

-¿El qué?, habla ya.

-Los objetos.

-¿Qué objetos?

-Los que hay en la biblioteca, he visto un libro viejo y lo he cogido.

-¡¿Sin permiso?!

-Oye, no te enfades, lo tengo aquí -dijo mientras sacaba un viejo libro con una tapa roja y azul-, si queréis, os lo leo.

-Por mí puedes comenzar -dijo Ana mirando a las demás que fueron aprobando la idea lentamente- no creo que pase nada.

-Bueno, voy.

No les puedo decir quien soy, tan solo quien no soy. No soy una persona feliz, nunca he vivido mi propia vida, pero tan sólo me gustaría pedirles una cosa: tengan en cuenta que este libro tiene una gran importancia. Solamente son mis recuerdos, me pueden engañar pero no es mi intención. Hace poco tiempo, conocí a una gran señora, se llamaba Sefaura. Enseguida me quedé embobado mirándola. Ella se me acercó y me dijo: "necesito ayuda, ¿le gustaría dármela'" No me pude negar. Me llevó con ella a una gran habitación en un hotel. Había una cuna, desde la cual una niña lloraba. La había llamado Oclania. Me pidió que la llevara muy lejos, que la criara como si fuera mi hija, que no quería que viera cómo mataban a su madre. Me la llevé, sin mirar atrás. Nunca he vuelto a pisar esa casa.

La niña creció y nunca preguntó por su pasado. Mi trabajo no me permitía estar muy pendiente de ella y, como además no estaba casado, nadie me daba consejo. Tenía mucho miedo de que algún día preguntara. Yo sabía que nunca me preguntaría, pero algún día se lo tendría que contar. Uno de los días que me fui a la ciudad, me acerqué por la casa. Estaba toda destruida. Pregunté a uno de los vecinos y me contó que, hace diez años, poco después de que me llevara a la niña, unos encapuchados habían entrado para coger a la pequeña y, que al no encontrarla, habían acabado con la vida de la madre. Desde entonces, se decía que la casa estaba encantada. Se me había echado el tiempo encima y, cuando llegué a mi casa, salía mucho humo. Entré y vi que la niña estaba haciendo experimentos en mi caldero. La separé de él y, cuando la miré a la cara, casi me caí del susto. No era la hermosa niña a la que estaba acostumbrado, tenía el pelo negro, la cara oscura de hollín, las manos más largas de lo que recordaba y una malévola sonrisa. Desde ese día, nada fue igual. Siempre hacía prácticas, se iba durante días y nunca volvía, ya no me hablaba. Sospechaba que se había enterado de todo. Cuando cumplió los dieciséis, me pidió que me sentara a escucharla. Me dijo que sabía todo, que habían matado a su madre porque ella era especial, porque estaba destinada a ser una maga, de magia oscura, que pudiera conseguir todo lo que quisiese. Además, me confió la razón por la que había pasado tantas horas con el caldero, conseguir una poción para la vida eterna, que bebería y daría de beber a sus hijos para que toda su descendencia pudiera tener más oportunidades que el resto de humanos de sobrevivir a ataques. Luego, desapareció.

Es lo único que recuerdo, hasta aquí mi historia. Sé que tuvo muchos hijos y que cumplió su promesa. Además, ocultó una serie de objetos. Ahora, solamente contaré cuentos para disimular las primeras páginas de este libro, una historia que, aunque viví, me sigue pareciendo una fantasía.

Lentamente, comenzaron a salir del hipnótico efecto que aquellas líneas habían producido sobre ellas.

-No me lo puedo creer.

-¿El qué? -respondió Ana.

-Que nos han contado todo, igual que pone en el libro solo que se han saltado la parte de los objetos ocultos.

-¿Los objetos ocultos? Y quién te dice que no sean falsos.

-Si toda la historia es real, ¿por qué no iban a serlo?

-Bueno, ya hablaremos de eso otro día...

-Mañana -puntualizó Olivia-.

-De acuerdo, mañana -acabó aceptando Ana-. Pero ahora a dormir.

Así lo hicieron.

Aquella mañana, se habían despertado con un gran catarro, consecuencia del chaparrón que los había sorprendido mientras entrenaban una especie de lucha fuera. El que peor se encontraba era Marcos. Se había quedado algo más para recoger todo y había entrado con dos dedos de agua en cada bota. En aquellos momentos, estaban todos metidos en la cama.

Veinticuatro horas después, la situación había cambiado un tanto. A Victoria le había subido algo la fiebre y seguía en la cama, con un paño húmedo en la frente; el resto de las chicas habían retomado la rutina; Alán tenía una leve fiebre con la que no podía levantarse; Jesús sufría delirios; Juan estaba intentando hacer algún que otro medicamento, lo cual le llevó todo el día y Marcos seguía con la fiebre más alta del grupo. Por eso mismo, las chicas apenas tuvieron cosas que hacer.

En una hora desesperada, decidieron que debían limpiar el sótano por primera vez.

-Puaj -dijo Olivia asqueada nada más entrar-, está lleno de telarañas.

-Me pregunto cuándo fue la última vez que lo limpiaron.

-Pues posiblemente desde hace unos cuantos años nadie ha entrado aquí.

-Ciertamente, de todas formas, una limpieza no estaría de más.

-Creo que Ana tiene razón -dijo Lucía-, les haremos un favor.

-Ya, pero es que...

-No vais a limpiar nada -dijo una voz a sus espaldas, que asociaron a la de Juan-. Victoria está muy mal.

Corrieron y en tan solo unos segundos, ya estaba atendida. Pasaron toda la noche en vela cuidando de la pequeña, dándole medicinas que había elaborado Juan, intentando que la fiebre bajara, algo en lo que fracasaron estrepitosamente. Tenían claro que, mucho más de un día no sería capaz de sobrevivir. Una grave infección amenazaba sus pulmones, por lo que, no tenían muchas esperanzas. Separó los labios suavemente y, cuando les dijo una cosa, se quedaron en blanco.

-Vienen hacia aquí. Ya se me han llevado.

No añadió nada más. Su frágil cuerpo no pudo aguantar más y les dejó algo entrada la madrugada. La enterraron junto al gran rosal, obra de su especial mano con las plantas.

-Nunca me podré olvidar de ella.

-Yo tampoco.

-Nunca voy a ser capaz de superar esto, primero mis padres, mi familia y ahora ella. Los hombres de negro no van a parar hasta acabar conmigo. Por mí como si vienen ahora.

-No digas eso, nos tienes a nosotras.

-Y a toda la Orden de Roca. Te vamos a apoyar.

-Hemos pensado que, como ya os tiene controlados, lo mejor será que nos vayamos. Nos sabemos defender, debemos llevar vidas separadas, sin nada de comunicación entre nosotros -añadió mirando a Lucía y Ana.

-Yo me comprometo.

-Y yo.

-Yo también.

-Lo mismo digo.

-Acepto las condiciones.

-Todo sea por protegernos.

-Por supuesto.

-Pues, aquí se separan nuestros caminos. Espero volver a veros algún día.

Ana estaba sentada como siempre, con las piernas cruzadas sobre el frío suelo de la habitación, sumida en sus pensamientos y, como hacía habitualmente, mirando hacia los árboles. En otoño las hojas volaban y caían como un suspiro y, cada vez que esto sucedía, un recuerdo se borraba súbitamente de su mente. En vísperas de su cumpleaños la muchacha no podía parar de pensar en su hermana, aquella persona con la que había pasado más de media vida. Hacía una década que no se veían, así lo habían prometido. Era muy peligroso que mantuvieran contacto.

Una hoja dorada entró por la ventana, ayudada por las continuas ráfagas de viento que llevaban aire fresco a todos los lugares del pequeño pueblo. La cogió delicadamente y observó que era una hoja de higuera, sin la parte de arriba, que le daba una forma parecida a una "V". No pudo evitar recordar a Victoria, una de las tantas personas que había perdido a lo largo de su desastrosa existencia. Había sido una gran compañera, y también una excelente amiga. La recordaba con un inmenso cariño. Hacía ya meses que no se acordaba de ella.

Una campana de servicio la despertó bruscamente. Otra vez -pensó. Llevaba cuatro años y algunos meses trabajando para la familia Shuela. Tenían dos hijas, de aproximadamente 15 años de edad. Durante todo el día le pedían que hiciera la colada, les limpiara los cuartos, que les preparara la comida que ellas querían... Estaba harta. Había comenzado como una criada más y había acabado como institutriz de aquellas dos niñas indomables. Miró rápidamente el reloj y vio que llegaba un cuarto de hora tarde a la clase. Salió corriendo y, en su intento de disimular, chocó contra la señora Shuela.

-Creía que te había dejado meridianamente claro -dijo con repugnancia-, que la clase empezaba a las diez y un minuto.

-Así es, señora -admitió ella. Observó detenidamente a la mujer. Llevaba el pelo teñido de un color muy claro, casi transparente. En sus ojos verdes, había una clara muestra del odio que sentía hacia Ana.

Se encaminó hacia la librería y allí la esperaban sus dos estresantes pupilas, Bárbara y Carlota, la primera era el vivo retrato de su padre, mientras que la mayor era idéntica a la madre. Carlota intentaba hacerle la vida imposible. Nunca estudiaba y, además, sus conocimientos comparados a los de otros niños de su edad eran desastrosos, cosa que su madre señalaba como culpa de la aburrida institutriz. Además, alegaba que Bárbara le había caído mejor y que por eso le dedicaba más tiempo, cierto hasta el momento en el que vio que seguía sin progresar. José, el padre de las niñas pensaba que Ana lo estaba haciendo bien, pero ante su mujer, su punto de vista no importaba nada.

Al finalizar la clase y tumbarse derrotada en la cama, vio que había una carta encima de su cama. Comenzó a leerla.

Señorita Ana:

Le escribo para informarle de que mi mujer está muy disgustada con sus servicios y, por lo tanto, desea prescindir de ellos. Le agradecería que se despidiera usted misma. Mañana habrá un coche esperándola en la puerta de servicio a las dos y cuarto de la madrugada.

Con mis mejores deseos,

José Shuela.

Leyó y releyó la carta hasta que se la aprendió de memoria. Llegó a la cocina maldiciendo por lo bajo. Cocinó sin ganas aparentes, limpió con un apreciable desdén y recogió sus cosas. A las diez de la noche, presentó su carta de dimisión ante la señora Shuela, la cual le ordenó que no se fuera.

Aquella noche, la muchacha apenas pudo dormir. Era consciente de que estaba lloviendo y, como en un sueño, se durmió. Apenas dos horas después, decidió irse. Cogió sus posesiones y salió por la puerta de servicio. Nada más abrirla, el agua que se había acumulado frente a ella, entró en la casa.

-Menos mal que me voy para no volver -pensó mientras calculaba mentalmente las horas de limpieza extra.

Mientras andaba hacia la pensión de doña Sara, una mano le agarró el brazo y otra le tapó la boca de tal forma que no podía gritar. De pronto, sintió un frío golpe en la cabeza y todo se volvió más oscuro.

Despertó en una habitación lúgubre. No había apenas luz y estaba atada a una silla. La muchacha intentó gritar pero ningún sonido salió de su garganta, estaba amordazada. Dado que sus intentos de soltarse no tenían ningún éxito, decidió que lo mejor era esperar a que llegara alguien y le explicara lo que estaba pasando. Así pasaron los minutos, y, más tarde, las horas. Tenía mucha hambre y sed, pero dado que no tenía oportunidad, una sensación de sopor se abalanzó sobre ella. Olió algo en el ambiente y, pese a que no entendía nada, comprendió que era algún producto para que se durmiera. No aguantó mucho sin realizar aquella función vital y terminó absorbiendo parte del veneno. No tuvo sueños ni pesadillas, tan solo dejó su mente en blanco.

En aquel momento, unos hombres, vestidos de negro entraron en la habitación.

-Jefe, ¿está seguro de que esta es la chica?

-Sí Adrián, lo es.

-¿Está muerta?

-Más te vale que no -dejó claro el otro moviendo la túnica para que pudiera ver el puñal que colgaba de su cinturón-, o si no...

-Tiene pulso.

-Esperaremos.

Horas después, Ana despertó suavemente al oír rumores de una conversación. Eran los dos hombres, que mientras comían al lado de una pequeña hoguera, reían de algo que la chica no pudo escuchar.

-Vaya, la pequeña mentirosa ha despertado. Te mereces un premio...

Dos horas después, llena de cortes, arañazos y quemaduras recuperó el habla.

-¡No! -gritó la chica alarmada-. ¡Soltadme! ¡Yo no he hecho nada malo!

-Eso jamás -le contestó el más alto de los dos hombres que la habían raptado-. Tienes información que nos inculpa, y que a la vez nos interesa, y es poco probable que vuelvas a ver la luz del sol.

-¿Vas a colaborar o tenemos que hacerte colaborar? -preguntó el otro.

-Nunca os diré nada.

-¿Ah, no? -preguntó el primero agarrándole la barbilla y obligándola a mirarle a los ojos-. ¿Estás segura?

Un escalofrío le hizo pararse a pensar. Si les decía lo que sabía, la dejarían marchar y podría avisar al resto. En cambio, si no lo hacía, le sacarían la información a la fuerza y sería demasiado tarde para ella y para la Orden de Roca. Era tan fácil...

-Hablaré. Pero con una condición, a cambio de mi información, quiero que me digáis dónde demonios me habéis traído.

-¿En serio crees que estás en situación de poner condiciones? -dijo el otro con tono burlón-. Porque yo no lo creo.

-Bah, déjala, no pasa nada por decirle dónde está pero, para eso, debe hablar ella primero, y mirándome a los ojos.

Ana era completamente consciente de que se acababa de meter en un buen lío, que posiblemente le costaría la vida. Fijó su mirada en los ojos verdes de aquel hombre y comenzó a hablar.

-Yo no sé mucho porque me mantuvieron al margen, pero escuché parte de la conversación. -Ana hizo una pausa y fue consciente de las miradas que se dirigían aquellos dos hombres; no obstante, continuó-. Me pareció entender que el pozo de la iglesia, que está cerrado, llega hasta los cultivos de trigo. Ahí, hay una gran caja protegida con un candado, cuya llave está escondida bajo él. Contiene la fórmula de la vida eterna. En lo alto del monte, donde estaba la cabaña de madera de mis amigas, hay oculto otro cofre con los ingredientes necesarios para llevarla a cabo. Me pareció oír también que, cerca de la zona pantanosa, hay unos objetos de valor de no sé quién. Eso es todo lo que pude oír, pero no me hagáis mucho caso porque no estaba prestando mucha atención.

-¿En la zona pantanosa? -preguntaron los dos a la vez-. ¿Estás segura?

-Completamente.

-Es imposible, la hemos registrado varias veces.

-Pues yo es lo que oí -contestó ella, contenta de verles nerviosos- aunque, como ya les he dicho, me puedo haber equivocado.

-No creo. Eres más lista de lo que pareces. Como mucho, nos estás engañando.

-¿Yo? ¿Y qué saco con eso, que me maten? Pues no me sale en absoluto rentable.

-En eso tiene razón -admitió el otro.

-Registren bien, les aseguro que está ahí -continuó insistiendo ella.

-No, no, no -el más alto no daba su brazo a torcer-. No hay nada escondido en la zona pantanosa. Otras fuentes me lo han negado repetidamente aunque, en el hipotético caso de que tu historia fuese cierta, te llevarás un bonito premio.

-Es lo mínimo que me podéis dar, os he facilitado información a la que no tiene todo el mundo acceso -dijo la chica, orgullosa del resultado de su mentira-. Ahora me tenéis que decir dónde estoy, quiénes sois, por qué me habéis traído hasta aquí, qué queréis de mí, por qué me conocéis, por qué me queréis a mí y no al resto de personas, que probablemente tengan más información y esas cosas.

-Sueña.

Demasiado tarde, se dio cuenta de que había pecado de ingenua.

Algunas horas después, se despertó en una habitación que no conocía. Recordó todo lo que había sucedido, y un escalofrío recorrió su espalda cuando recordó la terrible mirada de los hombres de negro. Esos ojos verdes le daban un miedo...

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