
La Nueva Stella Maris
Para un pensador, para un soñador, para un filósofo, no hay nada que tanto conmueva como un buque cuando parte. La imaginación le acompaña a pesar suyo en sus combates con el mar, en las batallas que empeña con los vientos, en el camino de aventuras cuyo término final no es siempre el puerto y, por poco que sobrevenga un incidente insólito, la embarcación se presenta bajo una forma fantástica hasta a los más rebeldes espíritus prosaicos.
Las aventuras del capitán Hatteras, de Jules Verne.
Durante el entrenamiento de exonauta, las clases prácticas se completaron con charlas teóricas impartidas por Marañón en el aula del centro. La primera a la que asistimos fue de las más interesantes que recuerdo, pues nos explicó lo que era un agujero de gusano. Y todo sin esas complicaciones innecesarias de las matemáticas. Marañón era un tipo decente que nos explicaba las cosas tal como eran en realidad. Yo —¡qué queréis que os diga!— prefería mil veces sus explicaciones frente a las enrevesadas y sesudas disquisiciones inentendibles del doctor Mancebo —a quien el Espacio confunda—. El físico teórico llevaba con gran disgusto su asistencia a las charlas, y lo pasaba mal, pero muy mal:
—No, no, no... —se escuchaba a Mancebo susurrar mientras se echaba las manos a la cabeza—. Eso no es así.
De vez en cuando, el doctor Mancebo no aguantaba más y corregía a Marañón con gran amabilidad, consciente de que el hombre lo hacía lo mejor posible:
—Estimado señor Marañón, me gusta mucho su exposición de los hechos, pero me ha venido a la memoria que...
Después de soltar una frasecita de ese estilo llegaban unos cuantos minutos interminables de la jerga indescifrable del doctor Mancebo con muchas cosas que era mejor no entender. Una simple cuestión de salud mental. Si con lo que explicaba Marañón era suficiente, ¿para qué atender a Mancebo? En esos momentos lo mejor era desconectar y descansar para seguir manteniendo la concentración cuando Marañón retomase sus explicaciones.
Por suerte, el doctor Mancebo solo interrumpía las clases de Marañón de cuando en cuando. Era muy respetuoso y no intentaba sustituirle ni menospreciarle. De hecho, cada vez que Ben o César se perdían en las explicaciones —algo habitual—, al finalizar la clase perseguían a Mancebo con mil preguntas, casi todas muy absurdas, y él, lejos de molestarse por el acoso, respondía con una paciencia infinita. De esta manera, a pesar de que el doctor no me gustaba, comencé a aceptarle, incluso a tomarle un poco de aprecio, aunque no demasiado. Era un científico después de todo, y es mejor mantenerlos a distancia.
Aprendí muchas cosas de Marañón sobre la naturaleza de nuestro destino. Nos íbamos a enfrentar a un objeto tan sorprendente como el agujero de gusano. Claro, yo había aprendido algo de agujeros negros gracias a Sandoval. Los agujeros negros clásicos pueden ser descritos con unos pocos parámetros, pues basta con especificar la masa, el momento angular y la carga eléctrica. Así, si se plantea un abismo formado por una masa esférica, al resolver las ecuaciones de la relatividad general se obtiene un agujero negro regido por la métrica más sencilla, la de Schwarzschild. De manera similar, si además de masa incluye carga eléctrica se obtiene la solución de Reissner-Nordström; si masa y momento, la solución de Kerr y, finalmente, incorporando masa, carga y momento da lugar al agujero negro de Kerr-Newman, que es la descripción más completa que se puede ofrecer dentro de la teoría de Einstein.
Para los agujeros de gusano el panorama es un poco más complicado. Si los agujeros negros son como un pozo gravitatorio en el que si caes estás apañado, pues no vas a poder salir; los agujeros de gusano son como túneles que conectan dos ubicaciones que pueden llegar a estar muy separadas en el espacio. Claro, si lo sabes hacer, te permiten viajar con facilidad a zonas muy alejadas. Ese es el truco: son como un atajo que te lleva casi sin esfuerzo a lugares muy remotos. El agujero negro tiene una única boca, el agujero de gusano tiene dos.
En 1916 fueron propuestos los primeros agujeros de gusano. Se debieron a un físico llamado Ludwig Flamm, pero no se popularizaron hasta que en 1935 Albert Einstein en compañía de Nathan Rose los redescubrieron de forma independiente. El llamado «puente de Rose-Einstein» no es más que una transformación de la solución de Schwarzschild extrapolando hasta el máximo sus posibilidades. Aparece así en su interior un agujero blanco, junto al interior convencional, y dos zonas externas del espacio conectadas. No es un agujero transitable, pues tiene un horizonte de sucesos que impide la salida; por no hablar de los intensísimos efectos de marea que, en la mayoría de los casos, matarían a cualquier viajero. Por si esto fuera poco, no son estables, y colapsarían antes de que nadie pudiera cruzarlos, al menos dentro del planteamiento clásico de la relatividad general.
El tema fue retomado en 1955 con lo que John Wheeler llamó «geones», definidos como entidades gravitatorias y electromagnéticas. Sus trabajos con Charles Misner mostraban agujeros microscópicos difícilmente transitables. Fue John Wheeler el primero en utilizar la expresión «agujero de gusano».
Pero el planteamiento que nos interesa nació en 1988, cuando Michael S. Morris y Kip S. Thorne empezaron a trabajar en agujeros de gusano realmente transitables. Eran agujeros sin horizontes de sucesos, sin efectos de marea intensos y con tiempos para cruzarlos razonables, incluso desde el punto de vista de un observador externo. También eran estables, aunque para conseguirlo se requerían determinados efectos cuánticos necesarios para lograr la estabilización de la angosta garganta del gusano. Se conseguía por medio de un efecto de repulsión que evitaría el colapso, siendo imprescindible para ello un tipo de materia altamente exótica, con masa/energía negativa.
Sin embargo, estos agujeros transitables comenzaron a mostrar situaciones paradójicas, pues bajo ciertas condiciones —cuando una de las bocas era acelerada respecto a la otra—, se convertían en máquinas del tiempo que viajaban hacia el pasado, y se producían paradojas por doquier que rompían con el principio de causalidad.
En definitiva, durante siglos el asunto quedó bloqueado por las dificultades de encontrar esa exótica materia de energía negativa. Y fue así hasta que, con inmensa fortuna, nosotros hallamos el bendito éberon, la pieza que faltaba en este puzle. Sin embargo, a diferencia del modelo Morris-Thorne, nuestro agujero sí iba a tener que enfrentarse a efectos de marea importantes, como posteriormente tendríamos oportunidad de comprobar en nuestras sufridas costillas.
Si Neptuno hubiera sido transformado en un agujero negro, su horizonte de sucesos (las fauces de la bestia) tendría un diámetro que andaría por los veinte centímetros. Pero nosotros nos enfrentábamos a un agujero de gusano lorentziano sin horizonte de sucesos: consistía en un objeto menos agresivo, mucho más amable que el sórdido abismo negro. Su boca era más amplia, de cinco metros, lo cual era razonable.
Pero incluso teniendo el eberón no era fácil. Nosotros podríamos sobrevivir al gusano con el adecuado entrenamiento, mi nave, no. Así que recibí la triste noticia de que tenía que despedirme de esa querida nave en la que había navegado durante toda mi vida por el sistema solar: la vieja y entrañable Stella Maris.
Para mí, supuso un gran esfuerzo aceptarlo. Al principio me negué. Dije que si la Stella Maris no iba, yo tampoco. El gobernador Sandoval me respondió diciendo que esa nave interplanetaria era inadecuada para transitar un agujero de gusano, pero eso a mí me daba lo mismo. Así que me empeñé en que debía ser adaptada a las necesidades del complejo viaje. Si nosotros teníamos que adquirir elasticidad, mi nave también podía hacerlo.
Al final se impuso el sentido común y la vieja Stella Maris, mi querida compañera de aventuras y penurias, entre cuyos mamparos había visto morir a muchos camaradas —esa nave tan repleta de buenos y malos recuerdos—, quedó aparcada en una órbita alta de Titán. No había sitio para ella en el gusano, cuya angosta garganta apenas tenía un diámetro de cinco metros y una circunferencia de algo más de treinta. No cabía, simplemente. Como Ben y César eran suplentes y era probable que alguno de los dos quedase en el sistema solar, hablé con ellos y les indiqué que quedaban al mando de la nave y a su cuidado durante mi ausencia.
Realizaron numerosas innovaciones en la nueva nave. Durante el tránsito no iba a tener una anchura —o manga, en el argot nauta— superior a un metro. Por supuesto, no había sitio para el aparatoso anillo centrífugo que en otras naves superaba los cien metros de diámetro. Así, el casco externo, los mamparos y la propia estructura del navío eran muy flexibles. Durante el viaje dentro del estrecho túnel del agujero, la manga sería de un metro, pero una vez superado el angosto gusano, en el espacio convencional, la nave se hincharía como un globo y sería más amplia y mucho más confortable.
Tenía que ser flexible, pues las fuerzas de marea la estirarían y la retorcerían a su antojo y si fuera rígida la despedazarían. Crecería y se encogería, lo cual no dejaba de ser extraño en una nave. Sus cientos de metros de eslora aumentarían durante el tránsito del gusano, con nosotros dentro, que sufriríamos la temible espaguetización. Desde luego, no era un viaje cómodo.
Por eso había sido construida con materiales elásticos y flexibles. Ni pensar en metales ni otros materiales similares. El rígido y metálico santuario que habitualmente nos protegía de la radiación de las tormentas solares en los interplanetarios tampoco podríamos llevarlo.
Los motores iónicos eran convencionales, solo que el reactor de fisión que los alimentaba era muy moderno, mucho más potente que el de la antigua Stella Maris.
Cuando la contemplé por primera vez, he de reconocer que no me impresionó. No parecía gran cosa: flexible, muy estrecha y muy alargada. Se asemejaba a un gusano que estuviera a punto de aventurarse en el agujero de una manzana. No sé qué decir. Era como una especie de aguja blanda que había que ensartar en la boca del agujero cósmico: algo muy raro. Lo peor de todo era el aspecto «a nuevo», esa sensación aborrecible que muestra todo lo moderno y novedoso. Cualquier nauta decente siempre prefiere lo clásico, lo antiguo: esas maravillosas naves construidas siguiendo las viejas tradiciones nautas, las costumbres de siempre. Pero esto...
No obstante, debo reconocerlo. Cuando me fijé en uno de sus costados y advertí su nombre escrito en el casco externo, confieso que sentí mariposas en el estómago: NUEVA STELLA MARIS. Y me emocioné, claro. Era muy fea, tan fea como un gusano, pero era mi nave. La aventura con la Nueva Stella Maris comenzaba y, contemplándola, tuve la certeza de que sobreviviríamos al tránsito del agujero cósmico.
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