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El agujero del gusano

Todos consiguen lo que desean. Yo quería una misión y, por mis pecados, me dieron una.

Apocalypse Now, película de Francis Ford Coppola.

Por aquellos años yo trabajaba dedicándome al transporte legal de mercancías por el sistema solar externo. Era un negocio razonable, no exento de riesgos, tampoco de beneficios. Mi nave se llamaba Stella Maris y, junto a mis amigos Cesar y Ben, éramos tres para tripularla. Muchos dirían que era una dotación insuficiente para una nave de su porte (sí, iba contra las regulaciones, el mínimo eran siete), pero teníamos mucha experiencia, la conocíamos bien, y dominábamos el arte de sacar lo mejor de sus motores iónicos.

Todavía no sé cómo abandoné esa vida que tanto me gustaba y en la que fui tan feliz. Esta aventura comenzó cuando Ernesto Sandoval, un viejo y querido amigo, me invitó a su base científica. Pensé que sería una buena idea visitarle, pues él era nada menos que el gobernador de Nuevo Chile, en Titán. Además de que tenía ganas de verle, aquel lugar era un buen sitio para hacer negocios y conseguir contratos comerciales.

Sin embargo, yo no imaginaba lo que me iba a proponer, y es que de haberlo sabido no habría atendido su invitación. Lo cierto, es que me habló de un amigo, un científico, que quería hacerme una propuesta. Es decir, aquello era una encerrona. Mal asunto. Los científicos no son de fiar, pues siempre terminan metiéndote en líos y enredos, como así fue.

El personaje se llamaba José María Mancebo —o doctor Mancebo, como él prefería ser llamado— y era el típico sesudo sabelotodo medio autista de bata blanca. Cuando me quedé a solas dialogando con él, me sentí muy incómoda. Ese tipo —como la mayoría de los científicos— no me gustaba. Quizá debería haberlo mandado al guano allí mismo, pero por algún motivo no lo hice.

—Ni lo sueñe, doctor Mancebo —le dije ante su horrible propuesta de colaboración como cobaya humana en un extraño proyecto. Se lo dije muy seria, mirándole con ojos desafiantes a ese patético físico teórico.

¡Qué mal me caía ese tipo!

Era sencillo de entender: aquel personaje no comprendía con quién estaba hablando. Acostumbrado a relacionarse con gente blanda y pusilánime, quiero decir, analítica y racional, pensaba que yo era como ellos. No parecía acostumbrado a tratar con nautas como yo. Un error por su parte. Sé que mis primeras palabras le desconcertaron. Él había puesto mucha ilusión en su proyecto; pero era «su» proyecto, no el mío.

—Capitana Vargas, si es una cuestión de dinero...

Dinero, la maldita palabra con la que siempre estos tipos intentaban solucionarlo todo. El petimetre pensaba que las cosas siempre tenían un precio, que todo podía comprarse. A mí también quería ponerme un precio, y eso era muy ofensivo... Otro error por su parte. ¡Qué tipo tan desagradable! Me entraban ganas de fastidiarle mucho, pero mucho, mucho.

—Puede poner encima de la mesa todo el dinero del mundo —le dije, mostrándole el mayor desprecio posible—. Olvídese de mí, doctor Mancebo. La última palabra es mía, y esa palabra es 'no', ¿lo entiende o no lo entiende?

Me pregunté si ese científico sería capaz de comprender que él me había ofendido. Sin embargo, aunque mi primer impulso había sido ponerme en pie y marcharme, decidí seguir hablando con él, primero por consideración a mi amigo Sandoval y también con la esperanza de despertar su mente, para que comprendiese que en el mundo había cosas más allá de su mentalidad pueril, cosas más importantes que el vil metal, cosas que no estaban hechas de materia, sino de sueños y espíritu, de emociones; pero igualmente importantes, como la amistad, la épica, la fascinación o la poesía, inentendibles al parecer para el cerebro lineal de ese físico teórico, con una visión materialista, tan sumamente científica.

—Permítame explicarlo —dijo, con cierta humildad, iba mejorando—. Concédame unos minutos tan solo. Es el éberon. No hay objeto más extraño en el universo que el éberon.

—Venga —fui condescendiente—. Diviértame durante un rato. Hábleme de sus cosas.

—Desde los primeros experimentos comprendimos que el éberon no era un estado convencional de la materia. El éberon posee propiedades extraordinarias que hacen posible lo hasta ahora considerado imposible.

—¡Ah, el eberón! Cuénteme, cuénteme —le animé, aunque era obvio que ahora llegaba un sesudo y aburrido relato de esos galimatías ininteligibles. Qué poco me gustaba este tipo...

—Nuestras ecuaciones siempre fracasaban, mostrando que los agujeros de gusano resultantes eran inestables y que se colapsarían enseguida, pero el éberon mostró cualidades asombrosas, pues con los tratamientos adecuados podía liberar una especie de energía negativa, que permitiría estabilizarlos.

—Bien, el éberon permite estabilizar un agujero de gusano. Avíseme cuando encuentre alguno.

—No, eso no es un problema. Los agujeros de gusano se forman de manera espontánea y son parte de lo que llamamos espuma cuántica, es decir, del vacío convencional. En cuanto la gravedad alcanza una intensidad elevada crecen de tamaño, una consecuencia inevitable en los espacios-tiempo fuertemente curvados. Basta pues con crear un campo gravitatorio muy intenso, que el éberon se encargará de estabilizar los que estén presentes de forma natural.

—Suena bien.

—No me diga que no tiene curiosidad por saber cómo construimos nuestro agujero de gusano.

—Hum, ¿tienen uno de esos? —pregunté, debo confesar que con sorpresa.

—Sí, claro. Lo primero que hicimos fue construir un inmenso acelerador de partículas alrededor de Saturno. Los haces de iones eran acelerados por unos intensos electroimanes superconductores para dispararlos sobre el éberon y cebarlo. Era difícil, ya que había que lanzarlos con enorme energía y precisión. Lo conseguimos —comentó con una sonrisa de satisfacción, la primera que veía en su cara—. Después de haber aumentado su masa un poco, utilizamos métodos más sencillos para alimentarlo, haciéndolo engullir aún más materia.

—Siguieron dándole de comer... ¿Qué quiere decir con «más sencillos»?

—Sí, la sencilla física nuclear. —El experto en gravedad cuántica no pudo evitar poner una mueca de desprecio hacia una disciplina que él consideraba menor—. Unas enormes bombas termonucleares poseían la energía suficiente para seguir cebando a la bestia. Las estallamos cerca de Neptuno, creando una onda de choque que impactaba sobre una enorme cantidad de materia, que alcanzaba una densidad muy elevada, lo suficiente para que la engullese el éberon.

—¡Qué brutos son ustedes!, si me permite la expresión. ¿No saben estarse quietos? ¿Y después qué hicieron?

—Después, seguíamos necesitando masa, más masa, mucha más masa. Así que decidimos lanzar el éberon sobre uno de los polos de Neptuno para que siguiera alimentándose...

—¡¿Qué?!

—Supongo que lo sabe, capitana Vargas. El éberon engulló toda su masa y el planeta Neptuno ya no existe tal como lo conocíamos. En su lugar, quedó un bonito agujero cósmico de enorme masa, al que seguimos llamando Neptuno, por cierto.

—¡Han creado un agujero negro con el pobre e inofensivo Neptuno! Son ustedes unos salvajes incapaces de respetar el medio ambiente —me levanté de un salto de mi asiento en la sala de reuniones y comencé a gritarle muy enfadada mientras le señalaba con un dedo—. ¡Terminarán ustedes destruyendo todo el sistema solar!

—Un agujero cósmico... no negro, sino de gusano, gracias a la estabilidad del éberon, quiero decir. Sé que es triste pensar que Neptuno ya no está ahí, pero es el progreso, capitana Vargas. El progreso exige sacrificios.

—¡Y un cuerno, sacrificios! Son ustedes incapaces de entender que el desarrollo debe ser respetuoso e ir de la mano y en armonía con el medio ambiente ¡Maldita sea usted, sanguijuela rastrera!

—Ya está hecho. Es así.

Me obligué a serenarme. Era amigo de mi amigo Sandoval después de todo.

—Claro —dije—, y ahora están buscando un loco para que se atreva a...

—No, vamos a ver, locos de ese estilo sobran en este variopinto sistema solar. Hay muchos. Abundan, créame. Buscamos a alguien que, además de cierta dosis de locura, sepa lo que hace, alguien de confianza como usted, alguien acostumbrado al riesgo, es decir, un nauta. De hecho, ya ha habido otros nautas que lo han cruzado...

—¿¡Qué!?

—Queremos un nauta, un nauta como usted. Alguien que sepa navegar...

—Déjese de rollos y dígame, doctor Mancebo: ¿Quién ha cruzado ya ese agujero de gusano?

—El capitán Aguirre lo cruzó y, desde entonces, nada sabemos de él.

Aguirre. Ese nauta estaba loco, pero era un buen tipo, y mi amigo. En una ocasión en la que me quedé sin propelente por una avería, me ayudó a mí, a mi nave y a mi tripulación poniendo en riesgo su vida para salvar la nuestra. Yo le debía una, y parecía el momento adecuado de agradecerle el favor.

—No confío en usted, doctor Mancebo, sé que este proyecto es una locura y que me arrepentiré de tomar esta decisión —dije—, pero cuente conmigo si se trata de rescatar a Aguirre.

—¡¿Qué?! —Exclamó desconcertado. Sin duda, no se lo esperaba.

Este idiota seguía sin entenderme...

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