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Sí dices que pasó, en realidad no pasó.
Si se prueba que pasó, en realidad no fue tan malo.
Sí lo fue, no es para tanto.
Sí lo es, no fue mi culpa.
Sí lo es, estás exagerando y no fue tan malo.
Y sí lo fue, te lo mereces.
Séfora Diane Cheng era el anticristo hecho mujer, al menos para el pastor Nick Colleman así era. Desde niña Séfora fue tenaz, decía lo que pensaba incluso si eso significaba hacer pasar un rato bochornoso a su madre, Astrid Cheng y a su padre Chris Khoo, simplemente ella era la clase de niña que se pasea por la iglesia con su lindo vestido blanco con volantes y encaje rosas, zapatitos de charol y el cabello perfectamente peinado, la clase de niña que parece una tierna en inmaculada muñeca, incapaz de romper un plato, pero cuando menos lo esperan su mirada tierna e inocente se transformá en una picará y desafiante, y sin el más mínimo rasgo de vergüenza sus regordetas manos alcanzan las puntas suaves y cremosas de la falda de su vestido, y a la velocidad de la luz lo alzá justo arriba de sus hombros, dejando a la vista de la congregación su graciosa ropa interior de algodón y sus medias blancas de lana. Cuantas no fueron las veces que Astrid y Chris tuvieron que correr contra su picara, y traviesa hija para que no los hiciera quedar en ridículo. Claro que con el tiempo Séfora creció y se volvió más consiente de si misma, ya no dejaba a la vista su ropa interior, pero seguía hablando sin tapujos o filtro alguno, provocando que sus padres tuvieran ya una seña especial para hacerle saber cuando debía callar, cada vez que Séfora veía esa seña hacía un puchero y se sentaba de brazos cruzados, mordiéndose su lengua hasta hacerla sangrar. Séfora no era indiscreta con intención, no hablaba de más por malicia, lo hacía para acallar las múltiples voces que se reproducían sin cesar en su mente, su cerebro nunca dejaba de trabajar y si no hablaba podría explotar, tantas palabras, tantos significados y tantas ideas distintas surcaban su mente cada segundo, solo necesitaba hablar para poder sus pensamiento callar.
La única hija de los Cheng era una muchacha hermosa, de ojos filosos y felinos, con un rostro siempre iluminado por la malicia traviesa de una adolescente de su edad, en especial de alguien que sabe que nunca se va a tener que preocupar en su vida, cortesía de su madre, cuyo apellido figuraba entre el top 20 de la lista de los superricos del mundo. Usualmente permanecía seria y tranquila, pero cuando se reunía con sus amigos sus ojos se traslucían en gestos de felicidad y en palabras agradables aunque un poco groseras. Muchas veces sus padres habían llegado a la conclusión de que tenían dos hijas: una seria y tranquila, educada y callada, con un aburrimiento consumiendo todo su ser (esa hija aparecía cada vez que la forzaban a madrugar un fin de semana para ir a la iglesia); su otra hija era risueña y ruidosa, sus ojos brillaban en alegría y malicia propia de una chica que sabe que a su corta edad ya tiene la vida resuelta, y que lo único que desea es divertirse, reír y ser feliz (esa hija siempre se hacía presente para las visitas o salidas con sus amigos). Séfora tuvo que desarrollar esas dos "personalidades" para mantener felices a todos, le resultaba tan agotador tener que recibir reprimenda tras reprimenda del pastor Colleman y charla tras charla de lo que significa ser "una buena chica cristiana", así que para cortar el mal de raíz simplemente aprendió a fingir.
Séfora mecía sus piernas alegremente contra la mesa, sus dedos trabajaban alegremente sobre la hoja de papel, moldeando y modelando con ayuda de un lápiz de grafito diversas letras, y tonadas que no dejaban de resonar en su cabeza, las ideas y las voces la desbordaban, estaba tan llena de inspiración que podría fácilmente fundar su propio generó musical. El sonido chirriante del teléfono de la sala le hizo perder la inspiración por unos segundos, pero usando todas sus fuerzas se concentró en recuperarla.
— ¡Diane! ¿Puedes contestar el teléfono? — pidió su madre, Astrid, desde el otro piso de la casa.
Séfora puso los ojos en blanco con tanta fuerza que casi vio su cerebro, ¿Por qué el mundo (en especial sus padres) parecían conspirar en su contra cuando tenía una racha de inspiración? Rápidamente su mente viajo entre las posibles formas de evadir tener que dejar la comodidad que la cocina con sus cientos de bocadillos deliciosos le podían ofrecer e ir hasta la sala a responder a los amigos entrometidos de su madre, esos que venían a hacer una merienda mientras leían estudiaban la Biblia todos los lunes, miércoles y viernes, aunque en realidad entre versículo y versículo se dedicaban a criticar a cuanta alma hubieran conocido en sus vidas, y entre bocadillo, y taza de té a contar anécdotas sacadas de contexto para chismear con las otras mujeres de la iglesia. Muchas niñas desean ser como sus madres cuando crezcan, pero para Séfora no existía peor destino que ese. Astrid Cheng tenía 17 años cuando se embarazó del jardinero de su familia, Chris Khoo de 18 años, se casaron para mantener las apariencias después de descartar por completo la opción más fácil para todos (al parecer un aborto no es algo muy cristiano que digamos, incluso si significa arruinar varias vidas en el proceso), como su padre era un jardinero se le negó la oportunidad de portar el apellido Cheng y sus millones adjuntos, Astrid mantuvo su apellido y tras años de lágrimas, y llantos logró mantener su herencia. Los Cheng no estaban nada contentos al enterarse de que la única hija de su generación había cometido semejante sacrilegio, no solo por perder su pureza antes de casarse, también por escoger a un insignificante jardinero sin un apellido de valor, cortaron casi por completo la ayuda a Astrid pero después de dar a luz a Séfora todos parecieron olvidar lo sucedido por el bien de la niña con mejillas rosas cual melocotones. Al recibir el perdón de su familia y volver a ser la única heredera de la fortuna Cheng Astrid comenzó a dedicar sus días a los actos benéficos, las reuniones con otras mujeres de la iglesia, fiestas lujosas, compras obsesivas y carísimas, cenas ostentosas, trabajos en organizaciones sin fines de lucro, patrocinando viajes misioneros a todo el mundo y de vez en cuando dedicaba una hora de su vida a la compañía de su hija, dejando que la niñera por fin descansara. Astrid había dedicado los últimos 16 años a convertirse en toda una buena mujer cristiana, al menos en apariencia.
Cuando Séfora era una bebé Astrid la cargaba una vez al día, cuando era una niña Astrid le dedicaba dos horas de su vida al mes y ahora en su adolescencia Astrid quería ser la sombra de la muchacha, quería salir de compras, chismear sobre chicos y reír a carcajadas en un salón de belleza, pero Séfora no parecía interesada en nada de eso, no si su madre estaba presente. La tristeza de ser madre a tan temprana edad fue demasiado para ella, pero nadie lo sabía, la mujer se sentía culpable por no ser como la madre de las películas: usualmente cuando la madre escucha el primer berrido de su hijo al llegar al mundo ella sonríe y abraza a la criatura, besando su viscosa calva llena de sangre y otros fluidos; cuando Séfora berreo por primera vez anunciando su llegada al mundo Astrid comenzó a llorar e impidió que le dieran a la niña en brazos, no la sostuvo hasta pasadas las tres primeras semanas, cuando sus padres finalmente aceptaron conocer a su nieta; frente a sus padres y personas ajenas a su hogar Astrid era una madre dedicada, incluso en la iglesia la solían usar como ejemplo de que "los planes de Dios son perfectos" y la implementaban en los discursos en contra del aborto, pero a menudo la mujer fantaseaba con otra vida, se imaginaba cómo hubieran sido las cosas si Séfora muriera en el vientre o nunca hubiera existido o si ese condón no hubiera resultado defectuoso, odiaba ser madre y odiaba a Séfora por haberla hecho una. Astrid siempre estaba arreglada y siempre era tan empática, considerada y llena de sencillez que nadie imaginaría que solía dejar a su bebé nadando en vomito y sus desechos por horas, y horas hasta que sus padres le dieron el visto bueno para contratar a una niñera, es algo muy común, cuando las bebés tienen sus propios bebés, la tristeza las invade y aunque frente a otros gritan a cuatro vientos que su hijo es lo mejor del mundo la verdad es que se desharían de la criatura si pudieran.
Todos tenían una imagen de Astrid, una madre amorosa y buena mujer, piadosa y muy centrada, pero la verdad es que Astrid no recordó que era madre hasta que un día al llegar de sorpresa de sus numerosos viajes y se encontró con el estupor de que su hija no solo ya sabía hablar y caminar, sino que también llamaba "mamá" a su niñera con total naturalidad. Astrid despidió a la niñera en el acto, contrato a un séquito de niñeras que reemplazaba mensualmente para que su hija no se encariñara con ellas y desde entonces comenzó a dedicarle unos cuantos minutos al día a su hija, aunque se había vuelto más intensa en estar cerca de ella desde que inició la adolescencia, a lo mejor esperando a que no se embarazara tan joven como ella lo hizo. Su padre era otra historia, Chris era como un cometa, solo lo veía cada quinientos años o para las fiestas de "caridad" (cofcoflavadodedinerocofcof) de la iglesia, Chris prefería pasar sus días gozando de las riquezas de su esposa y gastando en ropa, autos y restaurantes carísimos, cuando estaba en casa intentaba hablar con Séfora como si nada, pero lo cierto es que para ella él era casi un desconocido. Séfora sospechaba fuertemente que fue su abuela quien forzó a sus padres a prestarle más atención, desde que cumplió los 12 años los viajes al extranjero por meses desaparecieron y las fiestas semanales se redujeron, la chica sabía la razón por la cual sus padres le respiraban en la nuca y le causaba gracia pensar en que ellos creían que ella serían tan idiota como para embarazarse. Frente a todos Astrid y Chris eran una pareja enamorada, pero en la privacidad de su hogar a penas se hablaban, coexistían sin ningún problema, pero más allá de eso eran perfectos desconocidos.
Justo cuando Séfora estaba a punto de ponerse de pie y abandonar su amada partitura su tía, Victoria Goh, entró por la puerta, luciendo sus ostentosas ropas de marca que fácilmente podrían acabar con la hambruna mundial, de seguro su tía venía a otra sesión de compras y spa con su madre, siempre venía por eso.
— Tía Victoria, hazme el favor de...— Séfora señaló con la cabeza el sonido estridente del teléfono.
Victoria pareció genuinamente consternada.
— ¿Y los sirvientes? ¿Dónde están cuando se necesitan? Si no están aquí para servirnos, entonces ¿para qué se les paga? — Séfora alzó las cejas con malicia.
— ¡Pero querida tía! ¿qué es esa forma de hablar? ¿Acaso crees que ese es el buen comportamiento de una mujer cristiana? — en el mundo había muchas cosas que Séfora amaba, sus amigos, sus padres (aunque a veces deseara quedar huérfana), la musicá, salir de compras o ir a mirar las estrellas al bosque, pero sin duda una de sus favoritas era criticar a su familia y a los amigos de sus padres, esos amigos que prácticamente pensaban que sudaban agua bendita cuando no existe en el mundo personas más elitistas y egoístas que ellos. Si tan solo supieran que leer la biblia de vez en cuando y dar ostentosos diezmos para mantener la vida lujosa del pastor no otorga automáticamente la salvación enloquecerían.
Victoria se puso roja y corrió a la sala para contestar el teléfono. Séfora se rió entre dientes y siguió con la partitura en la que trabajaba.
— Buenos días, Diane linda — la saludo su madre dándole un beso en la cabeza continuando su camino hasta la ostentosa sala de estar, donde su prima la esperaba.
La chica se sacudió unos segundos, intentando que el fuerte olor del perfume de su madre abandonara el aire. A veces Séfora deseaba que su madre volviera a sus múltiples viajes y se olvidará de ella, al menos así tendría la libertad que tanto quería.
— ¿Adivina quién llamo? — canturreo Astrid sentándose al lado de su hija con una gran sonrisa, cualquiera al mirarlas pensaría que son hermanas y de eso Astrid estaba muy consciente, amaba que le acariciaran el ego con su eterna juventud y belleza.
— A juzgar por tu cara de ponqué fue el — Séfora cambio su tono de voz a una aguda y molesta — ¡El pastor Nick!
— ¡No seas grosera, Diane! ¿Quién te enseñó a hablar así? ¿Fue Mustafá? ¿O Adán? — Séfora recostó su cabeza en el mesón de la cocina, Astrid siempre se la pasaba hablando mal de sus amigos, si tan solo supiera lo que hacían los hijos de sus amigas cuando nadie los veía pensaría que los amigos de su hija eran ángeles en la tierra.
— Mamá, si no querías que fuera mal hablada no debiste emigrar desde Laurasia hasta Varela, que si mal no recuerdo antes era un continente tercermundista lleno de habitantes con mucho jetabulario.
— No importa. El pastor Nick te invito a tocar en un concierto junto con tu banda — Séfora arrugo la nariz fastidiada —, quiere que toquen en un evento de caridad— Astrid acarició el cabello de su hija con dulzura —. Por favor, Diane, hazlo por mí, quiero que mi hija sea una buena cristiana.
— Mamá, por enésima vez, llámame Séfora, me gusta más que el segundo nombre que me diste.
— No fui yo, fue tu padre el que insistió en darte un segundo nombre, por eso jamás volví a jugar piedra papel o tijera con él, siempre me gana — a Astrid todavía le daba vergüenza admitir que dejo algo tan importante como el nombre de su hija en manos de un sencillo juego de niños, pero cuando estas sedada con anestesia y tienes una herida abierta debajo del estómago, con la causante de dicha herida llorando a todo pulmón e intentado llegar hasta tu pecho para succionar como si su vida dependiera de ello no se piensa con demasiada claridad —. Por favor, hija, es para los pobres, para recaudar fondos para la caridad.
— Con recaudar fondos te refieres a financiar la mansión del pastor?
— ¡Diane!
— Séfora.
— ¡Bien! ¡Séfora! No hables así del pastor Nick.
— ¿Hablas del pastor que conduce un auto último modelo, vive en una mansión y cuyos trajes cuestan medio riñón?
— Hablo de que siempre haz sido una niña muy inteligente, hija, pero temo que tus sueños de música te aparten del buen camino.
— ¿Qué buen camino, mamá? Mantengo un excelente promedio y soy una adolescente funcional, trata de no humillarme por una sola vez.
— Nunca quise hacerlo — se defendió Astrid, temerosa de que su prima la escuchará y fuera a contárselo al resto de su familia, temía la reprimenda que le darían sus padres si se enteraban de los sentimientos genuinos de su hija — . Soló pienso que deberías estar con buenos adolescentes, chicos buenos.
— ¿Quién?
— Moisés es un buen chico.
— ¡Por favor, mamá! Me lleva acosando por años, cree que porque me llamo Séfora estoy destinada a ser su esposa, primero que él libere el pueblo de Israel y luego hablamos — la chica le dio la espalda a su madre, cruzándose de brazos indignada.
— Él es un poco intenso, pero es buen muchacho, hija, un buen hijo de Dios.
— ¿Por casualidad no haz leído el onceavo mandamiento?
— ¿Qué onceavo mandamiento?
— ¿"No acosarás a tu hijuechuta prójimo"? O en palabras coloquiales, "No, significa, no"
— Estás exagerando, jovencita y no me gusta ese lenguaje — Astrid se puso de pie y comenzó a alejarse de su hija —. Como sea, ya le dije que sí.
— ¿Para qué me preguntas entonces si al final vas a hacer lo que quieras? — cuestiono Séfora, pero su madre ya estaba demasiado ocupada hablando sobre la ultima colección de vestidos que iba a comprar.
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