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El Puente


Amanda estacionó su coche a un lado del puente de metal y, sin poner atención a los vehículos que iban y venían, corrió hasta este y trepó el barandal de medio metro que sirve para evitar que personas o vehículos caigan al río. En cualquier caso, no necesitaba ese resguardo, ella condujo hasta allí con único propósito: No regresar a donde están los problemas.

Desesperada, llegó al otro lado y, de pie frente a la corriente, apartó lágrimas de su cara.

Voy a saltar. 

Ya no aguanto más, señor. Tengo mucho dolor dentro.

¿Por qué lo has permitido?

¿Por qué yo que no hago daño a nadie?

No puedo más. Me siento tan sola. Ya no soporto más esto...

Estoy llorando tanto que estoy temblando.

Me siento como si estuviera a punto enloquecer.

Nadie puede con tanto sufrimiento.

Te pedí piedad y no me escuchaste.

Tú tienes el poder para cambiarlo todo y no lo haces.

¿Por qué todos parecen ser más felices que yo?

¿Por qué yo debo sufrir tanto?

Ya no puedo.

Todas mis fuerzas te las di...

Después de decir eso gritó tan alto que su garganta dolió y, decidida, dio un paso al frente.

Quiero morir para dejar de sentir.

No tengo una sola razón para continuar.

Nadie me ama lo suficiente para ver a través de mi y darse cuenta de cuánto estoy sufriendo. 

Cuando muera muchos me llorarán, pero estaban ocupados cuando los necesitaba...
Y me olvidarán. Tarde o temprano continuarán con sus vidas y yo no seré más que un recuerdo triste.

Esto es lo mejor.

Cerró sus ojos. A pesar de que había tomado una decisión, tenía miedo; pero, por otro lado, volver tampoco era opción.  Escuchó más vehículos ir y venir. Sin embargo, al no ser este un puente demasiado transitado y ella una completa desconocida para quienes le veían a lo lejos, podía irse sin que nadie tratara de detenerla. 

Haz una última cosa por mi y perdóname por ser tan cobarde.

E iba a dar el paso que le faltaba cuando escuchó un coche estacionarse.

Abrió sus ojos esperando ver a algún amigo o familiar que pudiera haberla seguido. Pero no. Se trataba de un desconocido que ni siquiera le puso atención. Era como si ella fuera invisible para este, que bajó de su coche y caminó con decisión hasta la cajuela y la abrió. De allí sacó una bolsa negra que arrojó sin problemas al río y una vez cumplió con su tarea se marchó.

Amanda parpadeó confusa y miró hacia abajo buscando la bolsa. La distancia del puente al río era significativa; no obstante, lo que sea que estuviera dentro, estaría intacto hasta que la corriente lo llevara cuesta abajo y llegara al final de la torrente. 

No tardó en encontrar con la mirada la bolsa y se preguntó que había dentro, pues esta se movía de forma extraña. Primero sacó su cabeza un gatito de pelaje blanco. Amanda, sorprendida, miró hacia donde poco antes estuvo estacionado el coche y maldijo al desconocido.

Suspiró con dolor al ver el gatito, pero volvió a cerrar sus ojos para concentrarse en sus propios problemas.

Meow. Meow...

Eso sonaba a dos gatitos.

Meow. Meow. Meow...

Tres gatitos.

Entonces abrió otra vez sus ojos y buscó a los causantes de los maullidos. La bolsa había golpeado el tronco de un árbol y fue detenida por este, evitando así que continuara el recorrido; y de esta ahora salían varias cabezas. Amanda contó cinco gatitos en total.

—¡Yo no los puedo ayudar, estoy en peor situación que ustedes! —les gritó.

Meow...

Meow. Meow...

Echó un vistazo a su alrededor buscando ayuda y divisó a un anciano de pie al otro lado del río. Pero él la estaba mirando a ella.

—¡Señor, alguien arrojó a unos gatitos al río! ¡Ayúdelos, por favor!

El anciano se aproximó lo más cerca que pudo al puente.

—Lo lamento, no puedo cruzar —dijo.

—Pero... Pero... —Amanda miró con dolor de él a los gatitos—. Ellos...

—Morirán, sí, pero pronto pasará —intentó consolarla. 

Amanda bajó su mirada y sacudió un poco su cabeza para apartar mechones de cabello de su cara. Sintió sus manos sudar, aún estaba de pie sobre el puente y estás se veían color rojo por el esfuerzo que estaba haciendo para aún aferrarse al barandal.

Meow...

Meow...

Levantó su mirada y miró una vez más la bolsa. Se estaba hundiendo en el río. 

¡¿Por qué me haces esto?!

Molesta, lloró con desesperación y giró sobre sus pies para volver a trepar el barandal yendo de regreso. A continuación, caminó del puente a la pendiente que la llevaría a la orilla del río y bajó lo más rápido posible. Ahí corrió hasta el tronco que evitaba que la bolsa continuara el recorrido, se inclinó y con el apoyo de sus piernas y brazos empezó a cruzar.

Meow...

MEOW...

—Ahí voy. Ahí voy. 

Al principio le preocupó caer al río. No obstante, alejó ese miedo al recordar que condujo hasta ahí para morir. Qué más daba caer si moriría salvando una vida. 

Al llegar hasta donde estaba la bolsa con los gatitos dentro, la sacó con sumo cuidado, evitando que alguno de ellos cayera al agua y caminó de regreso a la orilla. Ahí, todavía sobre el tronco, al momento de querer saltar a tierra firme, el anciano le ofreció una mano para ayudarla. Amanda lo miró confusa pues se supone estaba al otro lado del río. ¿Cómo... Ya no importaba. Él también le ayudó con la bolsa.

Caminaron hasta el pie de un árbol y ahí se sentaron para liberar  a los gatitos. Estos salieron uno por uno. En total eran seis, sin embargo, uno, él que estaba hasta abajo, yacía muerto en el fondo de la bolsa. Amanda sollozó.

—Llegué tarde para él —le dijo al anciano. 

—Pero salvaste a los demás. 

Ella no lo veía de esa manera.  —Perdón... yo...

—Está bien llorar, Amanda —la consoló él—. Necesitas vaciar tu alma antes de decidir con qué vas a llenarla esta vez.

—¡Es que siento que no puedo! —gritó ella, mirando al gatito muerto. 

—¿No puedes qué?

—Hacer nada bien.

—Hiciste esto —El señaló a los demás gatitos—. Nadie más aquí podía salvarlos.

—No puedo hacer nada por mi, quiero decir... Usted vio lo que pensaba hacer y me llevaría el resto de la tarde platicarle el por qué, pero lo importante es que —Contuvo un momento su aliento— no puedo hacer por mi lo que hice por... ellos. Lo he perdido todo. Yo... no tengo idea de qué hacer.

El anciano sonrió y le pidió mirarlo. —Acabas hacer más por ti de lo que crees  —dijo.

—No comprendo.

Él aproximó su mano al corazón de ella. —Encontraste una razón para continuar, Amanda. 

Ella, en respuesta, parpadeó muchas veces. ¿Cómo?  —¿Qué? ¿Los gatos?

—No  —el rió—. El amor que aún habita en ti. La esperanza, Amanda, era una luz diminuta en tu interior; que con la decisión de salvar a estas criaturas completamente indefensas, avivaste y le permitiste iluminarte. No rechaces la esperanza, Amanda, porque no has perdido todo cuando todavía tienes amor dentro... Amor para dar.

—Me equivoco todo el tiempo. Yo... —Se sentía cansada de esperar que todo mejore y de, además, sentirse culpable por creer ser cobarde—. Sé que hay personas con problemas más grandes que los míos, pero...

—No, no digas eso —contestó él—. No hay problema pequeño. Eso, lo que sea que estás viviendo, inundó tu corazón. Déjalo salir sea grande o pequeño... El vaso se llena gota a gota. 

—¿Dejarlo salir?

—Sí.

—Pero llorar no resuelve nada. Lo he comprobado. Créame. 

—¿Te cuento un secreto? —Amanda asintió— Morir tampoco.

—Pero voy a dejar de sufrir —justificó ella.

El anciano, sin dejar de sonreír, cogió entre sus manos a uno de los gatitos.  —Toma uno tú también —pidió.

Amanda eligió al blanco que vio primero.

—Te daré el secreto de la felicidad —dijo él.

—¿Usted la conoce?

—Claro. Te daré el secreto de la felicidad  y un consejo para saber a dónde acudir cuando te sientas triste.

—¿A dónde?

—A alguien más necesitado de amor que tú —dijo el anciano—La gente se pregunta por qué Dios permite esto o lo otro sin darse cuenta de que de no ser así no encontrarían cosas buenas en si mismos. El dolor nos humaniza, Amanda, nos une, nos transforma... Nos permite crecer y ver nuevas oportunidades. ¿De qué serviría tenerlo todo si no encuentras en tu interior la necesidad de compartirlo con alguien?

—Pero...

—El dolor te lleva a recapacitar, te permite colocarte en los zapatos de otros.

—Aunque no funciona con todos —dijo ella, pensando en quien arrojó la bolsa—. Hay mucha gente egoista por ahí, ¿no cree? 

—Exacto. Porque no todos, por más dolor que miren a su alrededor, llegan a descubrir la satisfacción que provoca multiplicar la dicha. Pocas veces te he visto tan orgullosa de ti misma como el momento en el que pudiste rescatar a estos gatitos. Sonreíste, Amanda. 

—¿Sí?

—Olvidaste tus problemas aunque haya sido solo un segundo. Ahora imagina tener la oportunidad de multiplicar eso. 

—¿Hay más gatitos que salvar? —preguntó ella, aterrada.

—Hay muchas cosas que salvar. Sí —sonrió con humor el anciano—. Lo que hace falta es gente dispuesta.

—¿Y por qué Dios no las salva?

—Porque de hacerlo no podría salvar a otros.

—Intento comprender —dijo ella, confusa.

—Lo sé.

—¿Lo que usted quiere decir es que sin dolor no hay amor?

El anciano hizo una mueca graciosa. 

—Lo haces sonar masoquista —dijo—. Me refiero a que... Déjame explicártelo de esta manera: Una vez alguien escribió "El mundo necesita oscuridad, porque el exceso de luz no nos ilumina, ni nos abriga. Sino que nos ciega y nos abrasa". A ti esta experiencia te ha permitido recordar quién eres, Amanda.

—¿Y... quién soy?

—Una buena persona.

Una buena persona. Amanda volvió su mirada hacia el puente:

—¿Y elegir no ayudar a los gatitos me hubiera convertido en una mala persona?

—No —negó el anciano—. Te hubiera convertido en una persona que se perdió de muchas oportunidades.

—Igual no suena fácil continuar.

—No lo es. Aunque nadie vive una vida sin problemas. Han habido y seguirán habiendo muchos momentos que te querrán hacer saltar del puente. Pero todo pasa. Todo cambia constantemente. Elige esperar cosas buenas, y si no las ves, búscalas y oblígate a recordar quién eres. 

—¿La felicidad...

—Es contagiosa —terminó él por ella—. Róbale un poco a otros...

—¿Cómo?

—Bueno... Uno de los gatitos acaba de encontrar comida en buen estado en otra bolsa que alguien más arrojó a la orillo del río.

Amanda volvió la vista a los gatitos y sonrió. —Es cierto. 

—Sí —asintió el anciano, aplaudiendo—. Quien arrojó esa bolsa no imaginó que haría feliz a un gatito hambriento.

—Entonces... ¿no todas las bolsas que arrojan al río son para mal?

—Depende de quién las tira y quién las recoge —contestó él, sacando de su bolsillo un pañuelo y escarbando un poco la tierra para depositar dentro al gatito que no sobrevivió.

Amanda lo miró pensativa. Al terminar él la invitó a ponerse de pie otra vez, buscó una caja y juntos depositaron ahí al resto de la camada.

—Dígame algo —le pidió ella por último. El anciano asintió—. ¿Cuándo regrese los problemas continuarán? ¿Todo será lo mismo?

Él parecía saber la respuesta a eso... A todo en realidad.  

—Sí —dijo—. Quien regresa diferente eres tú.

—No me quedó claro el actuar de Dios respecto a esto.

—A nadie. 

Amanda suspiró y miró una vez más el puente.  —¿Ha visto a muchos querer saltar de este puente?

—Si te sirve de algo, he visto a más eligiendo no saltar.

—¿Qué tan seguido los ha visto?

—Todos los días.

—¿Entonces... —Amanda miró otra vez al anciano— por qué no quitar el puente?

Antes de responder el anciano se entretuvo un momento acariciando a los gatitos. —Porque buscarían otro donde saltar y de no encontrarlo... construirían uno, dos o tres más.

—¿Y cuál es su trabajo? —le preguntó—. ¿Esperar a que decidan si saltan o no?

El anciano miro con esperanza a Amanda.  —Dejarles ver la bolsa.

—¿Esta... siempre contiene gatitos?

Él rió con nostalgia. —No. No a todos les conmueve una camada de gatitos.

—Entonces la bolsa siempre tiene contenido diferente.

—Es la persona la que tiene contenido diferente.

Conforme Amanda con esa respuesta, los dos caminaron de regreso a la pendiente y  la subieron cargando con los gatitos.

—Todo es muy confuso —dijo, colocando la caja con gatitos en el asiento trasero de su coche.

—Lo sé.

—No me llevo todas las respuestas y no me siento complemente en paz.

Él colocó una mano sobre su hombro y lo apretó levemente. —También eso lo sé.

—Dígame algo más para hacer —suplicó. 

—¿Cómo qué?

—Quisiera... Quisiera olvidar el camino al puente.

—Sencillo: recoge todas las bolsas que encuentres en el camino y encuentra dentro de ellas algo que avive tu esperanza, demande tu atención y te haga dar o robar felicidad. 

—Suena fácil. 

—Lo es cuando aprendemos a encontrar la felicidad en cosas pequeñas o aparentemente insignificantes. 

Amanda le regaló otra sonrisa al anciano. 

—No olvides que fuiste tú quien buscó la ayuda —le recordó él—. No para ti, sino para los gatitos, pero entre todos te reconfortamos. 

—Tengo miedo de lo que venga ahora.

—Únicamente no olvides que yo no sólo estoy cerca del puente y que siempre estaré pendiente de lo que decidas hacer, y que todo siempre será más fácil si reconoces que no puedes sola. Y aún si tuvieras que continuar sola, recoge bolsas y decide que sacarás de estas algo que te haga mejor persona a ti. 

Se despidieron con un abrazo. Amanda subió a su coche, lo encendió y condujo de vuelta. El camino de regreso fue más lento y al llegar a su destino suspiró, cogió con ambas manos la caja que contenía a los gatitos y, sonriendo, les dijo: 

—Pase lo que pase,  gracias por salvarme. 


Por: Tatiana M. Alonzo.


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Comedias románticas: Carolina entre líneas, Max & Suhail y La mala reputación de Andrea Evich.

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Una vez más GRACIAS por leerme c: 

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