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El pueblo sin emociones

La noche caía sobre aquel olvidado pueblucho. Todas las puertas estaban cerradas y el único sonido que se escuchaba era el viento moviendo las débiles y desnudas ramas de los árboles. Busqué un lugar cercano para pasar la noche, pero nada parecía estar abierto. Encontré una humilde posada en una avenida secundaria. Era un lugar lúgubre y deteriorado, el revoque de la fachada estaba ennegrecido por el moho y agrietado por el paso del tiempo y el embravecido clima de épocas pasadas.
El posadero era un hombre mayor, de afilada nariz y tupidas cejas blancas. Tenía una cicatriz en el labio superior que le daba un aspecto siniestro. Sus pequeños ojos negros me observaron con voraz curiosidad.
—¿Qué desea? —preguntó exponiendo sus amarillentos dientes.
—Necesito una habitación.
—¿Por qué motivo ha venido al pueblo? —Sus ojos se posaron en los míos y un escalofrío recorrió mi espalda.
—Soy periodista, estoy escribiendo un artículo sobre la vida en los pueblos rurales.
—Interesante. Aquí está su llave. Habitación 12. Disfrute su estadía. El precio es ciento cincuenta pesos la noche. —Le entregué el dinero y me despedí con un simple gesto.
Caminé a través de un estrecho pasillo, las bombillas opacas iluminaban tenuemente el camino. Las puertas de madera estaban pintadas de un blanco sucio y descascarado. Los números de las habitaciones eran de bronce, antiguos, ya sin brillo.
Mi cuarto era simple y bastante oscuro. Unos grandes postigos de humedecida madera sellaban la única ventana, impidiendo así cualquier paso de luz. Junto a la cama se encontraba un mesita de noche, cuyo cajón estaba trabado y resultaba imposible de abrir.
Ubiqué mi equipaje al pie de la cama y me recosté. Al día siguiente, comenzaría las entrevistas.
La alarma del teléfono me despertó a las siete y media. No le había preguntado al posadero si la estadía incluía desayuno, pero no era algo que me preocupaba. Era la oportunidad perfecta para observar con mayor detenimiento el pueblo y llevar a cabo algunas entrevistas.
Con la luz del sol, el lugar tenía otra apariencia, parecía mucho más acogedor y pintoresco. Las calles eran de gastado asfalto y las casas tenían un agradable aspecto rústico. Los habitantes del lugar me miraban con cierta curiosidad, aunque era imposible de precisar puesto que sus rostros carecían de todo indicador de emoción.
Llegué hasta una cafetería, que se asemejaba mucho a la posada. Me ubiqué en la barra y esperé por la camarera. En una de las mesas se ubicaban dos ancianos que me observaban fríos y desganados, mientras engullían, maquinalmente, un pastel de manzana.
La camarera era una muchacha joven, de apagados ojos celestes y una brillante cabellera negra. Mascaba sin ganas un chicle y, de vez en cuando, hacía globos que explotaban rompiendo con la tranquilidad de aquel sitio.
—¿Qué desea? —Su voz era plana, carente de emoción.
—Un café y dos medialunas, por favor. 

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