Capítulo 22
Bellatrix llegó al aula de Defensa cinco minutos antes de la hora de su castigo, que Grindelwald no creyese que le tenía miedo. Viendo que la puerta estaba abierta, supuso que el castigo era ahí y no en el despacho (que era la habitación anexa). Efectivamente el mago estaba sentado en su mesa corrigiendo. Alzó la vista, le dio las buenas noches con educación y le señaló un pupitre frente a él. Bellatrix se sentó y sacó pergamino y pluma. No era en absoluto su primer castigo: había hecho redacciones sobre todo tipo de temas y copiado frases como para componer una enciclopedia.
—¿Sobre qué escribo? –preguntó con tono apático.
Él hizo un gesto de desinterés con la mano.
—Lo que prefiera. Haga sus deberes si quiere.
Mejor, así no perdía el tiempo. Sacó el libro de Transformación y empezó su redacción sobre los riesgos de cambiar el color de ojos. Trabajaron ambos en completo silencio, solo se escuchaba el rasgueo de sus plumas. Media hora después, Bellatrix notó cómo algo intentaba trepar por su pierna. Trató de ignorarlo, no quería hablarle ni a su mascota. Pero decidió que Antonio no tenía la culpa, así que lo subió a su regazo y ahí se durmió.
Transcurrida una hora, Grindelwald debió terminar con sus correcciones y guardó los pergaminos. Entonces, para fastidio de Bellatrix, se quedó contemplándola en silencio. No era una conducta extraña, muchos profesores lo hacían durante los castigos, pero ella hubiese preferido evitarlo. Se imaginó que estaría elucubrando sobre los motivos de su malhumor, sus ausencias y que ya apenas tuviera amigos. Quizá por eso no le echó la bronca por saltarse semanas enteras, por lástima. Bellatrix odiaba que le tuvieran lástima: la había pillado amenazando a un gryffindor hasta que se orinó encima, ¿no servía eso para mostrar lo bien que estaba de ánimo? Intentó desterrar esas ideas y se centró en su redacción. A la hora y media había terminado. Guardó su trabajo en la mochila y miró al profesor que salió por fin de su ensoñación.
—Ah, sí, supongo que ya es suficiente –comentó con menos seguridad de la habitual—. Antes de que se vaya quería hablar con usted.
Vaya, casi había conseguido librarse. Pero desde el principio supo que no iba a tener esa suerte. Grindelwald se levantó y se apoyó sobre el pupitre más cercano al suyo para poder mirarla a los ojos. Antonio aprovechó para mudarse a su hombro.
—Bellatrix, de verdad, necesito saber qué sucede.
—Ya se lo dije, es que...
—Sé que no es por sobrecarga de trabajo –la interrumpió él—. Quise creerlo al principio, pero aceptemos por tus ausencias y desplantes que el motivo es personal. Y no soy consciente de qué he podido hacer para ofenderte.
—No me ha hecho nada –respondió ella lacónicamente.
Le emocionaba que se preocupara por ella, no podía evitarlo, pero aún así no quería confesar. Seguía siendo su profesor y no estaban en posición de igualdad, ella tenía todas las de perder. Él debió intuir su conflicto.
—Puedes contarme lo que sea, no saldrá de aquí. No le he contado a Slughorn ni a nadie lo que ha pasado con el sangre sucia ni ninguna otra de tus infracciones, no voy a empezar ahora. Creí que te había dado motivos para confiar en mí.
Bellatrix estaba segura de que la tuteaba y había usado el término "sangre sucia" para congraciarse con ella. Y también sospechaba que lo último era para manipularla.
—Yo sí confié en usted –respondió ella.
—¿Insinúas que yo en ti no?
—¿Por qué aceptó darme clases particulares?
Él no respondió de inmediato.
—Eres muy buena bruja, es estimulante poder practicar magia de verdad en este insoportable colegio... —comentó Grindelwald— Mi intención era ayudarte, eso es todo.
—No es cierto –respondió Bellatrix con calma.
Al menos la última parte, la plata de su colgante le había indicado que mentía. La joven no recordaba cómo vivía antes sin aquel objeto tan maravilloso. Eleanor, por ejemplo, no lo necesitaba, ella sabía distinguir las mentiras y los intentos de manipulación, pero para Bellatrix era muy útil. Su respuesta sorprendió al profesor que alzó una ceja.
—¿Cuál opinas que es el motivo entonces? –preguntó él.
Bellatrix extrajo su varita dispuesta a revelar esa baza, así terminaban de una vez.
—¿Le hubiese costado mucho contarme lo de mi varita?
Grindelwald mantuvo el rostro impasible, pero de nuevo tardó en responder.
—¿Quién te lo ha dicho?
—¿Considera que soy tan estúpida que no puedo descubrirlo sola? –respondió con rabia.
—En absoluto –respondió él—. Muy pocos tienen acceso a esa información, pero... Dumbledore, ¿me equivoco? Y apuesto a que también te contó historias sobre mí, eso lo explica todo. Era cuestión de tiempo que se metiera también en esto...
—Si eso fuese cierto, supondría que Dumbledore confía más en mí que usted, ¿no? En ese caso, si tengo que pedirle clases privadas a alguien será a él –respondió intentando mostrarse calmada—. Quedan pocos meses de curso y no tendremos que volver a vernos. Podremos mantener la cordialidad ese tiempo.
Él la miraba con rostro inmutable sin responder. Ella aprovechó: se levantó con su mochila que ya tenía firmemente agarrada y tras un "Buenas noches" abandonó el aula a velocidad firme, pero intentando no parecer ansiosa. Llegó a su habitación y se tumbó en la cama con el estómago y las emociones revueltas.
Bellatrix volvió a las clases de Defensa, porque lo más exasperante era que le gustaban. Se sentaba en la última fila, lo más cerca posible de la puerta y se marchaba la primera. El profesor la miraba a veces, pero solo la sacó para sus demostraciones cuando no vio a nadie más con el nivel necesario. El viernes tenían clase las últimas dos horas de la tarde. Cuando quedaban quince minutos para terminar, Bellatrix sintió que Antonio trepaba por su pierna. Esta vez llevaba una nota con su nombre entre las patas. "Qué manipulador, me lo envía con Antonio porque sabe que a él le aprecio" pensó indignada. Aceptó la nota. No iba a abrirla, pero el chupacabra no paró de tironear su manga hasta que vio que lo hacía.
—Te tiene bien entrenado, ¿eh? –masculló con fastidio.
Desplegó el papel. El mensaje era sencillo: "Quédate después de clase, por favor. GG". De nuevo Grindelwald logró desestabilizarla con aquella sencilla frase. ¿Por qué se lo pedía por favor? Era el profesor, podía obligarla sin más. Quizá quería que viera que confiaba en ella y estaba arrepentido por ocultarle información... O tal vez era otro intento de manipulación. No podía saberlo, no tenía otra opción que obedecer. Cuando terminó la clase, simuló rezagarse mientras recogía sus cosas y se quedó la última.
—Acércate, por favor – le pidió el profesor.
—No puedo, su esbirro se me ha dormido encima.
Grindelwald sonrió ante la mención de Antonio (que efectivamente roncaba suavemente en el regazo de Bellatrix) y se acercó él. Se apoyó en una mesa frente a la suya y no se anduvo con rodeos:
—Sabía que las varitas curvas identifican a las grandes brujas oscuras y debí habértelo contado. Si no lo hice fue porque pensé que si te lo decía, creerías que mi interés en ti se reducía a eso.
Bellatrix no supo si era verdad. Si le omitía información (que hubiese más motivos, por ejemplo) su colgante no reaccionaría. Asintió y él continuó:
—Pero te aseguro que no fue por eso, me impresionaste mucho antes de ver tu varita.
—De acuerdo.
—No me crees, ¿verdad?
—No lo sé –respondió ella con sinceridad—. Pero no debería importarle, es mucho mejor que yo con la magia, con las palabras, con las personas y con todo en general... No necesita mi aprobación.
El profesor no hizo ningún gesto, simplemente lo meditó en silencio. Finalmente declaró:
—Aunque fuese cierto que soy una pizca más hábil que tú... te doblo la edad, Bellatrix –suspiró—. No necesito tu aprobación, pero la quiero. Si te permito acceder a mi mente, si te muestro mis recuerdos de las primeras clases con vosotros, ¿me creerás?
Eso sí que sorprendió a Bellatrix. Parecía que tuviera interés sincero en recuperar su confianza... Pero intentó disimular y mantener la frialdad:
—Podría manipularlos.
—¿Crees que puedo manipularlos y que tú no te des cuenta? –preguntó Grindelwald con curiosidad.
La chica lo meditó. Grindelwald era un oclumente excepcional, sin duda podría ocultar sus pensamientos al propio Dumbledore. Pero engañarla con unos manipulados...
—No, no lo creo –reconoció Bellatrix.
Él sonrió. Resultaba aún más atractivo cuando sonreía, pero intentó no fijarse en eso.
—Estoy dispuesto a hacerlo –aseguró él.
—De acuerdo.
—No te basta mi buena disposición, ¿verdad?
Bellatrix negó con la cabeza.
—Eso sospechaba... —murmuró Grindelwald chasqueando la lengua— No es que no confíe en ti, pero jamás he compartido mis recuerdos con nadie. Eres la única a la que he permitido pasar tiempo en mi mente.
Bellatrix no supo qué responder, se sentía halagada, sin duda, pero no era ella la que lo había sugerido. Se quedaron en silencio unos segundos. Finalmente Grindelwald se concentró y le indicó que lo hiciera. La chica se metió en su mente y ante ella se desplegaron los recuerdos de su primera clase de Defensa, pero desde otro punto de vista... El profesor la fue guiando entre sus memorias.
Pasó a bastante velocidad las primeras clases pues no había nada interesante. Los pensamientos de Grindelwald se resumían en "Este ha de ser el trabajo más tedioso del mundo". Cuando los alumnos se presentaron el primer día, él apenas los escuchó, solo se repetía que tenían pinta de ser bastante ineptos. "Esta al menos tiene los ojos bonitos, seguro que es de sangre pura" fue lo que pensó de Bellatrix. Avanzaron hasta la clase de la tercera semana, cuando diseñó la competición de duelo para ver quiénes eran los mejores. Lo hizo con la intención de entretenerse, pero sin ninguna esperanza de sacar algo de ahí.
—Disputaran ustedes una suerte de torneo de duelo para elegir a cuatro campeones de cada casa— indicó Grindelwald.
Tras la explicación de las normas, Rita Skeeter le preguntó cuál sería el premio. "El premio será que os aguante un año entero" pensó el profesor con amargura. Aún así, decidió jugar con ellos y decirles que al mejor le entregaría su chivatoscopio. Le era práctico en ocasiones (sobre todo para esquivar a Dumbledore) y le tenía cariño. Les advirtió que solo lo regalaría si el vencedor resultaba digno de él. "Lo tienen claro. Ni aunque el margen de tiempo fuese un siglo" pensó con una ligera sonrisa.
Comenzaron los duelos con Gryffindor. "Van a ganar el cansino tembloroso y la chica que le gusta" previó Grindelwald desde el principio. Así fue, Longobottom y Alice ganaron junto con dos compañeros más. Los felicitó con grandes palabras mientras pensaba que bañar a Antonio resultaba más estimulante que aquello. Comentó que los Slytherin lo iban a tener difícil para igualarlos y entonces escuchó a alguien intentando –sin mucho éxito— no reírse. Comprobó que era la chica de los ojos bonitos; no se había esforzado en recordar ningún nombre. Pese a que aborrecía que le interrumpieran, no pudo evitar mirarla y preguntarle su nombre.
—Bellatrix Black –respondió orgullosa.
"La estrella amazona... Un nombre precioso, le sienta bien" pensó mientras se maldecía por ablandarse. Por su tono y mirada entre altivos y burlones confirmó que era de sangre pura. Además era muy guapa: sus rasgos aristocráticos, su perfecta figura... "Contrólate, Gellert, que es una cría" se reprochó a sí mismo. Intentando serenarse preguntó:
—¿Y cree usted que puede derrotar a sus compañeros?
—No lo creo.
—Entonces, si tuviera la amabilidad de evitar...
—No lo creo. Lo sé –le interrumpió la bruja.
Odiaba que le interrumpieran. Y que mostraran tanta arrogancia ante él, más tratándose de una chica de... "Espero sinceramente que tenga dieciocho" caviló el profesor. A cualquier otro lo hubiese castigado por su insolencia, pero había algo en esa joven que le hacía respetarla incluso sin conocerla. Y además tenía unos ojos tan bonitos... nunca había visto a nadie que tuviese el iris casi tan oscuro como la pupila.
Cuando se dio cuenta de que llevaba demasiados segundos mirándola, le indicó con un gesto que se acercara. Le preguntó a cuál de los cuatro gryffindors quería enfrentarse y ella respondió que a los cuatro a la vez. De nuevo, le dejó atónito. En las clases anteriores no le había prestado mucha atención (ni a ella ni a ninguno) pero no le pareció tan capaz. Aún así lo permitió:
—Muy bien, adelante.
Durante los minutos que siguieron la mente de Grindelwald prácticamente estaba en blanco. No había conocido a ningún duelista tan elegante, tan delicado y a la vez letal. Claro que Dumbledore era más poderoso e impresionaba verlo en combate, pero esto era diferente, subyugante. Como el canto de una sirena o una poción de suerte líquida. Ni siquiera pudo preguntarse dónde había aprendido a luchar así ni cuántos años llevaba practicando; dejó esas cuestiones tan mundanas para más adelante. "Si algún día me tiene que matar alguien, que sea ella" decidió el profesor.
Cuando Bellatrix terminó con los cuatro alumnos en el suelo, él fue incapaz de reaccionar. Seguía paralizado contemplándola maravillado. Sus compañeros empezaron a vitorearla y eso le sacó de su hipnosis. Reanimó a los perdedores sin dejar de mirar a aquellos ojos que parecían ocultar tanto. Con indecible fastidio pero dispuesto a cumplir su palabra, sacó el chivatoscopio de su bolsillo. Se lo entregó a la chica, que lo aceptó con una amplia sonrisa y volvió a su asiento tan tranquila, como si acabase de tomar el té.
Quedaba media hora de clase y tuvo que continuar con los duelos, pero le resultó insultante que sacaran la varita después de Bellatrix. Apenas les prestó atención, todo su esfuerzo se focalizó en intentar mantener su mirada alejada de ella. Cuando terminó la clase por fin, la observó marcharse. "Es excepcional. Sería perfecta para...". El recuerdo de Grindelwald se interrumpió ahí. Bellatrix volvió a la realidad a disgusto, estaba disfrutando mucho de aquello.
—¿Para qué sería perfecta? –preguntó con inmensa curiosidad.
—Permíteme guardarme eso para mí –sonrió él—, creo que ya te he mostrado bastante.
Parecía avergonzado por haberle enseñado algo tan íntimo y personal y a Bellatrix le resultó adorable. Si trataba de manipularla, era el mejor. Desde luego el recuerdo había cumplido su objetivo, pero aún así no quería precipitarse.
—Ahí no piensa nada de mi varita, ¿se ha saltado esa parte? –preguntó Bellatrix.
Mirándola a los ojos reconoció:
—No me di cuenta hasta tres clases después. Tu varita me resultó mucho menos fascinante que tú.
A Bellatrix eso la halagó profundamente y ambos lo sabían. Que un mago tan aventajado la considerase digna de atención le emocionaba mucho. Y más ahora que sabía que no había sido por su varita; al menos no al principio, no sabía cómo terminaba la última frase. Pero aceptó que no mostrase todas sus cartas, ella tampoco lo haría. Grindelwald acortó la escasa distancia que los separaba, apoyó las manos sobre su pupitre y le preguntó con voz suave:
—¿Entonces me perdonas por habértelo ocultado?
—Bueno... Vale... —respondió ligeramente intimidada— Pero aléjese un poco, al cansino tembloroso no se le acerca tanto.
Grindelwald rio pero no se movió.
—A Antonio le dejas dormir encima de ti y yo no puedo ni acercarme, no comprendo esos favoritismos –murmuró él con una mueca compungida.
—Tolero a los animales, odio a los humanos –resumió ella.
—Ahora lamento no ser animago.
Eso hizo reír a Bellatrix, Grindelwald sonrió al verla contenta y Antonio se desperezó; tres formas diferentes de ver la vida. Al final el mago recuperó a su mascota y le indicó que no le robaba más tiempo. Pero antes de marcharse le preguntó si volvería a sentarse en primera fila en sus clases.
—No imagina lo desalentador que es ver la cara de Longbottom o de... ya sabe, cualquier otro –comentó con un gesto de desinterés.
—Bueno, de acuerdo –respondió Bellatrix con una pequeña sonrisa.
Seguía sin acostumbrarse a que le hiciese ese tipo de cumplidos y no se le ocurría ninguna respuesta ingeniosa.
—¿Y retomaremos las clases de los jueves?
—No lo sé, siempre está muy ocupado...
—Por descontado, pero haré el esfuerzo por usted –aseguró Grindelwald guiñándole un ojo—. Ahora tengo que ir al Gran Comedor antes de que Albus sospeche que estoy... yo qué sé, incendiando el castillo o algo así.
—¡Avíseme si va a hacer eso, será divertido! –exclamó Bellatrix.
—Le prometo, señorita Black, que algún día incendiaremos algo juntos. Que tenga buen fin de semana –se despidió Grindelwald.
Ella asintió emocionada y se marchó a su habitación. Se había acostumbrado a comer ahí y le daba pereza absoluta volver al bullicioso comedor con todos sus insoportables compañeros. Solo que esa noche, su sonrisa al disfrutar de uno de los pasteles de carne de Bloody Wonders fue mucho más amplia. Grindelwald y ella volvían a ser amigos y hasta ese momento no fue consciente de cuánto lo había echado de menos.
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