Doce
No tenía motivo alguno para molestarme, pero no entendía cómo podías hacer lo que hacías. Te admiraba, lo hacía, también me desesperaba que tuvieras un mundo pintado de rosa y el mío no fuera claro.
Así que te sentaste en la silla contigua, dibujaste, apretaste la mano de la misma chica y comiste gelatina verde. Te escuché llamarme con un sonidito, te ignoré.
Te ignoré cada vez que lo hiciste, a pesar de que moría por ver tus ojos para olvidar que el cáncer dolía.
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