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Prólogo

Mi padre era el típico hombre de pueblo que iba a todas partes con su bastón, su boina y sus zapatillas de andar por casa. Por el pueblo era conocido como "El Lorzas", debido a su afición al cerdo en todas sus formas, desde el buen chorizo a las carrilleras. Y de los dulces que mi abuela le preparaba, claro está.

Trabajaba de carnicero en el mercado de Bérchules y estaba convencido de que nosotros tres, sus hijos, nos ocuparíamos de mantener el puesto pasase lo que pasase.

Había sido padre joven, primero de mí y, un año más tarde, de los mellizos.

Cuando yo cumplí los dieciséis, mi madre se fue a vivir con su amante a la ciudad. Creo que nunca más nos llamó, y, la verdad, todos estuvimos agradecidos por ello.

El Lorzas era tradicional y no había firmado los papeles del divorcio porque, según decía él, era una aberración y un insulto a su inteligencia. Mi madre, en cambio, era la mujer más moderna del pueblo y se fue sin más con José Pérez, de quien en realidad sólo sé el nombre y que había venido dos años antes de fugarse con mamá desde un pueblo de Valencia, sin reputación alguna.

Aunque no todo lo que hizo ella estuvo mal —al menos para mí—, pues era profesora de lengua castellana y me enseñó gramática, ortografía y literatura española para que no fuera una cateta como el resto de mi querida familia. Eso sí, el acento granadino se me quedó de por vida.

Papá odiaba que le llamaran así. Él prefería el término " viejo" o "señor", a la vieja usanza, como él había llamado a su padre y como generaciones atrás también lo habían hecho con los suyos. Todo un moderno, vaya.

La yaya Jacinta era de costumbres patrióticas. Nunca había salido del pueblo y prometía que nunca lo haría. Qué mentirosa era, de verdad. Era tan aficionada al cerdo como mi padre, y tenía una granja con gorrinos, vacas, gallinas y corderos, con los que realizaba platos y platos de carne que al final debíamos regalar porque ni en el mercado compraban tanto.

María Angustias, mi hermana, y Cristóbal Benito, mi hermano, tenían decidido el ser carniceros. Los dos. Yo...yo estaba más confundida. Prefería estudiar una carrera y salir del pueblo de una vez. Y se lo repetía a mi padre y a mi abuela, con quien convivía, pero no cedían.

La yaya Jacinta me decía una y otra vez que el mundo estaba muy mal parado. Aunque, ¿y qué sabía ella si no había salido nunca de Bérchules?

En mi pueblo siempre había corrido el rumor que yo había salido la rara de Granada. Me llamaban "La Loncha Fina" que le había salido a "El Lorzas". Y, la verdad, no era ni un poco agradable que le llamaran la Loncha Fina, al menos, siendo hija de Francisco Cortázar, el más pueblerino y basto de todos.

El Lorzas se indignaba con mi comportamiento, sobre todo después de la marcha de mi madre, porque ya no había razón alguna por la que seguir feliz en aquel pueblo perdido entre las montañas, y porque me negaba a trabajar de ganadera como él siempre había anhelado.

La yaya Jacinta decía que debían darme espacio y así me recuperaría más rápidamente, aunque ni siquiera ella se lo creía.

Mi padre estaba convencido al cien por cien que me iba a casar con "el Mañanas", hijo de su mejor amigo, "El Excusas". Cómo se notaba que compartían sangre. El mayor siempre iba con excusas -antes que su bastón, incluso- que ni él comprendía y el otro te prometía todo para el día siguiente. El Excusas y El Mañanas, como anillo al dedo. Y yo no quería casarme con un payés cuya respuesta para todo fuera "En otro momento".

Y mi abuela quiso emparejarme con "El Cogorzas", a quien le iba más el vino que a un tonto un lápiz. Y yo tampoco quise.

Mi hermana, a los diecinueve, se casó con él, después que yo le rechazara. Tenían planes de futuro muy bien planteados, como el de tener tres niñas a las que llamar María Dolores, María Angustias y María Consuelo, el único deseo que tenía después de que las tres lechones que parió la cerda favorita de mi abuela cuyos nombres se correspondían a los de sus futuras hijas acabaran siendo plato principal en el menú de Navidad. Y mi hermano, como no quería ser menos, se pilló a la hija de la Encina y ¡ale! Ya éramos uno más en la familia. Nueve meses después tuvieron a Jacintita y a Francisquito, los mellizos más ruidosos del universo.

Y mi padre feliz. Y mi abuela feliz. Y yo cagándome en sus muertos.

No fue hasta el lluvioso día de mi veintiún cumpleaños cuando recibí un sobre con un papel que me invitaba a salir de Bérchules para empezar en la universidad que quisiera e irme de la granja del infierno en la que me había criado.

Amé a la yaya Jacinta porque solamente ella era capaz de algo así, y no estuve equivocada, porque si hay algo que a la madre del Lorzas se le nota, es la falta de discreción. Y, claro, después se descubrió el pastel.

Mi padre enfadado, mis sobrinos felices como perdices porque la tita iba a irse y podrían apropiarse de mi habitación, el Cogorzas, que poco tiempo estaba sobrio, desaprobando mi marcha, mi hermano y su mujer encantados y mi hermana loca de alegría por perderme de vista.

Pero mi abuela fue más lista y tuvo preparadas las maletas de todos en un abrir y cerrar de ojos. Dijo que toda una vida de pueblo mantiene a una aburrida y harta de los mismos cotilleos, que para eso estaban la Encarna y la Juani, sus amigas, y que no iba a permitirse el morir en Bérchules como lo hizo su familia. Así que en tres días teníamos planeada nuestra marcha.

La yaya Jacinta se inventó un rumor del porqué de nuestra huida del pueblo, para que las malas lenguas no inventaran otro, y toda la familia (madre, hijo, nietos y bisnietos) buscamos universidad en Barcelona, porque en Madrid corríamos el peligro de encontrarnos con mamá, y eso no era posible por el bien de su marido, que seguía siéndolo porque se negaba a firmar los papeles del divorcio.

Sin embargo, en la universidad pública no me aceptaron, porque decían que mi nota de corte en la selectividad, que había hecho cuatro años atrás, no era suficiente. Y yo a Valencia no me iba porque de allí era el maldito José Pérez y de vuelta a Andalucía tampoco, porque para algo me había ido. Y no era amiga del norte porque estaba segura de que haría más frío que en Islandia, por lo que quedaba descartado. Probamos suerte en Valladolid, en Toledo y en Cáceres, donde mi padre estaba emocionado por las oportunidades de casas rurales que había en los alrededores, pero mi abuela se negaba y renegaba. Decía que si salía del pueblo era para cambiar de aires y de tierras (véase aquí su embustería) y que se negaba en rotundo a cuidar cerdos y vacas otra vez.

Y, como allí hay más agua que tierra, nos fuimos a una isla, porque allí el Cogorzas podía hacerse amigo de los guiris y beber con ellos, que me contaron que es lo que hacen la mayoría de jóvenes extranjeros. Y la hija de la Encarna, Mari Carmen, también estaba ilusionada con eso de guiris por la playa sin camisa, cansada del puritano Cristóbal Benito con ella.

Y mis dos sobrinos felices por ver el mar. Y mi padre cabreado con mi abuela porque ésta no quería vivir en otra granja. Y ella cabreada porque por la humedad se le iba a encrespar el pelo. Y yo cabreada porque no me permitían estudiar derecho porque la carrera era muy cara y porque teníamos que convivir los dieciséis en una casa. Y María Angustias cabreada porque el Cogorzas iba a beber como un cosaco. Y Cristóbal Benito cabreado porque su mujer iba a babear con guiris y no con él.

Y cogimos el primer avión Granada-Palma de Mallorca después de recoger nuestras pertenencias e irnos de Bérchules para siempre.

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