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Los cuñados y los sobrinos

Mi cuñada, María del Carmen Lozano, la hija de la Encarni, era una gata sin uñas. Siempre amenazaba y se enfadaba, pero al final nunca decía nada.

Era una joven no muy agraciada en belleza y falta de personalidad propia. Tenía el pelo y los ojos oscuros y la piel tostada por el sol. A veces se creía la reina del mambo, mientras que otras se limitaba a lloriquear por los rincones de la casa.

Yo creo que todo era debido a su embarazo de gemelos con el que sufrió lo que no está escrito lo que la había dejado tocada.

Y mi hermano, que siempre se había mostrado tosco y seco con ella, nunca preparaba nada romántico y la pobre Mari Carmen venga a llorar y a lamentarse de su existencia.

Y los dos pequeñajos, los pobres, viendo a su madre desolada, la consolaban con sus manitas regordetas, después de venir a pedirme consejo a mí para después atribuirse el mérito. ¡Si no eran nietos de mi padre me dejaba aporrear delante de todo el pueblo!

Poco tardaron los vecinos en reconocerla como "La Mares", la que tenía más agua que sangre.

En cuanto a mi otro cuñado, Antonio Gutiérrez, conocido por todos como " El Cogorzas" era todo lo contrario a Mari Carmen.

Éste se te perdía una noche de borracheras y te lo encontrabas bebiendo como un cosaco en la puerta de tu casa gritando que se había terminado el vodka en el bar y venía a casa a por más.

Y, tan tranquilo, no pasaba resacas, porque estaba tan acostumbrado que le costaba hasta emborracharse. ¡Lo que debía beber ese hombre!

Era un chaval de pura descripción ibérica: ancho de hombros, piel tostada, ojos marrones, pelo oscuro y rasgos varoniles y marcados. Era alto, muy alto, y, de no ser porque siempre iba borracho como una cuba, todas las chicas habrían babeado por él. Mi hermana lo hizo, al menos.

Y la verdad, no sé de dónde se sacaron el tiempo, pero a los dos meses de casarse ya tenían hecha una lista de cómo querían que fueran sus tres hijas, preferiblemente trillizas, como si fueran los arcángeles Miguel, Gabriel y Rafael.

Jacinta y Francisco Cortázar Lozano eran los hijos de Cristóbal Benito. Los dos eran mis ahijados y los quería con locura, pero, como en esta vida hay que ser sinceros, confesaré que eran una verdadera pesadilla y que a veces me hacían llegar al borde de la desesperación. Jacintita, que se llamaba así en honor a mi abuela, preguntaba de todo lo habido y por haber, algo que fastidiaba bastante a alguien tan estresada como yo, pero me dejaba querer, escuchaba y respondía con minuciosidad, porque para algo era mi ahijada.

Francisquito, cuyo nombre fue tomado de nuestro viejo, estaba celoso de Jacinta, ya que era su tía preferida (vete tú a saber qué se le pasaba a ese canijo por la mente) y no podía soportar que su hermana le quitasen el protagonismo y siempre, siempre, se portaba mal queriendo llamar mi atención. Tiene su parte de gracia. Al menos un hombre quería que le hiciera caso. Aunque tuviera dos años solamente.

Cuando los dos empezaron a tener algo de juicio, Jacintita aprendió gracias a los benditos dibujos animados a poner pieles de plátano enlas escaleras y, por supuesto, su cómplice de fechorías empezó a ser su hermano.Y, claro, como la única que se pasaba el día en casa y no en la carnicería era yo, fui el blanco de todas sus bromas. Me caí unas doce veces y tuve varias contracturas en los lumbares antes de decidir encerrarlos en el corral cuando las ovejas no estuvieran y los até juntitos para que no se movieran. Y no lo hicieron. Mi padre preocupado por la desaparición de sus nietos, mi cuñada loca por encontrar a sus "angelitos" y mi abuela aparentando desesperación, que, realmente, era solamente una fachada.

Y todo fue porque la yaya Jacinta me proporcionó el corral, las cuerdas y me ayudó con los nudos. Nunca había siquiera imaginado una abuela mejor que ella.

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