3. ¿A santo de qué?
Era septiembre, por supuesto, y también el primer día de clase cuando pisé la universidad pública por primera vez en mi vida, y hay que reconocer que fue una maldita tortura, con tanta gente todavía menor de edad revoloteando por los angostos pasillos de la facultad, que me dio alergia inmediata.
Mi padre me había dicho que no hacía falta que siguiera con la farsa de que iba a ponerme a estudiar, porque ya había pillado el gusto a eso de estar por Mallorca con su nueva amiga Morcilla Junior, y que me permitía hacer lo que quisiera, como lo había hecho en Bérchules. Pero lo mío no era un capricho.
Iba a ser profesora de primaria y punto en boca, porque mi madre siempre había sido un referente para mí y el único recuerdo bueno que tenía de ella, era, precisamente, sus ansias por ayudar a aprender. Era su vocación, y también iba a ser la mía.
Siempre me habían gustado los niños y lo había demostrado trabajando de niñera para los siete hijos de Lola Vázquez, el mayor de los cuales, de trece, creía que ya era suficientemente maduro como para fumar cigarrillos en la habitación, lo que me había llevado por el camino de la amargura.
Pero no iba a dejar que un niñato drogadicto marcara mi futuro.
Mis dos hermanos habían encontrado trabajo en una carnicería local a un par de calles de donde nuestra finca rural se encontraba, más adentrada en el pueblo en el que vivíamos, y, por fortuna o por desgracia, la dueña era viuda desde hacía un par de años y tan solo le sacaba dos a nuestro viejo, por lo que María Angustias creyó que era una buena idea presentársela al Lorzas.
Era jueves el día que Joana pisó nuestra casa por primera vez.
Yo había vuelto de la universidad demasiado pronto aquella mañana y estaba sentada junto a la mesa de la cocina mientras mi abuela terminaba de remover las migas que llevaba más de una hora cocinando, mientras despotricaba de las señoras de la peluquería que no querían aceptarla en su selecto club de marujas criticonas.
—¡Si es que esa Francisca te digo yo que es una rabúa! Que cree que me puede mirar por encima del hombro a mí. ¡A la Matriarca! —gritó, recordando el nombre por el que la conocían por nuestro pueblo.
—Ay, yaya, déjalas, ya encontrarás amigas en otra parte —dije, girando la hoja de la revista que llevaba intentando leer desde hacía unos veinte minutos y que todavía no había podido ni ojear.
Pero la yaya Jacinta cuando empezaba a insultar, no había quien la parara, mucho menos si había alguien que la escuchara. Y esa, por desgracia, era yo.
Tras un par de meneos a la sartén acompañados del diccionario de insultos más amplio de mi abuela, el grito de mi hermana de "ya hemos llegado" hizo eco en toda la casa.
—¡Esa malaje con sobrepeso! —continuó, sin oír el berrido de María Angustias.
Me levanté de la silla, dándome por vencida en mi intento por leer la maldita revista y abandoné la cocina, no sin levantar sospechas de la yaya, que, tras apagar el fuego, empezó a seguirme, sin permitirme que la dejara hablando sola.
Mi padre, sentado en el sofá e intentando mantener en pie sobre su barriga la lata de cerveza que se había tomado junto al Cogorzas, que dormía a pierna suelta en el sofá como cada mañana, no se inmutó cuando su madre, insultando todavía a la tal Francisca la de la peluquería, pasó por detrás suyo y le propinó una colleja para que dejara de hacer el imbécil, la especialidad del Lorzas después de comer.
Rodeé el sofá para sentarme donde los pies del Cogorzas terminaban y esperé a que mi abuela hiciera lo mismo, pero ella se quedó de pie.
Y fue entonces cuando María Angustias, Cristóbal Benito y una señora con más barriga que el Lorzas entraron al salón.
—¡Viejo! —gritó mi hermana, llamando la atención de mi padre al instante.
—Ella es la jefa de la que te hemos hablado, la Juani —la presentó mi hermano, señalándola con el pulgar descaradamente.
Al Lorzas se le cayó la lata de cerveza de la barriga por la impresión.
La señora en cuestión tenía el pelo corto y teñido de rubio, más papada que cuello y la camiseta dos tallas más pequeña llena de sangre, esperaba, de algún animal.
Mi abuela frunció el ceño hacia la tal Juani, que estaba allí plantada sin decir ni mu, hasta que ésta descubrió una bolsa de embutidos que guardaba en su espalda a modo de regalo de bienvenida.
—He traído jamón ibérico, chorizo y sobrasada —dijo, extendiendo la bolsa de plástico hacia la yaya Jacinta, a la que de pronto le había cambiado el gesto.
—¡Juani, bienvenida a nuestra humilde morada! —gritó con efusividad, acercándose a la señora barrigona.
Yo me di un manotazo en la frente a la vez que negaba con la cabeza. Qué fácil de comprar era la yaya.
—¡Madre! —dijo mi padre, acomodándose en el sofá e intentando que la camiseta ocultara su última lorza.
—¿Qué? —preguntó mi abuela, con la bolsa de embutidos en mano y dirigiéndose hacia la cocina de nuevo con una falsa sonrisa.
—Viejo, no te alteres, que Juani quería conocerte y no estaría bien hacerla cambiar de opinión —gruñó María Angustias, sentándose junto a él e invitando a Cristóbal Benito a que hiciera lo mismo.
El Cogorzas abrió un ojo, aunque lo volvió a cerrar nada más ver el percal que teníamos montado.
—Me llamo Joana, no Juani —aclaró con cierta amabilidad la mujer teñida de rubio, regalándole una sonrisa llena de intenciones al Lorzas, que retrocedió en el sofá, asustado.
Me reí, aunque fui callada por la mirada fulminante de mi padre.
Carraspeé, revolviéndome en mi sitio incómoda, provocando que el Corgozas se quejara, fingiendo todavía que estaba dormido, aunque claramente no lo estaba.
—Él es Francisco José, el hombretón más barrigón de Bérchules, un partidazo —canturreó la yaya, volviendo a entrar en el salón.
Mi padre, todavía mudo por la impresión, se giró hacia ella en un gesto desesperado por hacerla callar, pero estaba claro que no iba a hacerlo, más aún cuando la invitada le había regalado chorizo ibérico.
—Encantada —dijo Joana, sonriendo de nuevo.
El Lorzas buscó con la mirada a alguien que pudiera rescatarlo de aquella embarazosa situación y, por supuesto, esa tuve que ser yo.
Bufé, pegándole un manotazo a los pies del Cogorzas para que se levantara y dejara espacio para que nuestra invitada se sentara entre mi padre y yo.
—Él también lo está, pero debes comprender que lleva solo desde hace más de cinco años y que no ha mojado el churro desde hace unos seis —dije, intentando hacer que todos se rieran conmigo. Claro que nadie lo hizo.
—¡Josefina! —me reprendió mi viejo, a quien le acababa de apretar cariñosamente el hombro su hija predilecta, quien se mantenía en silencio, como su mellizo, disfrutando de la situación.
La yaya se puso brazos en jarra a esperar mi disculpa, aunque yo no iba a ceder.
—¿Siete? Papá, no me imagino cómo debes de tener los... —bromeé, intentando no partirme el culo en el acto.
Cris abrió los ojos exageradamente a la vez que mi viejo, quien estaba más rojo que la camiseta de la señora sentada a mi lado, quien no sabía cómo reaccionar a nuestras bromas familiares.
—¡Josefina María Cortázar Vilches! —gritó, poniéndose en pie y señalándome con un dedo acusador.
El Cogorzas, a mi lado, fue el único que se rio.
—¿Has llamado papá al viejo? —se burló la cabeza hueca de mi hermana, intentando evitar seguir con el tema de la vida sexual de nuestro progenitor.
—Oh, ¡por Dios! —se metió mi abuela, volviendo a la cocina para alejarse de su familia de locos, intentando ignorar todo lo que llevábamos diciendo.
Vimos a la yaya desaparecer y le faltó tiempo a mi padre para aventarme un manotazo con poca fuerza aunque mucha rabia en la cabeza, provocando un quejido de mi parte.
—¡Josefina! —repitió, rojo de enervación.
Joana, en medio del meollo, carraspeó, más incómoda que Morcilla Junior con el lazo que seguía intentando atarle al cuello.
—Yo llevo tres años viuda —aportó, levantando la mano como si de una clase se tratara—. Y los tres sola como nunca lo había estado en mi vida, excepto por mi carnicería y los animales que ocupan los estantes día a día.
La miré horrorizada. ¿Acaso consideraba animales despedazados compañía?
Sin embargo, el Lorzas se dirigió a ella con un gesto de asombro, que rozaba la admiración.
—Los animales de la granja han sido mi única compañía desde que mi mujer me abandonó —dijo, haciéndose la víctima, como si no fuéramos sus tres hijos los que tuvimos que aguantar sus depresiones y enojos y, en nuestro lugar, una docena de vacas y otro tanto de cerdos le hubieran consolado.
Nuestro viejo se sentó de nuevo, olvidando mis palabras, completamente girado hacia la mujer manchada de sangre, que, a su vez, Le observaba con dulzura.
Y fue entonces cuando todos los presentes supimos que acababa de iniciar el ritual de apareamiento del Lorzas, algo que hubiera preferido no presenciar.
—¿Alguien me explica a santo de qué habéis traído a esta mujer pechugona a casa? —susurró el Cogorzas, siendo la excepción de la familia, el único que nunca, jamás, iba a aportar nada inteligente a nuestra dinastía Cortázar.
🇪🇸
He vuelto y espero seguir con la promesa de subir capítulos, que, por cierto, están hiper mega editados a partir de ya xd
Si alguien leyó la versión antigua y la prefiere, que hable con mi yo de 15 años, seguro que le va a dar las gracias desde su ignorancia e intentos forzosos de ser graciosa (algo que no era).
Nos leemos ♡
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