1. La noche del puñal
CAPÍTULO 1: LA NOCHE DEL PUÑAL
La muerte tiene un sabor peculiar: como a hierro y cenizas en la lengua.
Ya lo había probado antes, en el campo de entrenamiento, cuando Adrián me partió el labio durante nuestra última práctica con espadas. Pero esto se sentía diferente.
Morir duele menos de lo que esperaba, aunque el frío que se extendía desde la herida me recuerda a aquellos inviernos cuando éramos niños y nos escabullíamos para jugar en la nieve hasta que nuestros dedos perdían el sentido.
El puñal se deslizó entre mis costillas.
Reconocí el arma: era la daga ceremonial que padre nos había regalado en nuestro décimo cumpleaños, con empuñadura de plata y una gema negra en el pomo. La misma que usamos para hacer nuestro juramento de hermanos, cortándonos las palmas y mezclando nuestra sangre.
—Lo siento, hermano. Pero el trono solo puede tener un heredero —la voz de Adrián temblaba. Siempre le temblaba cuando mentía, desde pequeño. Era un detalle que solo yo conocía, era el resultado de años compartiendo secretos.
Adrian era mi hermano menor, el que solía meterse en mi cama durante las tormentas, el que me defendió aquella vez que insulté al embajador de las Tierras del Este y casi provoco una guerra. El mismo que ahora sostenía una daga manchada con mi sangre.
Era medianoche, la hora del cambio de guardia. Los pasos de los oficiales se alejaban por el corredor.
El momento perfecto para matar a un príncipe.
Adrián siempre había sido meticuloso en sus planes.
—¿Por qué?
Adrián se arrodilló frente a mí. Él había heredado los ojos grises de madre, mientras que los míos eran verdes como los del viejo rey, nuestro abuelo.
—La profecía, Alexandru. Los ancianos dijeron que solo uno de nosotros podría portar la Corona de Espinas. Y tú... —se detuvo, pasándose una mano por el pelo en un gesto que reconocí de nuestra infancia, cuando estaba nervioso—. Tú siempre fuiste el favorito de padre.
Ah, la maldita profecía. Las palabras que habían envenenado nuestras vidas desde el principio: "Dos príncipes nacerán bajo la luna roja, pero solo uno llevará la Corona de Espinas. El otro deberá caer para que el reino sobreviva."
Durante años me había convencido de que encontraríamos otra manera. Me repetía cada noche que el amor entre hermanos sería más fuerte que las palabras de esos viejos que leían el futuro en las estrellas.
Qué ingenuo había sido.
—Podríamos... haber encontrado... otra forma.
—No la hay, hermano —Adrián tocó mi mejilla —. Los ancianos fueron claros. Uno debe morir por la mano del otro. Solo así la corona elegirá al verdadero rey.
Quise decirle que estaba equivocado, que las profecías son como espejos rotos: reflejan la verdad en fragmentos distorsionados. Que incluso ahora, con su daga en mi pecho, seguía siendo mi hermano pequeño.
Lo último que vi fue a Adrián quitándose el anillo con el sello real, aquel que nuestro padre le había dado en su decimoctavo cumpleaños.
—Que los dioses me perdonen —susurró, y luego todo se volvió oscuro.
Despertar fue como nacer de nuevo.
Abrí los ojos, esperando encontrar el familiar pasillo del castillo, pero en su lugar me recibió un cielo extraño. Era púrpura y había dos lunas, una plateada y otra roja.
Me senté de golpe y comencé a sentir náuseas. Tuve que apoyar las manos en el suelo para no caer. Estaba tendido sobre un lecho de hojas mojadas que desprendían un aroma dulce.
—Esto debe ser el más allá.
Me llevé una mano al pecho, buscando la herida que debería estar ahí. En su lugar, encontré piel lisa bajo una tela desconocida. Mi ropa había cambiado: los ropajes de príncipe habían sido reemplazados por una simple camisa de lino negro y pantalones del mismo color.
El sonido de ramas crujiendo me puso en alerta. Por instinto, mi mano buscó la empuñadura de una espada que ya no estaba ahí. El único objeto familiar que me quedaba era el anillo real.
Una figura emergió de entre los árboles. Era una anciana.
—Al fin despiertas. Comenzaba a pensar que la travesía te había consumido por completo.
—¿Dónde estoy? —logré ponerme de pie, aunque mis piernas temblaban.
—En el Reino de Nyxhaven, aunque supongo que ese nombre no significa nada para ti —la anciana se acercó, apoyándose en un bastón que parecía hecho de cristal —. La pregunta más importante es: ¿recuerdas qué pasó?
—Me asesinaron.
—Sí, la muerte fue tu puerta —asintió la anciana —. Pero aquí, en Nyxhaven, será tu despertar. La marca en tu pecho lo confirma: eres el elegido.
Me llevé instintivamente la mano al pecho. Bajo la tela negra, podía sentir un calor pulsante.
Solté una risa amarga.
—Ya estoy cansado de profecías y destinos marcados. La última me costó la vida y el amor de mi hermano.
—Este destino es diferente, muchacho. En tu mundo eras un príncipe destinado a morir. Aquí tu destino será otro.
Un aullido.
La anciana se tensó. Su bastón brilló.
—Los Cazadores Nocturnos se acercan —murmuró, mirando el bosque con ojos alertas—. Debemos irnos. Las respuestas tendrán que esperar.
—No iré a ninguna parte hasta que me expliques...
—¿Prefieres quedarte y averiguar por qué los llaman Desolladores de Almas? —me interrumpió, extendiendo su mano —. Ven conmigo si quieres vivir lo suficiente para entender tu propósito.
Otro aullido. Se acercaban.
Tomé su mano.
—Por cierto —dijo mientras me guiaba rápidamente entre los árboles blancos —, aquí me conocen como la Guardiana de los Velos. Pero tú puedes llamarme Maestra Moira.
—¿Qué son exactamente los Cazadores Nocturnos?
—Los perros de presa de la Reina —respondió sin detenerse —. Criaturas que alguna vez fueron humanas, hasta que vendieron sus almas por poder. Ahora cazan a cualquiera que amenace el orden establecido.
—¿Y yo amenazo ese orden?
Una risa escapó de sus labios.
—Muchacho, tu mera existencia es una grieta en la realidad de este mundo. Cada respiro que das aquí hace temblar los cimientos del reino.
Un rugido.
El sonido era una mezcla de lobo, león y algo más, algo que no debería existir en ningún mundo.
Moira maldijo en un idioma que no entendí.
—No respires.
Una sombra pasó sobre nosotros, bloqueando la luz de las dos lunas. A través de las ramas, pude distinguir una figura que tenía un cuerpo deforme, mitad lobo, mitad humano y con alas de murciélago.
El anillo en mi dedo comenzó a calentarse, y la marca en mi pecho ardió con tal intensidad que tuve que morderme el labio para no gritar.
La criatura giró su cabeza en nuestra dirección, revelando tres pares de ojos rojos.
—Huelo sangre real. Y algo más... algo muerto que camina.
Vi cómo Moira, con movimientos lentos, sacaba de entre sus ropas un pequeño frasco de cristal. Dentro, había un líquido plateado.
—Cierra los ojos.
Apenas tuve tiempo de obedecer antes de que lanzara el frasco al suelo. Incluso con los ojos cerrados, pude ver el destello cegador.
Cuando volví a abrir los ojos, la criatura había desaparecido.
—No tenemos mucho tiempo —Moira me agarró del brazo —. Otros vendrán. Los Cazadores Nocturnos nunca cazan solos.
—¿Hacia dónde vamos? —pregunté mientras corríamos.
—A la Ciudad de los Velos. Es el único lugar donde estarás a salvo mientras aprendes a controlar tu poder.
—¿Qué poder? No siento nada especial, solo esta marca que...
Me interrumpí al ver que mi mano derecha, la que llevaba el anillo real, estaba envuelta en un resplandor plateado.
—Eso es solo el comienzo. La muerte te ha marcado, Alexandru, y con ella viene un don que asusta a la reina. Un poder que no debería existir en este mundo.
El sonido de campanas empezó a sonar en la distancia.
—Las Campanas han alertado a toda la ciudad. Cambio de planes.
Se giró hacia mí y sacó de su manga un colgante, era una piedra negra similar a la de mi anillo.
—Escúchame bien, porque no tendré tiempo de repetirlo. Debes llegar a la taberna del Cuervo Negro, en el Distrito Bajo. Busca a un hombre llamado Raven; él sabrá qué hacer contigo.
—¿Qué? ¿Me vas a dejar solo?
—Si nos mantenemos juntos, nos encontrarán. Los Cazadores pueden seguir mi rastro mágico, pero separados... —me puso el colgante alrededor del cuello —. Esto ocultará tu presencia de los sentidos sobrenaturales, pero solo por un tiempo. No te lo quites bajo ninguna circunstancia.
—Pero no sé nada de este mundo, ni siquiera sé cómo llegar a esa taberna —protesté, aferrando el colgante que se sentía frío contra mi piel.
—Sigue el camino de la luna roja —. Y Alexandru. No confíes en nadie.
Antes de que pudiera responder, Moira sacó otro frasco de su ropa y lo arrojó al suelo.
Era una nube de humo púrpura.
Cuando se disipó, la anciana había desaparecido.
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