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1. La promesa

Jardines de la mansión Spinner. 

Calcuta, 1860.

—¡A ver quién llega antes a la fuente! ¡Esta vez no me ganarás, patas largas!

Empujé a Hasin hacia atrás y eché a correr con todas mis fuerzas. Nuestras risas bailaban sobre un atardecer con olor a jazmín.

Siempre que podíamos nos escapábamos a jugar por los jardines de la mansión de mis padres. En aquellos tiempos nada me importaba la moral victoriana ni el comportamiento que se esperaba de una jovencita inglesa de buena familia. Pronto las cosas cambiarían, pero aquella tarde que jamás olvidaría, aún disfrutaba de ser una niña de catorce años que había nacido en la India, feliz y libre.

Hasin era como un hermano para mí. Su padre, el señor Aadi Radhav, era la mano derecha del mío en Fine Cotton Spinner's, una de las empresas textiles más importantes de Inglaterra establecida en Calcuta desde unos años antes del inicio del Raj británico.

Su madre, la encantadora Dyvia, se había convertido en la salvación de la mía al mudarse a la India. Le había enseñado la ciudad, el idioma y las costumbres hindúes. Entre ambas existía una complicidad que rompía toda barrera cultural.

La familia de Hasin era de Cuttack, la capital de Orissa, y la mía venía de Londres. Las dos mujeres se habían conocido embarazadas y viviendo lejos de su gente debido al trabajo de los maridos, por esa razón nosotros fuimos criados juntos, «casi» como iguales.

Mr. Montrose venía todas las tardes a darnos clases a los dos de lengua inglesa y geografía, entre otras materias. Mi padre nunca estuvo muy de acuerdo con este altruismo propiciado por su mujer. Para él, Hasin no era más que el hijo de uno de sus empleados indios y opinaba que cada uno debíamos ocupar un lugar acorde a nuestra posición. Pero adoraba a mi madre y respetaba que fuera algo importante para ella.

Solo estábamos separados por las mañanas. Miss Davenport me daba clases de «cómo ser una dama» mientras Hasin iba al colegio más cercano con los demás chicos de nuestra edad.

—¡Eso no vale, Angy! ¡Eres una tramposa! —me gritó él en cuanto recuperó el equilibrio después de mi empujón.

Siempre me ha gustado ganar y me divertía mucho sorprendiendo a Hasin. El camino más corto para llegar a la fuente era lanzándose al agua y estaba segura de que él jamás hubiera pensado que yo me metería con mi vestido nuevo. Pero lo hice, salté al estanque y nadé todo lo rápido que la risa me permitió.

—¡Estás loca! ¡Si te ve tu madre te castigará un mes entero! —Lo vi dudar unos segundos, no podía creer mi atrevimiento, pero enseguida gritó—: ¡No me vas a ganar, ni lo sueñes!

Se quitó su sencilla camisa de lino, sin desabotonarla, y se lanzó de cabeza al estanque.

Mi recién estrenada curiosidad femenina no pudo evitar darse cuenta de que su cuerpo estaba cambiando. Se había hecho muy alto, los hombros se le ensanchaban y cada vez tenía las mandíbulas más marcadas. Había heredado la belleza de su madre y se estaba convirtiendo en la verdadera imagen de un príncipe de cuento. Era mi príncipe bengalí.

Llegué, casi sin aliento, al borde del estanque. Tomé impulso con los brazos para salir del agua y tocar triunfante la fuente, pero algo me agarró las piernas y tiró de mí con fuerza hacia abajo. Abrí los ojos dentro del agua y, alumbrada por los rayos de sol que se colaban entre el manto de nenúfares, vi acercarse la sonrisa radiante de Hasin.

En ese instante, aún con la cabeza sumergida, oímos la voz de mi madre que se acercaba.

—¡Angelina, cariño! ¡Ve a arreglarte para la cena, que tu padre está a punto de llegar!

Nos quedamos quietos, muy juntos, escondidos entre las flores de loto, hasta que, poco a poco, sus pasos sobre la gravilla se fueron alejando.

—Lo siento, no quiero, pero tengo que irme —le dije con gran pesar—. Mañana nos vemos.

—Espera, Angy, tengo una cosa para ti.

Sus ojos ambarinos centelleaban con un brillo especial. Me cogió suavemente la cara y posó sus labios sobre los míos. El tiempo se detuvo dibujando aquel esbozo de beso perfecto, sincero y anhelado por los dos. Nuestros corazones, que siempre habían latido juntos, acompasados, en ese momento batían desbocados. Tuve que reconocer que esta vez era él quien me había sorprendido.

—Hace mucho tiempo que quería darte un beso —susurró. Sus dedos tostados contrastaban con los cabellos dorados que me retiraba con dulzura de la frente, hacia detrás de las orejas—. Y ahora vete, o tus padres te desheredarán.

En cuanto mis piernas dejaron de temblar, salí del agua, me escurrí el pelo e intenté recomponer un poco mi aspecto. No tendría más remedio que colarme por la puerta del servicio a hurtadillas. Entonces me di cuenta de que me faltaba algo muy importante.

—¡Dios mío, Hasin! ¡Se me ha caído el colgante que me regaló mi padre! No puedo perderlo, significa mucho para él.

—No te preocupes, vete. Corre y no llegues tarde a la cena. Yo lo encontraré y te lo haré llegar sin que se enteren.

—Por favor, no pares hasta encontrarlo.

Por supuesto, lo primero que me preguntó mi padre en cuanto me senté a la mesa fue que por qué no llevaba puesto su regalo de cumpleaños. A lo que yo respondí, restándole importancia, que me lo había olvidado en la habitación al cambiarme de ropa para cenar.

Lo que no sabía era que, con aquella mentira piadosa para evitar una estúpida regañina, estaba a punto de destrozar mi mundo feliz. En menos de un año, mi infancia habría acabado para siempre.

Hasin cumplió su promesa. Buscó mi colgante de piedras preciosas hasta que, bien entrada la noche, lo halló enredado en una mata de caléndulas.

A la mañana siguiente, noté cierto revuelo entre el servicio, se percibía algo raro en el ambiente. Por la tarde Hasin no se presentó a la clase de Mr. Montrose. Pensé que se encontraría indispuesto y me dediqué a luchar por mantener quietas a las mariposas de mi pecho que se morían por verlo después de nuestro beso.

Sin embargo, quien sí se presentó, y mucho antes de lo normal, fue mi padre. Vi aparecer su carruaje a toda prisa a través de la ventana. Todo era muy extraño.

—Angelina, ya lo he arreglado todo, mañana por la mañana partirás hacia Londres con tu madre —anunció mientras sacaba un pequeño estuche de madera del cajón de su escritorio—. Ya es hora de que empieces a relacionarte con la gente adecuada, pronto te presentaremos en sociedad.

—Pero, padre, ¿por qué? —No entendía a qué venía aquello—. Yo no quiero... —logré balbucear, aunque sabía que con él no tenía ningún derecho a réplica.

—Toma, hija, ábrela —ordenó pasándome la caja con una sonrisa de suficiencia—. Menos mal que lo pillamos con las manos en la masa. No te preocupes que ya no volverás a ver a ninguno de esa familia de ladrones aprovechados. Con lo que hemos hecho por ellos...

Y entonces lo comprendí todo. Habían descubierto a Hasin intentando colarse en el pasillo de las habitaciones para devolverme el colgante, y lo que realmente era una demostración de su amor hacia mí había acabado siendo el motivo de nuestra separación. Todo el mundo creyó que me estaba robando.

La familia Radhav fue obligada a volver a Cuttack con una maleta llena de odio y con el honor mancillado.

Yo me sentía como una hormiga aplastada por un elefante. Nadie escuchaba a la ingenua Angelina, la pobre niña mimada que no se enteraba de nada de la cruda realidad.

En menos de veinticuatro horas, me encontraba de camino a Inglaterra, un país desconocido para mí. Mi madre lloraba por dejar atrás una bonita amistad, sin haberse podido ni despedir, y yo tenía el corazón tan hecho pedazos que me sentía morir de pena.

Dolía pensar que lo más probable era que jamás volviera a ver a Hasin.

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