04
Los meses pasaron, y la relación entre Jimin y Han So Hee evolucionó de forma sutil pero profunda. Aunque las palabras seguían siendo esquivas para el niño, la conexión entre ellos se manifestaba en pequeños gestos: una sonrisa tímida de Jimin, la manera en que seguía a So Hee por la cabaña o el bosque, o cómo sus grandes ojos azules la observaban con fascinación cada vez que trabajaba.
Jimin había dejado de esconderse. Ahora se sentaba en un rincón de la cabaña, con las piernas cruzadas y las manos descansando sobre las rodillas, mientras So Hee atendía a los campesinos que llegaban en busca de ayuda. A veces lo hacía por necesidad: no podía apartar la mirada de lo que ella hacía. Desde el momento en que un enfermo cruzaba la puerta, los movimientos de So Hee capturaban toda su atención.
Primero, la forma en que hablaba con los heridos, con una calma y dulzura que parecía aliviar el dolor antes de que siquiera los tocara. Luego, los gestos delicados de sus manos mientras mezclaba hierbas o revisaba una herida. Jimin no entendía cómo sabía qué hierbas utilizar o qué palabras susurrar mientras trabajaba, pero estaba claro que siempre encontraba la forma de ayudar.
Un día, mientras So Hee envolvía con cuidado la pierna rota de un hombre, Jimin empezó a imitar sus movimientos. Usó una de las ramas que había recogido en el bosque como si fuera el brazo herido de alguien, envolviéndola con un trozo de tela que había encontrado en el suelo. Observaba con atención cada detalle: cómo So Hee ajustaba los vendajes, cómo murmuraba instrucciones al campesino y cómo siempre terminaba con un leve toque tranquilizador en el hombro.
Al principio, So Hee lo observaba de reojo, fingiendo no darse cuenta. Pero no pudo evitar sonreír al ver la intensidad con la que el niño imitaba sus acciones, sus manos pequeñas intentando replicar la precisión de las suyas.
Esa noche, mientras Jimin dormía, So Hee tuvo una idea. Se quedó despierta hasta tarde, trabajando en silencio bajo la luz parpadeante de la chimenea. Con retazos de tela, hilo y paja, creó pequeños muñecos de trapo. Los rellenó con sobras de hierbas secas para que tuvieran un poco de peso y los vistió con simples ropas hechas de retazos. Cuando terminó, colocó los muñecos junto a la cama de Jimin y se fue a dormir con una sonrisa satisfecha.
A la mañana siguiente, Jimin los encontró. Sus ojos se iluminaron al ver los muñecos. No necesitó que So Hee le explicara para qué eran; lo entendió al instante. Los tomó con cuidado y se sentó junto a la ventana, donde el sol de la mañana iluminaba el lugar, y empezó a practicar con ellos.
Cuando alguien llegaba a la cabaña con una herida o enfermedad, Jimin observaba atentamente lo que hacía So Hee, y luego, cuando el paciente se marchaba, él replicaba cada paso con los muñecos. Si alguien llegaba con un brazo roto, Jimin tomaba un muñeco y lo envolvía con trozos de tela como si estuviera entablillándolo. Si era una herida, simulaba limpiarla y vendarla con meticuloso cuidado, intentando articular palabras que no salían, pero que trataban de imitar el suave tono de So Hee.
So Hee lo observaba desde la distancia, sus ojos llenos de ternura y orgullo. Nunca se reía de sus intentos, aunque a veces los vendajes de Jimin quedaban torcidos o los muñecos terminaban con hierbas esparcidas por todos lados. En lugar de corregirlo, lo animaba con una sonrisa. Sabía que Jimin estaba aprendiendo, no sólo a través de la práctica, sino también al observar cómo ella trabajaba.
Un día, mientras So Hee trituraba raíces en un mortero, escuchó la risa suave de Jimin detrás de ella. Se giró y lo encontró intentando envolver un muñeco con un vendaje improvisado hecho de una bufanda vieja. Pero lo que más la conmovió fue que, al terminar, el niño hizo algo que siempre veía en ella: tocó el "hombro" del muñeco con ternura, como si quisiera transmitirle calma.
—Parece que tenemos un pequeño sanador en la cabaña, —murmuró So Hee para sí misma, sintiendo una calidez en su pecho.
Más tarde, mientras Jimin practicaba, ella se sentó junto a él y tomó uno de los muñecos. —¿Quieres que te enseñe a hacerlo mejor? —preguntó con una sonrisa. Jimin la miró, sus ojos brillando con una mezcla de sorpresa y emoción, y asintió lentamente.
A partir de ese momento, So Hee empezó a enseñarle pequeñas cosas. Cómo envolver un vendaje correctamente, cómo reconocer algunas hierbas básicas y sus propiedades. No usaba muchas palabras, pero Jimin parecía entenderlo todo. Su curiosidad era insaciable, y aunque no podía hablar, sus expresiones decían más que mil preguntas.
Cada vez que So Hee lo veía trabajando con sus muñecos, sentía que el pequeño Dandelion que había rescatado del bosque estaba creciendo, fuerte y resiliente, como la flor que le había dado su apodo.
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