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02

Jimin despertó sobresaltado. Sus grandes ojos azules recorrieron el lugar con rapidez, como un cervatillo atrapado en un claro. Lo primero que sintió fue el calor de la manta que cubría su delgado cuerpo y el aroma dulce y terroso que impregnaba el aire. Estaba en una cabaña pequeña y acogedora, con paredes de madera cubiertas de estantes llenos de frascos, hierbas secas y libros desgastados. El suave crepitar de una chimenea llenaba el espacio con un confort que él no reconocía como suyo.

Cuando intentó incorporarse, una figura se movió cerca de él. Una mujer estaba sentada junto a la cama, observándolo con una mezcla de ternura y curiosidad. Su cabello oscuro caía en ondas suaves alrededor de su rostro, y sus ojos verdes brillaban como las hojas bajo la luz del sol.

—Ah, ya despertaste. —dijo con una sonrisa ligera. Su voz era suave, pero lo suficientemente firme para atravesar la neblina de miedo que envolvía a Jimin.

Él retrocedió instintivamente, apretando las mantas contra su pecho. Su pequeño cuerpo estaba rígido, y su mirada no se apartaba de ella, como si intentara decidir si debía huir o quedarse. La mujer notó su tensión y levantó las manos, mostrándole que no tenía nada que temer.

—No te preocupes, no voy a hacerte daño. —Susurró con paciencia. —Te encontré en el bosque, ¿recuerdas? Sólo quiero ayudarte.

Jimin no respondió. Su corazón latía con fuerza, y aunque la calidez de la habitación debería haberlo tranquilizado, no podía sacudirse el miedo que sentía al estar frente a alguien que no conocía. Su mente seguía atrapada en el último recuerdo de su madre, en el fuego, en los gritos...

La mujer lo miró con atención, tratando de no apresurarlo. Después de unos momentos de silencio, se arrodilló junto a la cama para estar a su altura. —¿Cómo te llamas? —preguntó con suavidad, inclinando la cabeza para tratar de captar su mirada.

Jimin apartó los ojos rápidamente, apretando los labios. La simple mención de su nombre lo llenó de angustia. Su madre siempre lo llamaba con amor, con dulzura, y ahora ese nombre parecía demasiado pesado, como si pronunciarlo fuera traicionarla.

Ser jimin se sentía pesado, es porque él es el hijo de alguien que que murió.

La mujer esperó pacientemente. —¿No quieres decírmelo? Está bien, pequeño. No tienes que hacerlo si no quieres.

Jimin levantó la mirada brevemente, como si quisiera intentarlo. Sus labios carnosos se movieron, formando el comienzo de las palabras, pero ningún sonido salió. Frustrado, lo intentó de nuevo, pero su garganta permaneció muda. Las lágrimas comenzaron a acumularse en sus ojos azules, y rápidamente desvió la mirada para esconderlas.

No quería ser Jimin, este Jimin era desgraciado y solo un niño sin madre.

Escuchar su nombre le hacía doler el corazón.

—Shhh. —Murmuró la mujer, colocando una mano cálida sobre su cabello rubio, acariciándolo suavemente. —No llores. No tienes que decirlo. Está bien.

Jimin bajó la cabeza, avergonzado. No entendía por qué no podía hablar. Sus palabras se sentían atrapadas en algún lugar oscuro dentro de él, imposibles de liberar.

La mujer sonrió, intentando aliviar su angustia. Después de un momento, inclinó la cabeza, como si acabara de tener una idea. —¿Sabes qué? No necesitas decirme tu nombre. Mientras decides si decírmelo, voy a darte un apodo. ¿Qué te parece Dandelion?

Jimin levantó la mirada con curiosidad, sus lágrimas todavía brillando en sus ojos. No entendía lo que quería decir, pero su tono era cálido, casi reconfortante.

—Es porque eres como un diente de león. —explicó la mujer, acariciando una hoja perdida en su cabello. —Pequeño, hermoso y fuerte, incluso cuando el viento sopla con fuerza. Además, tu cabello me recuerda a sus semillas, doradas y suaves.

Jimin no respondió, pero algo en su interior pareció aflojarse, como si una parte del peso que cargaba se hubiera desvanecido un poco. El apodo no era su nombre, no llevaba el dolor asociado a él, y había algo en la forma en que ella lo dijo que le hizo sentir, aunque fuera un poco, que estaba a salvo.

Alguien que no era tan desdichado.

—¿Te gusta?. —preguntó con una sonrisa.

Jimin asintió levemente, y aunque no sonrió, el brillo en sus ojos habló por sí mismo.

Desde ese día, la mujer, que se presentó como Han So Hee, comenzó a llamarlo Dandelion. Aunque él seguía sin hablar, ese pequeño gesto parecía haber abierto un puente entre ellos.

A medida que los días pasaban, Jimin empezó a observarla más de cerca. Aún mantenía su distancia, pero no podía evitar sentirse intrigado por ella. So Hee pasaba gran parte del día atendiendo a campesinos que llegaban con heridas o enfermedades. Desde su rincón, Jimin la observaba trabajar con una mezcla de curiosidad y cautela.

La cabaña de So Hee era como un mundo aparte. Las paredes estaban cubiertas de estantes llenos de frascos con líquidos de colores, raíces secas y hierbas colgadas del techo. Sobre las mesas de madera había morteros, cuchillos y libros abiertos con páginas amarillentas llenas de dibujos y notas. El aire siempre estaba impregnado de aromas desconocidos: menta, romero, lavanda, y algo más dulce y misterioso.

Los campesinos llegaban con fiebre, cortes profundos o problemas que parecían más graves, y So Hee los recibía con una calma que Jimin encontraba fascinante. Nunca se alteraba, nunca dudaba. Sus manos se movían con precisión, mezclando pócimas, limpiando heridas o envolviendo a sus pacientes con telas impregnadas en hierbas. A menudo murmuraba palabras en un idioma que Jimin no entendía, pero que sonaban como un canto suave y tranquilizador.

Desde su rincón, Jimin observaba cada movimiento. Aunque no se atrevía a acercarse demasiado, sentía una extraña tranquilidad al verla trabajar. Había algo en su manera de moverse, en su paciencia, que le recordaba a un poco a su madre.

Su hermosa madre, la mujer más bella del pueblo.

Sin embargo, cada vez que So Hee intentaba hablar con él, Jimin retrocedía un poco, como si temiera que el vínculo que empezaba a formarse pudiera romperse porque un día la encontrarían y terminaría como su madre.

Ella no lo presionaba. Le dejaba su espacio, pero siempre se aseguraba de que tuviera comida caliente y un lugar cómodo donde descansar.

Por las noches, cuando pensaba que Jimin dormía, So Hee se sentaba junto a la chimenea con un libro entre las manos o simplemente miraba el fuego. En esos momentos, Jimin la observaba de reojo, preguntándose quién era realmente esa mujer. Había algo melancólico en ella, algo que lo hacía sentir que también estaba sola, igual que él.

A pesar de su renuencia a acercarse, poco a poco Jimin empezó a sentir que la cabaña de So Hee no era un lugar aterrador. Aunque el dolor de la pérdida seguía pesando sobre él, el apodo de Dandelion y la presencia tranquila de So Hee comenzaron a sembrar una pequeña semilla de seguridad en su corazón.


La bella So Hee.

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