01
El pequeño Jimin se había quedado quieto entre las raíces del roble, tal como su madre le había ordenado. Su cabello rubio, sedoso y levemente ondulado, brillaba bajo los rayos pálidos de la luna, a pesar de estar cubierto de hojas. Sus grandes ojos azules, normalmente llenos de curiosidad, ahora estaban inundados de lágrimas. Sus labios rojos y carnosos temblaban con el esfuerzo de contener los sollozos que amenazaban con delatarlo. Era hermoso, una criatura frágil y etérea, como si hubiera sido esculpido por la propia naturaleza.
El bosque se volvió su hogar, su prisión y su refugio en los días que siguieron. Hambriento y aterrado, sobrevivió a duras penas, alimentándose de bayas que su madre alguna vez le enseñó a identificar y bebiendo agua de pequeños arroyos. Las noches eran frías, y su delgado cuerpo temblaba bajo las mantas improvisadas de hojas y musgo. Cada ruido lo hacía estremecerse; cada sombra parecía un aldeano con antorchas, regresando para encontrarlo.
Semanas después, su rostro angelical estaba marcado por la suciedad, y sus manos pequeñas y delicadas estaban llenas de pequeños cortes y rasguños. Su cabello, aunque todavía suave, se enredaba con ramitas y hojas. Sin embargo, sus ojos azules seguían brillando, como si algún fuego interno se negara a apagarse, incluso en medio del dolor y la pérdida.
Fue en una de esas noches, cuando el aire era más frío de lo habitual y el hambre lo había debilitado tanto que apenas podía moverse, que una figura apareció entre los árboles. No llevaba antorchas ni armas, sino una lámpara que desprendía una tenue luz cálida. Era una mujer alta, envuelta en una capa oscura que parecía fluir con el viento. Su cabello negro caía como una cascada, y sus ojos verdes brillaban con una intensidad casi sobrenatural.
Jimin, demasiado cansado para huir, simplemente se quedó allí, encogido contra las raíces del roble. La mujer se arrodilló frente a él, sus movimientos suaves, casi como si temiera asustarlo. —Oh, pequeño... —murmuró con voz dulce pero profunda, acariciando su rostro con manos cálidas y fuertes. —Has pasado tanto... pero ya estás a salvo.
Antes de que el niño pudiera responder, el agotamiento lo venció, y su delicada figura se desmayó en los brazos de la desconocida. Ella lo levantó con cuidado, sorprendiéndose por lo ligero que era, y lo llevó consigo a través del bosque.
Su cabaña estaba oculta entre los árboles más densos, un lugar que parecía sacado de un cuento. Era pequeña pero acogedora, con paredes cubiertas de estanterías repletas de frascos de vidrio, hierbas secas colgadas del techo, y un fuego chispeando en la chimenea. El aire olía a madera quemada, romero y algo más, un aroma dulce y misterioso que llenaba el espacio.
La mujer colocó a Jimin en una cama de madera cubierta con suaves mantas de lana. Limpió su rostro y curó sus heridas con ungüentos hechos de hierbas. Mientras lo cuidaba, murmuraba palabras en un idioma antiguo, un canto que parecía mezclar oraciones y hechizos. El niño, aunque inconsciente, pareció relajarse, como si aquellos cánticos lo envolvieran en un cálido abrazo.
Cuando Jimin despertó, la mujer estaba sentada junto a él, mezclando un tazón de sopa caliente. Sus ojos verdes lo miraron con ternura, y una leve sonrisa se dibujó en sus labios. —Mi nombre es Han So Hee. —dijo suavemente.
Sin embargo, lo que Jimin aún no sabía era que So Hee no era como su madre.
No había sido acusada falsamente de brujería; ella era, en efecto, una bruja.
Pero no una que mereciera las llamas. Era una sanadora, una cuidadora de almas perdidas.
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