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La noche era oscura, pero el resplandor anaranjado de las antorchas y las flechas incendiarias rasgaba las sombras del bosque, iluminando las siluetas de los árboles que parecían retorcerse como espectros. Los gritos de los aldeanos resonaban entre los troncos, cada vez más cercanos.

Un niño de apenas seis años corría descalzo junto a su madre, sus pequeñas manos aferrándose al vestido desgarrado de ella. Su respiración era un jadeo entrecortado, y sus piernas temblaban con cada paso. La mujer, con una herida sangrante en el costado, apenas lograba mantenerse de pie, pero seguía adelante, empujada por el miedo y el amor por su hijo.

Una flecha pasó zumbando a pocos centímetros de sus cabezas y se clavó en un árbol cercano, envolviéndolo en llamas. El niño gritó, pero su madre lo apretó contra su cuerpo mientras seguían corriendo. Los arbustos y ramas les rasguñaban la piel, y en un momento, ambos cayeron al suelo.

La mujer se incorporó primero, su rostro pálido y lleno de dolor. Levantó al niño, que lloraba en silencio, y lo obligó a seguir. —¡Corre, Jimin! ¡No te detengas! —le susurró con urgencia, ignorando el sabor metálico de la sangre en su boca.

Llegaron a un claro profundo en el bosque. Aquí, la persecución parecía más lejana, los gritos amortiguados por la densidad de los árboles. Pero la mujer sabía que era cuestión de tiempo antes de que los alcanzaran. Su herida era demasiado grave; cada paso se sentía como si el suelo se tragara sus fuerzas.

Con el corazón roto y la decisión más difícil de su vida frente a ella, se detuvo. Tiró del brazo de su pequeño y lo escondió entre las raíces de un viejo roble, cubriéndolo con hojas secas y musgo. —No salgas. Pase lo que pase, quédate aquí. No hagas ruido. —le dijo, sus ojos oscuros brillando con lágrimas. —Eres fuerte. Lo eres. Nunca olvides que mamá te ama.

El niño negó con la cabeza, sollozando. —¡Mamá, no! ¡No te vayas!

Pero la mujer no respondió. Besó su frente, dejó caer una lágrima sobre su mejilla y luego se levantó, tambaleándose mientras corría en dirección opuesta. Sus pasos eran deliberadamente ruidosos, un eco que guió a los aldeanos hacia ella. Jimin la observó desaparecer entre los árboles, tragándose sus gritos para no ser descubierto.

Los hombres la alcanzaron rápidamente. La arrastraron de los cabellos hacia la aldea, donde la hoguera ya estaba preparada. Allí, junto a tres mujeres más, la ataron a un poste mientras los aldeanos vitoreaban con odio. No hubo juicio, no hubo piedad.

Jimin, desde la lejanía, vio el resplandor del fuego elevarse hacia el cielo. Su pequeño cuerpo se sacudió con silenciosos sollozos, sus ojos fijos en el destello anaranjado que devoraba a su madre. La última palabra que resonó en su mente fue "bruja".

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