Podía sentirlo.
El frío glacial que emanaba de la hoja del cuchillo, hundido en mi vientre hasta la empuñadura. Un ardor antinatural me recorría la médula espinal, una fiebre enfermiza que me hacía debatirme entre el éxtasis y la desesperación.
A mi alrededor, todo era difuso. El vasto océano se extendía ante mis ojos, embravecido, teñido de carmesí por los últimos rayos del sol poniente. El día estaba muriendo por última vez.
Había otra persona a mi lado. Un hombre que lloraba.
Mientras me sostenía la cabeza, con su mano libre efectuaba presión sobre la herida, tratando en vano de contener la hemorragia. El rostro sumido en sombras, enmarcado por negro cabello rizado, corto y aún así enmarañado. Su voz convertida en un susurro anhelante, súplicas mudas que no lograban llegar hasta mí.
Sin embargo, sabía que lo conocía.
Aquella mano fuerte, con dedos largos y cuidadas uñas... Recordaba haberme burlado de él por eso. Pero no eran más que ecos distantes, reminiscencias de una vida que no creía haber vivido. No todavía.
Aún así, ¿qué era este sentimiento que me embargaba? Un sollozo mudo e incontenible que me partía el pecho en dos. Unas ganas tan fuertes de besarlo, de susurrarle que todo iba a estar bien, que me hacían arder por dentro.
Porque en el fondo, nada de esto importaba. Por algún extraño motivo... No podría estar más feliz de morir.
Y no solo yo.
Mi prominente barriga, salpicada de venas negruzcas, delataba que no me iría de este mundo sola. Me llevaría a mi hijo conmigo, muerto aún sin nacer.
Y por algún extraño motivo, eso era lo que más me alegraba de todo.
***
Me incorporé de golpe, los ojos abiertos como platos. El corazón desbocado, la respiración frenética, mi piel inundada en sudor frío.
Los primeros rayos del alba se colaban a través de las rendijas de la persiana entreabierta, iluminando tenuemente los contornos de mi dormitorio. La silueta de la cama deshecha, y de la bronceada piel de Giovanni, que seguía durmiendo como un bebé, ajeno a lo que acababa de suceder.
Casi como atraída por una fuerza sobrenatural, me precipité sobre su pecho desnudo, enredándome entre sus brazos en busca de cobijo. El mero contacto con la calidez que emanaba me reconfortó, aliviando el nudo que me oprimía el pecho.
La misma pesadilla. Otra vez.
Aquel sueño incesante que llevaba asaltándome desde hacía semanas... Desde el aniversario de la muerte de mi padre.
Si tan solo hubiera podido comprender lo que significaba. Las imágenes difusas, la risa de la mujer vestida de negro que también a veces aparecía. No obstante, sin importar cuánto se repitiera, el final siempre era el mismo: yo, muriéndome.
La mera idea de morir, de dejar atrás este mundo, a todos mis seres queridos... Me angustiaba tanto. No había palabras para describirlo.
Por suerte no era más que eso, una pesadilla, pensé, recolocando la cabeza sobre el pecho desnudo de mi prometido, acariciando el fino vello castaño que le recubría la piel.
Traté de concentrarme en su rostro sereno, el lunar que poblaba su hombro, las pequeñas pecas que se deslizaban por sus mejillas hasta descenderle a la espalda... Ese aire de paz que tanto contrastaba con su personalidad jovial e intempestiva, a pesar de que ambos ya casi rozáramos la treintena.
Sin embargo, el destino tenía otros planes para mí.
Una nueva punzada de dolor me atravesó las sienes, trayendo consigo de vuelta la imagen de aquella mujer. La de cabello rubio y voz dulce, que me tarareaba una nana mientras me peinaba.
Para luego hacerme cosas horribles, fruto de mis más atroces pesadillas.
El dolor era tan vívido, la sensación de pérdida tan real... Era como encontrarse en dos lugares a la vez. Aún sabiendo que no era más que un recuerdo de un mero sueño, no podía contener las ganas de llorar.
Hasta que la voz de Giovanni llegó hasta mí, cálida y suave, cuán rayo de luz salvador.
— Qué sepas que hay formas más agradables de despertarse... — se quejó, pasándose la mano por la frente.
La sábana se deslizó ligeramente ante su movimiento, dejando entrever la fecha que llevaba tatuada en el antebrazo. La de nuestra primera cita, cuando solo éramos un par de chavales de quince años.
El mero recuerdo me hizo sonreír. Y darme cuenta de por qué estaba resoplando tan temprano.
Un pequeño dato que deberías saber sobre mí: cuando me pongo nerviosa, tiendo a estrujar cosas. Ya sea una de mis tropecientas pelotitas anti-estrés de colores, mi proyecto de ciencias del instituto, o la cara de mi gato.
Parece que en esta ocasión le había tocado a la cadera de Giovanni, en torno a la cual había enredado las piernas, y apretado con suficiente fuerza como para cortarle la respiración al pobre.
— Perdón... — mascullé, tratando de reprimir una risa nerviosa.
Pero a Gio no se le escapaba una.
— ¿Encima te hace gracia? — inquirió, su deslumbrante sonrisa irrumpiéndole a trompicones en la cara, cargándose su intento de enfado fingido —. ¡Te voy a dar yo de qué reírte!
Y se abalanzó sobre mí.
— No, ¡por favor!
Rodamos uno por encima del otro, hasta que él quedó encima mía, y el muy desgraciado empezó a matarme a base de puras cosquillas. Y teniendo en cuenta que acompañó semejante actividad con pequeños besos en el cuello y la zona de la clavícula, podía darme prácticamente por muerta.
Seguimos así, retorciéndonos y riéndonos un buen rato, hasta que decidí tomar las riendas en el asunto.
Hundí los dedos en su oscuro cabello castaño, y guié con suavidad su cabeza hasta que nuestros labios se unieron en un beso apasionado. Las sombras nos envolvían, como testigos mudos de cuanto estaba sucediendo.
Permití que Giovanni tomara la delantera, profundizando el beso, volcándose por completo sobre mí... Hasta que, de un solo movimiento abrupto me giré, dejándolo atrapado bajo el peso de mi cuerpo.
— ¡Oye! — replicó él, entre beso y beso.
Lo silencié con otro más. Y luego fui yo la que empezó a acariciarle el pecho con los pulgares, a recorrer cada contorno de su cuerpo con las yemas de los dedos, embriagada por el mero contacto con su piel. Con el hecho de que aquella visión era real, era mi vida.
Y no podía ser más estupenda.
Pronto me casaría con aquel chico... Y envejeceríamos juntos. Al fin, la fantasía con la que siempre quise soñar, y nunca me atreví a hacerlo, iba a tornarse tangible.
— Esta sí que es una buena forma de empezar el día — suspiró Gio, atrayéndome hacia sí, quedando ambos fundidos en un pacífico abrazo.
Solos él y yo, mientras el día nacía a su ritmo, sin darse especial prisa. Me habría gustado conservar este momento, congelar el tiempo y permanecer para siempre en esta habitación, con él, así.
Claro que tuvo sonar el maldito teléfono.
Ahogando un quejido, me arrastré hasta la mesilla de noche, apenas acertando a coger la llamada y a llevarme el auricular al oído. Aunque bueno, el atontamiento no me duró demasiado, que digamos.
La furiosa voz del lunático de mi jefe se encargó rápido de deshacerse de él. Y más las noticias que traía consigo.
— ¿Qué pasa? — inquirió Gio, llevándose los bronceados brazos tras la nuca. Con el pelo rizado así de revuelto, parecía un querubín.
Me limité a encogerme de hombros. La calidez, los sentimientos... Se deslizaron hasta el fondo de mi corazón. Alessia acababa de irse, para dejar paso a la inspectora de homicidios número uno de su promoción.
— Tenemos trabajo que hacer — le respondí.
Y sí, le tiré los pantalones a la cara a mi compañero.
***
— ¿Me lo podrías explicar otra vez? — me preguntó un ahora gruñón Giovanni, sentado en el borde de la cama.
En los apenas veinte minutos que habían transcurrido desde que recibí tal funesta llamada, eso era lo único que había hecho. Gruñir mucho, desperezarse mientras trataba de aferrarse a mí de nuevo y suplicaba por unas horas de sueño más...
Finalmente, había logrado hacer todo un esfuerzo, y se afanaba por subirse los vaqueros mientras batallaba con su cinturón.
Por mi parte, me había dado una ducha rápida, puesto el traje más adecuado que había encontrado, y repasado el escenario tropecientas veces en mi cabeza.
— Un robo en el centro que salió mal — me limité a exponer, con esa frialdad que se apoderaba de mí en el trabajo centellando en mi voz. Hasta tal punto que ni siquiera sentí un ápice de pena al ver desaparecer el bronceado y bien esculpido torso de mi prometido bajo una camisa blanca que necesitaba un lavado urgente.
— ¿Hay víctimas mortales? — respondió él, esforzándose en vano por arreglar aquel caos de rizos que le poblaba la cabeza.
Asentí con la cabeza, absorta en el mero acto de colocarme los gemelos.
— Varón, de unos treinta años. Opuso resistencia frente al atacante, y este acabó acuchillándolo repetidas veces. Su cadáver está en medio de la plaza... Y al parecer la prensa local ya está de camino.
Gio se encogió de hombros, componiendo una dubitativa sonrisa pícara.
— Entonces será mejor que lleguemos antes de que obtengan una primera plana del fiambre — repuso, con tono ligero.
Lo siguiente que recuerdo es estar en el coche, conduciendo de camino a la escena del crimen.
A medida que pintorescas casas de piedra, pintadas de brillantes colores, así como el inmaculado río que atravesaba el pueblo en dos, para luego desembocar en el vasto océano, transcurrían a toda velocidad a nuestro lado, solo podía pensar en una cosa.
En aquello que no le había contado. Un pequeño dato que había decidido callarme pensando... Que quizá fuera lo mejor.
Pero en ese momento, conforme nos íbamos acercando más y más a la pequeña plaza que actuaba como epicentro de nuestra comunidad, supe que no podía seguir manteniendo aquel silencio.
Debía darle tiempo para que... Se preparara. A pesar del aura heladora que me envolvía, de que pareciera que incluso la sangre se me hubiera helado por las venas, no creía que hubiera podido soportar una reacción sincera. Aquella chispa de sorpresa y reconocimiento en sus ojos.
Y quién sabe de qué más.
— ¿Es que te ha comido la lengua el gato? — bromeó Gio, mientras maniobraba con el coche, tratando de esquivar a la pequeña muchedumbre que se había congregado frente al cadáver.
No faltaban los flashes. Como si ver un cuerpo sin vida fuera una atracción turística más de las muchas que Cala Ombrosa ofrecía.
Pero no tenía tiempo de hacer reflexiones profundas.
No en aquel instante, la mano de mi prometido aferrando la manija de la puerta, los labios entreabiertos, una nueva broma, o incluso palabras de aliento listas para brotar de ellos.
Las palabras escaparon de mi boca, casi como si no pudiera contenerlas más. Aún iba a ser cierto eso de que la verdad siempre encuentra su camino...
— Chiara ha vuelto — solté.
Mis ojos permanecieron fijos en su figura, expectantes. Y su reacción no se hizo esperar.
Se quedó congelado. La mano paralizada, la sonrisa convertida en un rictus a medio camino entre la sorpresa y la incomodidad. Los anchos hombros se hundieron, e incluso, pese a su piel morena, habría jurado que empalideció.
— ¿D-desde cuándo lo sabes? — tartamudeó, casi incapaz de mirarme a los ojos.
Me encogí de hombros, tratando de restarle importancia al asunto.
— Desde hace un par de semanas. Me la crucé por casualidad... Me comentó que iba a abrir una pastelería.
— Siempre tuvo una obsesión destructiva por los dulces — comentó Gio, entre pequeñas risas, la mirada perdida en el vacío. En recuerdos de tiempos mejores.
Por un instante, incluso yo me dejé llevar.
— No había día que no tuviera algo de chocolate en la mano — repuse, jovial y risueña.
Hasta que recordé lo que pasó después. Y no fui la única.
Como quien ha cometido un delito, mi prometido volvió a bajar la mirada. Aunque más que un criminal, parecía un cachorrito arrepentido.
— ¿Por qué sacas este tema ahora? — suspiró él, pasándose la mano por la cara. De pronto, parecía tan cansado...
No era de extrañar. A fin de cuentas, el pasado solo se torna más pesado con el pasar de los años, convirtiéndose en una carga insuperable.
Ahora venía la parte verdaderamente dura. Para la que había tratado de mentalizarme en todo el camino de ida. Respiré hondo antes de hablar.
— Porque ella es la principal testigo... Y nos está esperando para prestar declaración.
Nuestra mejor amiga. También la mujer que estuvo a punto de destruir nuestro futuro. O mejor dicho, que lo destruyó, dejándome sin esperanzas, al borde de la vida y la muerte.
Chiara Bellantoni. Aquella que casi me arrebata a mi alma gemela... Y por cuya culpa, aunque todavía no lo supiera, la iba a perder definitivamente.
Aquí y ahora.
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