5. Cuestión de confianza
Las antorchas dispuestas en algunas esquinas no impedían que la oscuridad lo cubriera todo con su tupido velo. Tampoco vencían al frío, no más de lo que lo hacían las chimeneas y las paredes de las viviendas, por lo que la estrecha callejuela en la que vivíamos estaba desierta.
No muy lejos nos aguardaba una berlina sujeta a dos corceles negros de crines largas y patas anchas. El cochero, al igual que los caballos, se fundía con la noche, pues tenía la piel tan oscura como su ropa o el sombrero de copa que le cubría la cabeza. A su lado se sentaba Bernat, con el cabello suelto y los brazos desplegados sobre el respaldo del asiento. Ambos estaban enfrascados en una conversación. Cuando nos vieron, el extraño bajó presto y esperó a tenernos enfrente.
—Habéis tardado mucho. —Tomó de la mano a Melisa, quien se inclinó en una recatada reverencia, y nos invitó a entrar en el pequeño habitáculo tras cargar con nuestro equipaje.
Me quedé atrás con los ojos puestos en el cochero. No era habitual que los señores vistieran tan bien a los sirvientes ni que les diesen un trabajo tan remunerado: de hecho, no era común que supieran cabalgar.
—¿Le sucede algo, mi señor? —me preguntó el conductor, al sentirse observado.
—No... perdón... —No es que pasara algo, claro, pero con el coste de sus ropas se podría pagar el alimento de un mes, así que, quizá, lo que sí sentí fue una espinita de envidia. También estaba en mejor forma, espaldas anchas y porte elegante. Era un sirviente y vivía mucho mejor que yo—. ¿Llevas mucho tiempo trabajando para Bernat?
El hombre sonrió, se deslizó en el asiento para acercarse y me extendió su mano a modo de saludo.
—Pau, para servirle —se presentó. Luego, acarició las grupas de los animales que tenía delante—. Y ellas son Tramontana y Queralt, unas verdaderas campeonas.
Me sentí humillado y avergonzado por mi ignorancia. Para mí, si tenían cuatro patas, crines y empujaban carros, eran caballos. Aunque sí había escuchado alguna vez que era más común el uso de yeguas. Le devolví el saludo y me dispuse a entrar en el carruaje. Mi hermana ya estaba dentro y Bernat sostenía la puerta.
—Pau es como mi hermano —me advirtió cuando pasé a su lado—. Espero que no se te ocurra faltarle al respeto.
Asentí y entré sin más. No me sentía superior a Pau, no se me hubiera ocurrido faltarle al respeto, pero yo había estado en lo más alto y caído hasta lo más bajo, ya no tenía claro cuál era mi lugar.
Dentro del carro no se filtraba ni una brizna de luz, pero aun así alcancé a intuir la silueta de dos niños sentados al frente. Me pregunté si estaban vivos o muertos. Por suerte, uno de ellos se movió... y la bufanda que llevaba se resbaló hasta el suelo.
—¿Se los querrá comer? —susurré al oído de Melisa. Me agaché hasta palpar la tela caída y la coloqué a modo de manta sobre los críos.
Ella agitó su cabeza y se apoyó sobre mi hombro. Aún olía a la lavanda que había utilizado para adecentar el agua.
—Qué tonterías dices. Seguro que son sus hijos.
—Lo dudo. Deberíamos sacarlos de aquí.
—¿No confías en él? Te noto nervioso, Marc.
Percibí su mirada fija en mí, y con razón: no era para menos, claro que estaba nervioso. Deseaba salir de allí con ella y los críos. Momentos antes, Bernat me había dado su palabra, pero el encuentro con Robert seguía en mi mente y sabía que era peligroso. Tenía tratos con el proxeneta, seguro que los niños le pertenecían a él, no obstante, tampoco quería alarmar a Melisa ni tener que dar explicación alguna. Verla moviéndose por sí misma, vivaz... Eso era algo a lo que no podía renunciar, aunque la vida de aquellos infantes dependiera de ello.
¿En qué clase de persona me había convertido? ¿Y mis valores? Si el robar y retozar con hombres por dinero no me llevaba al infierno, pactar con aquel tipo sí lo haría.
—Marc. —Melisa interrumpió el rumbo de mis pensamientos sin levantar el tono de la voz—. ¿Quieres que nos vayamos?
Había tristeza en ella, y miedo. Ahora que recién hallábamos una forma de curarla no podía echarme atrás. ¿Cómo pedirle que renunciara a vivir?
—No. Solo bromeaba. —La abracé de lado y le di un beso en la sien—. Bernat es un buen tipo y, con su ayuda, te vas a poner bien. Es lo único que importa.
—Lo es... —añadió ella, pensativa y con el índice sobre sus labios.
El carro se puso en marcha. El repiqueteo de las ruedas sobre los adoquines se hacía molesto al hablar, así que no dijimos una sola palabra más hasta que salimos de la ciudad. Los niños no dieron signo alguno de abandonar su plácido sueño, ni siquiera cuando empezó a llover. Yo luché con ímpetu contra el cansancio, aunque a veces se me iba la cabeza. Mi hermana, en cambio, permanecía sentada, con la espalda recta y, de vez en cuando, alcanzaba a ver el brillo en sus ojos.
Agobiado por el sonido de la lluvia al caer contra el techo de la berlina y cansado de viajar en las sombras, me llevé la mano al interior de la casaca, donde ocultaba una vela del apartamento. No tenía con qué encenderla. Giré en la silla y deslicé la cortinilla que comunicaba con el asiento del conductor. Para mi sorpresa, quien llevaba las riendas era Bernat mientras que Pau fumaba una pipa con los pies en alto y pose relajada. No repararon en mí.
—Llevas mucho tiempo sin ir a verla —mencionaba Pau—. ¿No te preocupa que haya cambiado?
—Tú no has cambiado —replicaba el extraño—. ¿Por qué iba a hacerlo ella?
—Claro que he cambiado, Berni, y tú. Y esa muchacha también lo hará si sigues con esta locura. ¿En serio crees que es una buena idea? Deberíamos haber seguido el plan inicial. ¡Y mírate! Te han salido ojeras, pareces un viejo loco. Te lo advertí de que te alimentaras antes de partir.
—Lo haré mañana. Además, sabes que viviré. Siempre lo hago. Esa joven es perfecta, aun en su estado, tiene más sueños que tú y yo juntos, o que Siset o Zeimos. La gente que pasa demasiado tiempo en el lecho tiende a construir un mundo interior muy rico.
—¿Y no te preocupa su hermano? ¿Por qué nos lo hemos traído? Puede que cuando descubra lo que pretendes hacer no lo consienta.
Aquello no me gustó. Eché la cortina hasta dejar apenas un centímetro. Sabía que no debía estar escuchando esa conversación, menos ahora que iba conmigo, así que, en lugar de pedir fuego, continué espiando.
—Su hermano está más muerto que ella. Es un pozo de resignación. Aceptará cualquier cosa con tal de no permitir que broten sus propios deseos.
No sabía qué quería decir con esas palabras, pero me resultaron muy ofensivas. La sangre hirvió en mis venas y quise interrumpirlos y defenderme. Melisa, que se percató de lo que estaba haciendo, me dio unos golpecitos para que cesase. Si buscaba discreción, su acción causó el efecto contrario, pues me sobresalté y di un sonoro respingo. El carro se detuvo en seco y Bernat se asomó por la apertura.
—¿Te gusta espiar?
—No os estaba espiando. Solo quería... Dentro está muy oscuro —me defendí. Le mostré la candela, apenado, y Bernat sonrió.
—¿Tienes miedo a la oscuridad?
Me sentí como un niño pequeño. De pronto me había convertido en un chiste del cual burlarse, incapaz de defenderse, presa del miedo y de la humillación. Con el tiempo aprendería que con Bernat todo eran «tiras y aflojas» y que nada era lo que parecía, pero en aquel instante, todas sus palabras sonaban a insulto. Por suerte, Pau salió en mi defensa.
—Berni, ¿quién no tendría miedo teniéndote al lado? —Cuidándolo de la llovizna, prendió un fósforo y lo extendió hacia la mecha.
Pronto, una pequeña llama calmaba mis pesadillas y con el miedo achicado llegó el descaro. ¿Cómo que «resignación» y «qué quería hacerle a mi hermana»? ¿Quién se había creído que era ese tipo para hablar así de mí?
—No me gusta la oscuridad, pero menos me gustas tú. Ocultas demasiadas cosas: ¡y claro que tengo deseos! No sabes nada de mí.
No les di tiempo de responder. Cerré la cortina y, sin dejar de refunfuñar, me acomodé de nuevo junto a mi hermana, quien me miraba con fijeza. Ahora que tenía luz en las manos podía verla mejor: parecía cansada, y también afligida.
—¿Y tú, Marc? —me increpó ella a media voz—. ¿Qué me ocultas tú?
—Melisa... ¿Qué más da? Solo importa una cosa...
—Qué me voy a poner bien, ¿verdad? ¿Y qué hay de ti? ¿Quién era ese tal Robert?
No estaba dispuesto a contestar, no quería —no podía— por lo que tan solo acaricié su mejilla e iluminé a los niños que dormían delante nuestro.
Debían de tener unos seis o siete años y permanecían medio abrazados. Uno lucía el cabello cortito, con hebras rizadas, y tenía la piel morena, mientras que el otro era rubito y de piel blanca, aunque con una mancha rojiza que le cubría media cara a modo de antifaz.
—No deberíamos despertarlos.
Melisa suspiró.
—Me debes muchas explicaciones, Marc. —Acomodó la cabeza sobre mi hombro y cerró los ojos.
El interior del carro era muy lujoso. Ya había notado el terciopelo de los asientos, sin embargo, con la lumbre en la mano pude divisar, también, la decoración. Relieves de bronce y dorado forjaban líneas curvas y hermosos grabados. Seguramente, el exterior sería mucho más bello. Recapitulé a lo sucedido antes de marchar, al beso y la reacción de Melisa. Yo también necesitaba preguntarle cosas, quería saber qué había sentido y si merecía la pena huir de la Ciudad Condal por ello. Pero mi hermana ya respiraba con lentitud y sus párpados permanecían cerrados.
No hubo más voces del exterior. Bernat y Pau viajaban en silencio y yo tan solo podía escuchar la lluvia constante, el bamboleo de las ruedas, los cascos de los caballos y algunos lobos aullando de fondo.
Finalmente, el carruaje se detuvo y Bernat abrió la puerta.
—Primera parada —informó—. Pero antes, tú y yo tenemos que hablar.
La luz de la vela era incapaz de iluminar más allá de mi frente, aun así, resguardada con la otra palma, la desplacé de un lado a otro. No sirvió de mucho, la inmensa oscuridad derrotaba a la simple flama, pero gracias al olor y a lo poco que alcancé a ver, percibí que estábamos en medio de un camino perdido entre bosques y cultivos. Mis botas se hundían en los surcos de tierra fértil y la hierba, húmeda, reclamaba su lugar al aire.
Para asegurarse de que lo viese bien, Bernat se situó ante mí, agarró mi mano y se iluminó a sí mismo.
—Pasaremos mucho tiempo juntos. Por tu bien, será mejor que confíes en mí. ¿He de recordarte cómo me suplicaste que ayudase a tu hermana?
—¿Para qué quieres esos niños? —lo increpé—. De haber sabido que tú y Robert... No hubiera aceptado tu ayuda.
—Esos niños no son asunto tuyo, y mis tratos con Robert, tampoco. Lo único que importa es si quieres o no quieres salvar a tu hermana. ¿Es así?
Agaché la frente y suspiré. Mi aliento se convirtió en vaho e hizo que la llama bailase y pareciese agonizar unos instantes. Centré la mirada en ella.
—Sí tengo sueños —mentí.
—Muéstramelos.
—No tengo por qué hacerlo.
De pronto, la vela se me cayó de las manos. Bernat me rodeó la cintura y aspiró sobre mi cuello.
—Si quisiera, podría descubrirlos ahora mismo —susurró con su característico acento—, nutrirme de ellos y utilizarlos para alargarle la vida a ella. Claro, que tus deseos la dejan fuera.
Hacía mucho frío, nada extraño en el mes en el que estábamos y estando bajo la lluvia; lo que era menos usual era que el frío parecía venir de mí mismo, de mi interior, congelando, así, mi voluntad. Petrificado de nuevo, intimidado por el hombre con el que compartiría el camino. Me esforcé en hablar, vocalizar era una ardua tarea, pero si debía convivir con él, tenía que marcar unos límites.
—Deja de hacer eso.
Bernat se alejó con una sonrisa y recogió la vela, apagada y empapada, para ofrecérmela en son de paz.
—¿Hacer el qué?
—No sé qué eres ni qué quieres hacer. Entiendo que el viaje será largo y que, si mi hermana se va a poner bien, valdrá la pena, pero deja de creerte superior a mí y de jugar conmigo. No sabes nada, no tienes derecho a juzgarme.
Bernat rio, algo que detesté, pues aquella risa era suave y dulce, agradable, quizá la risa más hermosa que había escuchado en mi vida y poco tenía que ver con el dueño, un hijo de Satán que jugaba y se divertía conmigo.
—Nunca te he juzgado. —Regresó al carruaje y yo seguí sus pasos—. Confundes mi sana curiosidad por saber qué se oculta tras tu oscuro anhelo. Estás tan reprimido que ni yo puedo verlo.
Intuí a qué se refería, y me dolió. Había descubierto la oscuridad que habitaba en mí, aquella a la que intentaba acallar con todas mis fuerzas y que me convertía en la peor persona del mundo.
—¡No estoy reprimido! —Me detuve en seco y cerré los puños, gesto que me dolió, aunque diera igual.
A lo lejos, unas luces malvas indicaban que el amanecer se acercaba. Bernat las contempló pensativo. Luego, volvió a aproximarse, me dio la mano y tiró de mí, pero me negué a seguir.
—Claro que lo estás, todo el mundo reprime sus sueños y deseos más oscuros. Los jornaleros, en ocasiones, desean matar a sus jefes; las madres, huir de sus hijos lloricas; los curas desean... Bueno, ellos no se reprimen tanto como dicen.
—¿Tú en qué te reprimes?
—¿Ahora mismo? En darte un golpe en la cabeza y llevarte a rastras. Tenemos que irnos ya.
Empecé a andar, pero, contrario a lo que creía, no nos detuvimos en el carruaje. Allí ya no había nadie. Ni siquiera las yeguas. Ahora, la amenaza del ocaso permitía vislumbrar el portón de una gran masía señorial, envuelta en vegetación y soledad. Un lobo salió a recibirnos, aulló y corrió hacia el interior del recinto.
—Vamos —me apuró Bernat—. Es hora de saludar a mi madre.
Nota de autora:
Me apetecía muchísimo introducir los lobos y creo que ahondaré un poco en este tema en algún momento. En los siglos XVIII y XIX hubo una gran caza y matanza de este bello animal hasta que, a principios del siglo XX, se declaró su extinción en Cataluña. En el 2004 volvieron a avistarse al norte de los Pirineos, seguramente, venidos de Francia.
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