36. De demonios y humanos
Comenté que este capítulo sería el último, pero, debido a su extensión y a la falta de tiempo del que dispongo para corregir, he decidido partirlo en dos. A lo largo de esta semana colgaré la parte restante.
Bernat corrió a través de la noche, tan veloz, que solo escuchaba el aullido del viento como si fuera un susurro al oído que le rogaba que se detuviera. No podía hacerlo.
Se desplazaba ágil pero cauto, quería evitar que las malas hierbas rajaran la piel de Marc, a quien apretujaba contra sí, deseando que sus brazos cobrarán vida y lo rodearan.
¿En qué momento se tuvo que torcer todo de aquella manera?
—Resiste —murmuró.
La abadía ya sobresalía entre las rocas de la sierra que la acunaba. Solo la luna, grande y roja, recortada entre un claro de nubes, delataba su existencia al lucir sobre lo que alguna vez fue un campanario, ahora en ruinas. También, bajo el campo de ortigas, se apreciaban los pequeños surcos del último arado.
Se abrazó más a Marc. Aún quedaba un residuo de calor en él, la paz en su sonrisa... Cuando lo tumbó en el altar de la capilla, tras atravesar los cuartos de los monjes, se detuvo a observarlo. No parecía muerto, sino dormido, con ojos llenos de suave arena y labios emisarios de sueños inocentes.
Suspiró.
Él era quien debía darle la felicidad, no la Muerte.
¿Estaba siendo egoísta?
Sí, mas no podía dejarlo ir, el demonio lo reclamaba. No tenía sentido luchar contra el mandato de la sangre, no esa vez.
—¿Está muerto? —preguntó una voz menguante a su espalda.
Un anciano traspasaba el umbral, cojeando sobre un palo que hacía las veces de bastón. El olor llegó antes que él. La mugre se le acumulaba entre las arrugas y las uñas descuidadas; la piel se doblaba, flácida, sobre sus huesos, y un velo azulado le cubría las retinas. El viejo debía llevar meses oculto allí, resguardándose de la pobreza y esperando la llamada de las cenizas mientras la locura ponía los maderos de su final.
—Pensé que no habría nadie. —Bernat no se giró al hablar. Es más, continuó acicalando a Marc con mimo, como si aquel hombre no estuviera allí. Abrió su camisa y pasó un paño húmedo por sus costados. Las pequeñas manchas rosadas empezaban a difuminarse, casi eran hermosas. No parecían mortales, aunque sin duda lo fueron.
—¡No quiero muertos en mi casa! —gritó el viejo, ahora enojado.
—¿Su casa? —se jactó Bernat. Descubrió su mirada y, sin necesidad de alejarse del altar, lo acorraló contra la pared a través de las sombras.
—¿Quién eres, monstruo? —se defendió la presa con una voz que de pronto se tornó infantil—. ¡Mi padre te matará en cuanto te descubra!
A pesar de que la parca ya posaba las manos sobre sus hombros, pataleaba como si se creyera un joven. No era para menos: su alma era pura, brillante, las brechas foscas estaban cubiertas de olvido y la paz juvenil sobresalía desde los recovecos de su memoria.
—¿Cómo puede alguien tan viejo tener tantos sueños?
Sin duda, sería un primer plato estupendo.
¿Alguna vez, en estado de vigilia, habéis sentido cómo vuestro cuerpo se expandía más allá de la piel?
Solo que yo no estaba dormido, ni tenía cuerpo... No lo añoraba. Me sentía poderoso, amado, en paz. No necesitaba ver ni oír. Fue el sueño más hermoso, más puro, más libre.
Hasta que de pronto mi alma rotó y se contrajo hasta convertirse en un agujero negro nacido en mi vientre que se auto consumía de forma violenta. Brazos dorados trataron de retenerme, alas de oro lucharon por rescatarme de aquella oscuridad que intoxicaba mi esencia. Dolía, quemaba, abrasaba... Fue como morir una y otra vez de mil formas distintas. Luego, sentí una presión a mi alrededor. No podía pensar, ni hablar; la música celestial se convirtió en ruido y, cuando abrí los ojos, tampoco pude ver. Necesitaba calmar ese dolor, esa rabia, ese odio que ahora era mío y que poseía todo lo que alguna vez fui.
Tenía hambre, muchísima hambre.
Me escuché rugir a mí mismo. De pronto, noté el alimento ante mí, desplegué los colmillos y cedí a la tentación.
—Despacio, Marc...
Bernat me acariciaba el cabello mientras yo bebía de un pobre desalmado. No importaba quién fuera. En ese instante el hambre dolía demasiado como para luchar contra ella. Por contra, la calma que producía era alentadora. Se extendía por mis venas y despertaba mi piel y mis sentidos, a la vez que nublaba cualquier resquicio de conciencia.
Sin dejar de embriagarme, abrí los ojos. Bernat me escrutaba con las pupilas dilatadas y la boca entreabierta. Me besó en la frente y mordió a mi presa de forma que nuestros labios se rozaran en cada succión.
Aquello me excitó sobremanera y, entre resuellos, se me escapó un gemido desvergonzado. Alimentarse juntos era similar a follar: compartíamos algo íntimo, algo que nos extasiaba y que nos aventaba a un orgasmo explosivo sin necesidad de tocarnos. La sangre era vida, recuerdos, vivencias, sueños... Electricidad. Me sacudía desde adentro y, al compartir el banquete, las vivencias viajaban del uno al otro, teñidas, eso sí, por la esencia del demonio.
Nos corrimos antes de que la presa muriera y su néctar se tornara insípido. Luego, nos abrazamos jadeantes, cubiertos de sangre y con un cadáver consumido a nuestros pies. Fue maravilloso, porque no hubo conciencia ni pensamientos traicioneros. Fui un animal, una fiera sin ataduras luciendo la belleza de lo salvaje.
No obstante, una vez saciado, la conciencia arrinconó al animal para señalar lo acontecido: el demonio era parte de mí. Algo se me quebró por dentro. Algo irreparable.
—No podía dejar que te fueras, Marc. Te amo demasiado. —Bernat me besó sediento. Yo no supe cómo reaccionar. Me había robado algo muy valioso, si bien no alcanzaba a procesar el qué. Los recuerdos tras mi muerte se desvanecían y tan solo retuve fragmentos confusos—. Ahora tenemos la eternidad para estar juntos.
Alcé la mirada. Vi colores en la oscuridad, saboreé olores y noté una conexión inaudita con todo lo que nos rodeaba. Un estúpido premio de consolación.
—Yo... Estaba en casa —pronuncié.
—Estás en casa.
Asentí dubitativo. El cuerpo del anciano era irreconocible, no quedaron más que la piel, los huesos, el gesto de terror y sus ojos fijos en mí. Yo era el culpable. Tras él, una estatua de cristo con lágrimas de ámbar me condenaba.
Y pese a que así era, yo no me sentía del todo culpable. Como en un sueño, no fui amo de mi cuerpo ni de mis instintos. ¿Acaso los muertos viven, sueñan y sufren pesadillas? No lo creía. Además, escuchaba el susurro constante en mí. «Eres mío», me decía. Y lo sabía: era suyo. Bernat era suyo. Y Melisa...
—Melisa... —acerté a decir.
—No tardará en llegar, amor.
De nuevo asentí. Cerré los ojos y busqué mis latidos. No los hallé. Entonces, un espasmo me obligó a abrirlos. Me abracé a las rodillas y vomité un líquido extraño.
—Pronto amanecerá, Marc. No te resistas, los veremos cuando muera el sol.
Me tomó en brazos y me llevó a una cripta subterránea cubierta con polvo y restos de huesos.
—¿Me muero? —sollocé con la esperanza de regresar a mi hogar.
—Cada amanecer morirás, pero con el tiempo podrás aplazarlo o incluso adelantarlo, te lo prometo.
Me posó delicadamente en un ataúd de piedra con inscripciones latinas talladas en la solapa. Luego se tumbó a mi lado, abrazándome con fuerza.
—¿Por qué? —pregunté antes de perder la conciencia—. ¿Por qué me has condenado?
Al anochecer, Bernat no estaba conmigo. Quien sí estaba era su madre, que permanecía a la espera de mi despertar y con rostro aborrecido.
—Has tardado mucho —mencionó. Tiró de mi mano y me obligó a ponerme en pie—. Paseemos.
Obedecí, dubitativo, desorientado y abandonado. ¿Qué otra cosa podía hacer?
Recorrimos los pasillos de la abadía. Era hermosa y colosal. Muchas galerías fueron talladas en cuevas naturales, lo que la hacía aún más mágica. Casi podía escuchar los cánticos de los monjes y las campanas que anunciaban la hora de los rezos. En cambio, nuestros pasos no resonaron.
—¿Queda claro? —Montserrat me miraba con fijeza y con una mueca de disgusto.
—Sí... —contesté por inercia.
Ella se aclaró la voz.
—Bien, porque no apruebo nada de lo que ha hecho Bernat. Y no quiero que sigas sus pasos. Matamos para comer, no comemos para no matar. Ese es el orden natural y las trampas se pagan.
No entendía a qué se refería, pero me sentí bien al ver que no podía leer mi mente. Luego, prosiguió con su discurso:
—Nuestro fin es ese: vivir. Robar la vida de almas puras a plazos no es mejor que alimentarte de un ser hasta la muerte. No está bien y el demonio tomará venganza, te demostrará que él es el que manda.
»Intenta no enamorarte de mortales, siempre mueren —añadió algo triste—. Mi matrimonio con Codina empezó siendo un acto de amistad. Cuando el padre de Bernat nos rechazó, la amistad dio pie al amor, y el amor le costó la vida, ¿entiendes? Siempre estaré en deuda con él.
Sus palabras resonaban huecas, pero dejaban huella en mí, era como si me adiestrara o me preparara para mi nueva realidad.
El paseo terminó en la capilla. Bernat aguardaba ahí, frente al altar. Sonrió al verme y, tan pronto como me acerqué, me besó. Fue un beso insípido, sin temperatura ni alma. Luego, me mostró unas cadenas.
—Dame las manos —pidió. Dudé—. Si no dejas que te ate, te arrepentirás.
Entonces sentí la respiración de Melisa y reconocí el olor de su sangre. Estaba allí, oculta junto a Pau. Su corazón resonó en mis oídos. Di un par de vueltas con afán de encontrarla, no tardé en comprender que no buscaba a mi hermana, sino a una presa. Ella despertó mi apetito. Extendí las manos y dejé que Bernat me aprisionara.
Entonces, los dos amantes se dejaron ver.
Melisa caminaba con pasos inseguros y labios temblorosos. Su mirar rebosaba dudas e inseguridades. Se detuvo a medio camino y contempló la estatua de Cristo. Luego, percibí sus pensamientos como si de un susurro se trataran: «No hay marcha atrás».
No la había, al menos para mí. Me agité con violencia, ensordeciendo el sacramento con el chirriar de mis cadenas. Tenerla tan cerca me convertía en una bestia. Los sueños dotaban su sangre de una embriagante fragancia, llena de paz, un refugio primaveral en el que la música surgía de sus largos dedos, ahora mutilados, y la poesía de los labios afresados. Yo quería eso en mí, como si fuera lo único capaz de aliviar el dolor que producía el agujero de mi vientre. Mis colmillos se extendieron como las garras de un gato e incluso salivé. En el momento en que ella acarició mi mejilla, los grilletes dañaron mi piel. De no ser por ellos, la hubiera devorado.
—No volveré a fallarte, Marc —me dijo—. Te prometo que cuidaré de ti para siempre.
«Para siempre». Aquellas palabras resonaron en nuestra mente, pues podía percibir sus pensamientos. En ella hablaban de penitencia; en cambio, para mí suponían una condena perpetua.
—¡Aléjate de él, Melisa! —gritó Pau.
Ella retrocedió y yo gruñí por puro instinto. Melisa se había arrimado tanto que, de no ser por el grito de su amado, yo hubiera clavado mis fauces en ella sin poder evitarlo.
—Pronto estaré contigo, hermano. —Retiró un colgante de su cuello, un frasco de porcelana, y se lo mostró a los demás—. ¿Solo tengo que beberlo? —preguntó. Montserrat asintió—. ¿Qué sentiré?
—El veneno te dormirá, será una muerte dulce —explicó Bernat—. Pero lo que sentirás después, no podemos saberlo. Para cada uno de nosotros es una experiencia distinta, ¿verdad, Marc?
Con aquella puntualización, supe que conocía lo que experimenté a mi muerte. Lo sabía y, aun así, me arrebató mi bendición para convertirme en un monstruo, un asesino.
Mi hermana destapó el frasco e inhaló su aroma. El contenido ya casi rozaba sus labios cuando Pau la detuvo con un abrazo.
—¿Piensas negarme la despedida, mi amor?
Ella se giró y lo besó ávidamente.
—Nada matará lo que siento por ti —contestó—. Te agradezco todo lo bueno que has hecho y todo lo que me has dado.
—Soñaré con el día en que logres dominar al demonio.
—Pero no te agradezco la forma en que jugaste con nosotros, por muy noble que fuera la causa —lo interrumpió ella, de pronto. Luego, lanzó el frasco al suelo.
—¿Qué significa esto? —preguntaron Bernat y Montserrat al unísono.
—Lo sabéis muy bien. —A la mención, ambos se apartaron y ella se arrimó de nuevo a su amado—. No quiero una muerte dulce. —Retiró una daga que llevaba oculta, atada a la pierna, y la puso en manos del cochero—. Quiero una muerte real de la misma mano que nos aventó a esto.
Pau palideció y forcejeó en vano contra ella por soltar el arma.
—No puedo hacerlo, Melisa... Por favor...
—¡No tienes que hacerlo! —grité, presa de un inexplicable atisbo de conciencia—. No pasa nada, Melisa, no lo hagas... No vale la pena...
—Sí la vale. —Me regaló una sonrisa fugaz—. Termina con esto, Pau, por favor...
—No, no puedo, así no... ¡Bernat, ayúdame!
—¿Por qué? —le sorprendió su aliado—. Ella tiene razón: nunca te has ensuciado las manos.
—Pero sí ha ensuciado la de los demás —le siguió Melisa, a la par que lo besaba de nuevo.
—¿Por qué me haces esto?
—Shhh, no es venganza, amor mío. Es justicia. —El beso que prosiguió fue el más intenso de todos. Pau correspondió, no por ello dejó de suplicar—. Todos hemos pagado un precio, tú también debes hacerlo... —Retrocedieron entre el sonido de la saliva, el rozar de las caricias y los sollozos que implicaba la despedida, hasta que todo se detuvo en una fracción de segundo—. ¿Ves...? No ha sido... tan difícil...
El cuerpo de mi hermana cayó al suelo, agonizante, mientras sus sueños se derramaban por el polvo con su vestido escarlata. Un lago de vida en medio de la oscuridad.
Y, mientras yo gritaba y mis cadenas tintineaban por la presión, Pau, con la daga ensangrentada en sus manos, tan solo balbuceaba sin sentidos.
—Yo no quería... Has sido tú... No es justo... Así no... Yo no lo hice...
—Lo hiciste... en el mismo momento en que me lo pediste. —Esas palabras entrecortadas, fueron las últimas de mi hermana.
Pau cayó de rodillas junto a su cuerpo, murmurando «no es justo» una y otra vez.
—Sí lo es —dijo Bernat, con una mano en su hombro a modo de consuelo—. Y fue su último deseo.
—¡Me traicionaste!
—¡Nos manipulaste a todos, Pau! Te llevas el premio, y me parece bien, pero ella tenía razón: debías pagar el castigo.
—Hipócrita —murmuró él, rabioso—. ¿Y cuál es tu castigo por lo que le has hecho? —Me señaló, y Bernat bajó la mirada.
Montserrat se adelantó con paso elegante.
—Basta de riñas infantiles. Debemos empezar. Pau, ve a por la comida. Cuando despierte la necesitará. —Tomó el cadáver de mi hermana, como si no le pesara, y lo colocó con calma sobre el altar—. Mi nueva hija no tardará en regresar.
Pau se marchó ofuscado, moviéndose con torpeza y soltando maldiciones. Tras cerciorarse de que estaba lo suficientemente lejos, Bernat tomó un cáliz de hueso y rajó su propia muñeca.
—¡No! —lo interrumpí—. Tú no... Si no hay marcha atrás, quiero que beba de mí.
—¿De ti? —Sus cejas se arquearon en muestra de duda.
—El demonio también está en mí, ¿verdad? Puedo sentirlo...
Asintió. Luego, me deshizo de las ataduras y me entregó la daga. Corté mi muñeca, vertí mi sangre ahora negra en el cáliz y se la hice beber a mi hermana. No pasó nada.
—¿Ahora qué? —pregunté.
—Ahora resta esperar.
Pau regresó con un pobre iluso al que llevaba maniatado y una botella. Casi me lanzo sobre ellos, por suerte, Bernat me sostuvo.
—Tu sirvienta dice que debéis iros ya —le dijo el cochero a Montserrat, yo saldré enseguida y me llevaré a los niños.
Ella nos miró una vez más antes de abandonar la sala. Después, Pau extendió la botella hacia mí.
—Bebe, Marc. Te calmará.
No lo pensé, era o eso o matarlo.
Esa sangre era la paz del espíritu. No excitaba de la misma forma que mi primera presa, pero amansaba al demonio, como si lo durmiera durante unos instantes.
—La sangre de los inocentes actúa casi como una cura —pronunció Bernat.
Los inocentes: Zeimos y Siset. Acababa de beber la sangre de mis hijos, justo lo que, ahora entendía, Montserrat me pidió no hacer. Aquello era demasiado. De haber respirado como un mortal, me hubiera faltado el aire. Necesitaba poner en orden mi mente, comprender, llorar a mi hermana y gritar hondo.
—¿Puedo salir? —rogué.
Me alejé unos metros y me perdí entre la vegetación. A través de los árboles, un lobo me contemplaba.
—Los lobos actúan de puente entre los demonios y los humanos —mencionó Bernat, quien recién llegaba.
—Soy un demonio...
—Su huésped. Pero sigues siendo tú...
—A su merced... —Ante esa escueta conversación, me sentí muy desdichado—. Estaba en casa, era feliz... Ya nunca podré regresar, pase lo que pase. Me han desterrado del cielo. —Bernat me abrazó, su tacto despertó un fastidio en mí. Ya no existía esa sensación cálida y fría que siempre lo acompañaba, ni el contraste entre él y yo. Ya no estaba seguro de amarlo—. ¿Por qué me has hecho esto?
—Él te reclamó. Fui su instrumento. Pero si me dejas, Marc, haré que tu existencia no tenga nada que envidiar al cielo. Te daré todo lo que tengo y me desviviré por ti. A mi lado serás feliz, lo prometo.
—Yo era feliz —repliqué— y lo sabías. Dime: ¿luchaste contra él?
Esquivó mi mirada.
—¿Cómo iba a hacerlo? Ordenó lo que yo deseaba que ordenara.
Habló con culpa. Yo no estaba enojado, podía entender su actuar, pero dolía. Quizá era injusto decir que me había traicionado, yo no quería sentirlo de esa forma: quería abrazarlo y darle las gracias, despertar el amor que sentía por él y que debía permanecer oculto en alguna parte de mí. Pero, aunque no quisiera, sí me sentía traicionado.
—¿Volveré a sentir? —pregunté.
—No lo sé. Yo nunca dejé de hacerlo; ni mi madre. Pero nosotros...
—Vosotros no sois ángeles en el destierro.
Hubo un nuevo silencio. El lobo se retiró y yo me dejé caer de rodillas sobre la hierba.
—Mírame a los ojos, Marc. ¿Qué ves?
Al hacerlo, vi a un hombre abatido, viejo y joven al mismo tiempo, cansado de la eternidad y abrazado a una última esperanza. Y me vi a mí, de la forma en la que él siempre me vio. Él me amaba.
No era suficiente. Yo... Quería amarlo también, volver a ser el Marc al que tanto tiempo odié y dejarme llevar por la intensidad de mis sentires. ¿Dónde estaban? ¿Acaso yo ya no era yo?
—¿Dónde están los demás? —pregunté.
—Mi madre se ha marchado, no podía permitir que se le hiciera de día. Hemos atado a Melisa, Pau quiere verla despertar antes de llevarse a los niños, que ahora duermen en el carro.
—Entonces, estamos solos —reflexioné.
Lo besé despacio, me decepcioné al no sentir nada. Le mordí y me coloqué sobre él, lo despojé con furia de la camisa.
—Marc... —intentó detenerme.
—Quiero sentir —sollocé.
Al final, correspondió. Nos desvestimos mutuamente y nos rebozamos sobre la hierba húmeda. Llené su pecho con pequeños mordiscos, lamí su vientre y, viendo que no reaccionaba del todo, me masturbé mientras lo hacía. Él posó su mano sobre la mía y acompañó el gesto.
—Yo siento —jadeó—. Lo siento todo de ti. Siento que te amo y que le das sentido a mi condena.
—Cállate y bésame.
Obedeció. Fui ávido, violento. Gemí a su oído con el fin de excitarlo. Pero no era más que una copia nefasta de lo que experimenté con él en aquella iglesia, cuando nos abrazamos en una comunión sagrada entre el cielo y el infierno. Ahora, por más que nos acariciamos y nos besamos, que nos rozamos, nos morimos, por más que le tiré del cabello y hundí mi polla en su boca, nada alcanzó a ser lo mismo.
Decepcionado, me puse en pie y lloré apoyado contra un árbol. Él se sacudió las hierbas y me abrazó.
—Tenemos toda la vida para empezar de nuevo.
A la luz de la luna, su piel mostraba un fino halo. Sus labios parecían más gruesos, y sus ojos grises me recordaron a dos hermanas del gran lucero, aprisionadas ahí para demostrarme que ocultaba un alma humana.
Me besó lento, suspirando entre mis labios, consintiendo que la electricidad bailara entre ambos.
Por un segundo, el Marc de antaño regresó a mí, en esta ocasión, libre de miedos e inseguridades.
—La eternidad debe ser más que esperar.
Él me amaba y yo, en el fondo, todavía lo amaba a él, lo sabía, y nos necesitábamos el uno al otro. Sí, me robó el cielo, pero estar con él no debía ser tan lejano al paraíso. Podía recuperar lo perdido, solo necesitaba creerlo, y él lo hacía sencillo: se postraba ante mí, me idolatraba. Me demostraba que yo era su mundo. Me hacía sentir importante.
Retomé la dinámica en un nuevo asalto, rabioso, porque la intensidad me recordaba a la vida, y lo estampé contra el árbol que me dio cobijo. Acaricié su espalda y mis dedos se perdieron entre sus muslos. Empecé a dilatarlo.
—¿Quieres que te folle? —pregunté.
—Quiero que me hagas el amor —me corrigió él.
Sonreí divertido. Siempre fue tan correcto...
Me hundí en su interior, lento, callando sus resuellos con mis besos a la par que lo masturbaba. Disfruté de sus gemidos, de sentir que yo tenía el control. En especial, disfruté del pequeño gruñido que se le escapaba cada vez que salía despacio y arremetía de forma seca y tajante. Se corrió en mi mano, no por ello me detuve. Era mío, yo tenía el poder, eso me excitaba. Me apresuré, perdí el control y corrí llenando su espalda de semen estéril.
Quedé reposando sobre su hombro mientras él jadeaba abrazado al tronco. Se giró y me contempló de nuevo, con ojos humanos, no endiablados. Los endiablados eran los míos.
—Haré que todo el mundo se incline ante ti, que te veneren como yo lo hago —prometió.
Era más humano que nunca, temeroso y lleno de afecto. Vi al hombre que me enamoró lejos del demonio que me poseyó. Un hombre que cometió un gran error por ser incapaz de dejarme ir.
Lo besé y, aunque no percibí ni su frío ni su calor, sí noté la fuerza de mi conexión con él, la cual trascendía más allá de la carne y la vida. Aquel era nuestro verdadero reencuentro.
Supongo que se os habrá hecho raro ver a Marc en una posición activa (aunque creo que siempre mandó él). Tiene que conocerse a sí mismo y experimentar con su nuevo "yo", o así me lo ha susurrado el personaje XD.
¡Un abrazo!
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