23. Instinto animal
La buhardilla distaba mucho de ser un lugar cómodo. Sí, era húmeda, carecía de baldosas o alicatados y, no menos importante, se hallaba lejos del tumulto; sin embargo, la puerta no disponía de cerrojo, la cama que le habían preparado resultaba demasiado cálida y la luz del amanecer se filtraba por las brechas de las contraventanas, iluminando las minúsculas motas de polvo.
En cualquier caso, y por inapropiada que fuera la estancia, Bernat debía descansar, lo que significaba bajar la guardia, exponerse a los peligros que el día ocultaba para él y, durante horas, no ser más que un cuerpo inerte. Lamentablemente, reposar era la única manera de mantenerse cuerdo. Así se lo advirtieron y, muy pronto, sería él quien tendría que advertir a Melisa, su nueva hermana.
Cubrió cada brecha y, tras colocar las sábanas para que cayeran en forma de dosel, se tumbó en el suelo, debajo de la misma.
Una fina capa de vaho perfiló su silueta. Entonces empezó la función. Vomitó un líquido pardo, los músculos se le agarrotaron entre espasmos, sus sentidos se adormecieron y se le secaron las córneas. Reposar era sinónimo de morir.
A veces, Bernat envidiaba a los humanos y su absurda capacidad de soñar. Para él, el descanso no era más que un pozo vacío, doloroso, un parpadeo sin regalos entre noche y noche.
Por esa razón, no supo cuántas horas habían pasado cuando alguien irrumpió en la estancia. Que sus sentidos regresaran, significaba que el ocaso estaba cercano.
—Sé que estás ahí, ¿dónde te escondes? —escuchó—. ¡Sal de tu escondite, Bernat! —La voz de Marc sonaba apresurada, a disgusto—. ¡Necesito hablar contigo, maldito! —insistía con urgencia.
El aroma de la incertidumbre se mezcló con el de la madera enmohecida, y el sudor del joven, con la humedad que se filtraba a través de las juntas.
Después, sintió su peso sobre el colchón —que era su techo— y escuchó sollozos.
—¡¿Dónde te has metido, maldito?!
De súbito, algo cayó junto a él. Escuchó el resquebrajarse de un vidrio y percibió la calidez de una llama que se esmeraba por sobrevivir sábana arriba.
Marc se movió con rapidez. Salvó la tela y retiró los cristales con sus propias manos. Fue entonces cuando lo descubrió, rígido bajo el colchón.
—¿¡Qué haces ahí!? —Tiró de su brazo hasta sacarlo de donde estaba y lo arrastró fuera de su escondite—. ¡Despierta, Bernat! —Apartó el cabello que caía por su rostro y lo acarició—. ¿Estás bien? ¿Qué te pasa? —Después, posó el oído en su pecho solo para sentir el frío y no escuchar nada—. ¡Bernat! ¡Despierta! ¿No se supone que eres inmortal? —Tiró de él, lo empujó y le golpeó sobre las costillas mientras gritaba su nombre una y otra vez. Bernat quería despertar, decirle que estaba bien—. No puedes morirte —lloraba—. Despierta, maldito capullo, no me abandones...
La última oración fue interrumpida por un pequeño respingo. Entonces, le llegó el aroma de los sueños de Marc con una nitidez embriagadora. De la misma forma, le llegaron sus miedos y sus deseos prohibidos. Ese aroma, ahora, se sentía mucho más apetitoso que cuando lo imaginaba a través de sus ojos, incluso más que el sabor de los besos y las caricias. Era la tentación, el premio, su alimento, su obsesión: su sangre.
Bernat despertó de golpe, observó a Marc, quien se sujetaba el antebrazo. Se le había clavado el fragmento de una lámpara rota, originándole un corte profundo.
Por puro instinto y sin poder evitarlo, se incorporó sobre el chico, lo agarró de los brazos y lo inmovilizó en el suelo amarrándolo de las muñecas. Sus ojos observaron la sangre vertida.
—¿Qué haces aquí? —tronó.
La respiración de Marc se agitó y el corazón se le aceleró, aunque, por increíble que fuera, los ojos verdes mostraron cierta curiosidad.
—Tenemos que hablar —contestó.
Jadeante, Bernat lo observó a fondo de la misma forma en que Marc lo contemplaba a él.
—No es el momento. ¡Vete! —Por contra, no lo liberó y su misma piel se impregnó con la sangre del chico. Esta era apetitosa, sugerente, cargada de sueños y deseos enquistados.
Por mucho que el rostro de Marc reflejase terror, el deseo con que lo llamaba era perturbador. ¿Cómo resistirse, si Bernat anhelaba desprenderse de cada una de esas capas de miedo e inseguridad hasta que no quedase más que la invitación al banquete que se le ofrecía?
—No me iré —dijo el chico, y le tembló la voz—. Quiero respuestas.
Como si fuera una fiera, lo olisqueó sin pudor, se humedeció la boca y analizó el elixir escarlata que había despertado al demonio.
—Vete de aquí, por tu bien... —En esta ocasión habló, áspero, contra su cuello. Las almas devoradas, esclavas de sus instintos, bailaron a su alrededor. Los latidos de Marc estaban contados, no podía permitirse el lujo de malgastarlos. Reunió toda su fuerza de voluntad para alejarse de él y deslizarse, con un movimiento imposible, al otro extremo de la buhardilla—. Debes irte, no es buen momento.
El joven se levantó y huyó hacia la puerta, incluso puso la mano en el picaporte.
Pero no abrió.
—¿Y cuándo lo será? —pronunció, en cambio. Bernat apreció un ligero temblor en sus labios rosados—. Te he buscado hasta caer rendido —añadió mientras caminaba de vuelta—. Dormí, desperté y continué buscándote. Necesito saber... Si no me das todas las respuestas, me volveré loco.
Bernat sintió compasión, deseaba darle cobijo, mas no podía, no en ese instante y con la herida abierta. Debía mantener la distancia.
—Después...
—¡No! —exclamó Marc. Despojado del miedo, se arrimó a él y lo tomó con súplica de sendas manos—. Después pasará algo, me despistaré o me despistarás. Necesito que sea ahora. ¡Te lo ruego!
—Marc... No...
—¿No ves que estoy desesperado? —Se había acercado mucho, su aliento chocaba contra su rostro y no precisaba más que un simple gesto para cazar sus labios. Marc vaciló, sintió la llamada. Parpadeó un par de veces en un vano intento de romper el embrujo. No pudo. Finalmente, lo besó con parsimonia, tentando al peligro y con esa sensualidad de la que él mismo no era consciente. Aquello acrecentó el hambre, Bernat gimió y apretó la mandíbula para no ceder al impulso de morderlo. Por suerte, Marc se sobrepuso, confundido por su quehacer, y rompió el beso.
—Solo quiero respuestas —sollozó—. Dime para qué quiere tu madre a Melisa.
La tentación era demasiado fuerte. Fue el demonio y no él, quien, liberado por su apetito, apresó al joven de nuevo.
—Si un demonio te dice que te vayas, te vas. —Lamió su cuello y observó la herida. La inminencia del alimento despertó a su corazón muerto.
—¿Esto es lo que quieres? —preguntó Marc, al percatarse, señalando su brazo con el mentón—. Si me lo cuentas todo, prometo no oponer resistencia.
Definitivamente, el demonio tenía el control y, por más que quisiera, Bernat no sería capaz de controlarlo.
—No sabes lo que dices.
—¿Crees que me importa? Solo necesito saber qué será de Melisa cuando la cures. ¿Qué queréis de ella? Nada de verdades a medias, ni mentiras. Quiero saberlo todo, de principio a fin, y tú lo tendrás todo de mí.
Bernat apretó cada uno de sus músculos, se moría por poseerlo ahí mismo, por hacerle el amor mientras bebía hasta la última gota de su esencia. Contempló al muchacho que yacía a su plena disposición. El chico quería, lo deseaba de la misma forma.
Un simple mordisco y ganaría la apuesta con Pau.
—Tu hermana... —gruñó—. No quiere que te acerques a mí, deberías hacerle caso.
Logró apartarse, entonces, fue Marc quien lo empujó, se sentó sobre él, con una pierna a cada lado de su cintura, y le acarició los labios con la herida abierta.
—No tengo miedo.
—¿Te has vuelto loco? —replicó Bernat, tras girar la cabeza—. Tu miedo huele de lejos. Detén este juego.
—Cuando me digas para qué quiere tu madre a Melisa —insistió Marc, tentándolo con movimientos sinuosos. Se lamió la herida y amenazó con darle un nuevo beso, uno que prometía la muerte.
No le quedó otro remedio. Lo empujó fuerte, con la ayuda de las almas. El muchacho chocó contra la pared y se golpeó en la cabeza.
Ambos jadearon, cada uno desde su extremo de la buhardilla.
—¡No quiero hacerte daño! —Bernat habló con desespero, excitado y sosteniéndose el pecho. El corazón, ahora despierto, exigía alimento, no por necesidad, sino por gula.
Marc parecía traspuesto, como si no entendiera lo que acababa de suceder. Tragó saliva y habló trémulo.
—No vas a hacerme daño, los niños están bien. Es lo que les haces, ¿no? Bebes de ellos...
—Solo un sorbo de su sangre puede alimentarme por días —confesó Bernat, exhausto—, pero tú eres un adulto. Una vez te pruebe, no podré detenerme.
Marc abrió mucho los ojos y se perdió en sus pensamientos.
—No importa que me mates —murmuró, no satisfecho con su porción de verdad y con un tono interrogativo que delataba su propia inseguridad—. Solo quiero saber...
Ya no quedaban rayos de sol dispuestos a cruzar las pértigas, y su fuego interno le decía que la noche ya había llegado. Marc hizo amago de acercarse, las almas lo estrangularon contra la pared.
—¿A cualquier precio? ¿Acaso sabes de qué estás hablando, insensato? Si quieres más respuestas de las que ya te he dado, pregúntale a Melisa, no seré yo quien se interponga entre dos hermanos.
De pronto, Marc empezó a reírse con el aliento que le quedaba, aunque no había nada divertido en él. La mirada lucía perdida y cansada, la expresión desganada, y, por si fuera poco, lágrimas ardientes rociaban sus mejillas.
—Te interpusiste desde el principio. Ella... Ella ha cambiado, y eso es tu culpa.
—¡Ella está cambiando porque está viva! Te guste o no, Melisa es así.
El joven negó.
—Ella jamás me abandonaría como pretende hacerlo.
Bernat se masajeó las sienes. Marc tenía razón, Melisa ya no era la misma: con cada beso que le otorgaba percibía una oscuridad creciente que al principio le pasó desapercibida. ¿Ese cambio se debía a una adolescencia tardía o siempre fue así y era su lado dormido saliendo a la luz? Fuera como fuese, Montserrat estaba en lo cierto: la chica era peligrosa. Entendía su necesidad de vivir, comprendía el efecto que él mismo provocaba y del que nadie podía escapar, incluso sabía que, en esos instantes, tan solo era una niña naciendo a la vida; en cambio, nada justificaba la voracidad de sus deseos, el reciente rechazo hacia Marc, quien había caído en una enfermedad mortal por cuidarla; o por el propio Bernat, que, beso a beso, alargaba su destino. Además, el demonio había posado sus labios en ella las suficientes veces como para no descartar su influencia.
Necesitaba pensar, hablar con Pau antes de que se llevase a cabo el matrimonio, salir de ahí y, sobre todo, necesitaba comer.
Envuelto entre brazos sombríos, abrió la ventana y huyó por el tejado.
—¡Vuelve, cobarde! —oyó gritar a Marc entremedias de un llanto desgarrador.
Pero no volvería, no podría acercarse a él hasta haber alimentado al demonio y serenado su alma humana.
La noche, recién llegada, aún conservaba el arrebol del día que dejaba atrás. Una joven, vestida con no más que un camisón verde, pies descalzos y cabello alborotado, tarareaba una canción cuya letra Bernat juraría haber leído en algún libro. Entretanto, la muchacha seguía el amurallado de piedra para encender, una a una, todas las antorchas. Al igual que Marc, aún desprendía cierto aroma a inocencia, ambición y esperanza.
—¿Quién anda ahí? —preguntó al sentirse observada.
Bernat se ocultó tras un árbol y respiró despacio. El demonio ya le abrasaba la piel, la necesitaba, pero ¿realmente quería otra Marieta en su equipaje?
Los pasos de la joven se detuvieron a su altura. Él se mantuvo oculto. Después, se escuchó el aullido lejano de un lobo y un jabalí saltó el vallado para huir camino arriba. Ella gritó del susto, antes de empezar a reírse de sí misma, creyéndose en soledad.
—Nunca me acostumbraré a esto —murmuró risueña, y prosiguió con su labor.
Por horrible que fuera su vida, la chica se mantenía jovial, ajena a la fealdad del mundo, vestida de esperanza y lejos del tumor de la culpa.
Al demonio le encantaría. Con ella lo saciaría lo suficiente para, ¿quién sabe?, llegar hasta la abadía.
Sigiloso, saltó sobre el muro, donde se mantuvo agazapado, confundiéndose con las sombras y saboreando el porvenir. Se arrimó más, al abrigo de la oscuridad. Si la prostituta se hubiera girado, habría sido consciente de las dos llamas violetas que la vigilaban, ávidas de su esencia. Como si pudiera percibirlo, se detuvo, tensa, observando por el rabillo del ojo lo que no quería ver. Su corazón sonó como una melodía in crescendo en la cual cada latido formaba parte de una cuenta atrás.
De pronto, se escuchó el cascabeleo de un caballo que se aproximaba hacia ellos. Bernat apenas era visible, almas y sombras lo protegían, por lo que el jinete no reparó en él. Sí lo hizo, en cambio, en la prostituta.
—Buenas noches, Paulita. —Desmontó con torpeza e hizo una reverencia exagerada.
—Todavía no hemos abierto —replicó ella al instante, sin ser consciente de lo cerca que había estado de la muerte.
El hombre, alto, de barba poblada, nariz aguileña y ojos desorbitados, se zarandeaba de un lado a otro en evidente estado de embriaguez.
—Estás muy bonita, aunque llevas demasiada ropa para mi gusto.
Paula lo miró con desdén.
—Si quiere verme sin ropa, caballero, tendrá que esperar a que sea la hora. —Despreocupada, le dio la espalda y se dispuso a prender la última antorcha. Sin embargo, el hombre se sirvió de dicha distracción y la agarró fuerte de la cintura.
—No me apetece esperar. —La tiró al suelo y la inmovilizó con una sola mano, a la par que introducía la otra bajo la tela verde del camisón.
Bernat miró hacia la casa de piedra, listo para intervenir en caso de no ver a nadie. No obstante, antes de que pudiera dar un solo paso, fue la misma Paula quien logró liberarse de su oponente y estamparle la antorcha en la cara.
El hombre aulló mientras ella se cubría la boca, incrédula por lo que acababa de hacer. Despavorida, miró a ambos lados y tomó una roca suelta del muro. El hombre permanecía más atento a su dolor que a la venganza: no maldijo ni clamó ayuda, tan solo sollozó, aferrado a la quemadura. Aun así, Paula estampó la roca contra su cráneo.
A la sazón, Bernat avanzó bajo la lumbre de las antorchas, dejando su escondite atrás y sorprendiendo a la muchacha. Paula ahogó un grito, retrocedió e intentó justificarse.
—Ha sido un accidente, lo prometo...
Bernat se limitó a contemplarla.
—Fue él, él me atacó —prosiguió ella. No estoy de servicio, no estoy obligada a... —Apretó los labios—. Solo quise que se apartara.
—¿Y lo de reventarle la cabeza? ¿También fue un accidente? —se jactó.
Paula se encogió de hombros. Estaba agitada, mas no halló lágrimas en sus ojos ni culpa en el timbre de su voz.
—No podía arriesgarme a que se lo dijera a Samanta.
La sangre del hombre, derramada sobre el camino, transportó un aroma mancillado, lascivo y derrochador: el de alguien entregado al pecado.
—No te preocupes, Paula. Me ocuparé de su cuerpo y guardaré tu secreto.
Me quedé sentado en el suelo, balanceándome e intentando que la cordura regresara a mí. ¿Qué había hecho? ¿Hasta qué punto me arrastraba la desesperación, que había sido capaz de entregarme así a Bernat? Yo... Yo no quise, es difícil contar lo que me pasó. Tan solo actué sin pensar. Me vi desde fuera y en más de una ocasión intenté gritarme «¡basta!» a mí mismo. ¿Por qué no pude parar?
Esperaba que saliéramos en breve, pues los primeros clientes empezaban a llegar y quería irme antes de que se iniciaran las funciones pecaminosas. Aun así, me temblaban las piernas y me dolía la cabeza, por lo que esperé.
Una parte de mí creyó que Bernat volvería y que arreglaríamos el malentendido. Absurdo, ¿verdad? Aunque siguiera creyendo que merecía respuestas —y pensaba conseguirlas— era consciente de que la había cagado.
Cuando la puerta se abrió, la esperanza brilló en mi pecho; justo después, fue degollada por la decepción.
—Ya va siendo hora de que tú y yo tengamos una conversación —me dijo Pau. Me tendió la mano y me invitó a sentarme sobre la cama—. Se terminó, Marc. No puedes seguir con nosotros.
Sus palabras cortaron el aire.
—¡No tienes derecho a pedirme que me vaya! Necesito...
—Te has comportado como un egoísta desde que salimos, pero lo de hoy... Bernat me lo ha contado. —Caminó ante mí con un paseo acechante. Quise levantarme, mas él colocó dos dedos en mi frente y, con un suave empujón, me obligó a sentarme de nuevo—. Estoy de tu lado hasta cierto punto. Mi preciado amigo debió poseerte, matarte o contarte la verdad. Se equivocó al buscar una cuarta opción.
Tragué grueso. Jamás había visto al cochero de esa forma. Lucía una templanza que causaba pavor y respeto en partes iguales. Era como un padre, que bien podría ser bondadoso o bien castigador, y yo ahora aguardaba por mi castigo.
—No quise hacer lo que hice...
—Sí, quisiste —me interrumpió—. ¿Sabes cuál es el coste de tus jueguecitos?
Negué con la cabeza y fijé mi vista en una araña negra de patas largas que parecía señalarme con sus cientos de ojos.
—No volveré a acercarme a él, lo prometo. Solo quiero saber qué será de Melisa... Sé que habló con Montserrat...
Pau suspiró.
—No me estás escuchando, ¿verdad? —Tras un largo suspiro, se encendió una pipa y me ofreció una calada. La rechacé—. Tu hermana teme por ti, por eso no quiere que te acerques a él, ni a ella, como si tu vida fuera lo único que os importa. En cambio, yo preferiría que estuvieras muerto con tal de evitar más daños colaterales. ¿Sabes lo que me cuesta mantenerlo calmado? ¿Has pensado en Zeimos y Siset? ¿Y si a ellos también les pasara algo?
¿A ellos? Esa noche estaba demasiado agitado para pensar, pero aquellas palabras se me atragantaron. ¿Quiénes habían sido los daños colaterales?
—Mi hermano no es responsable de lo que haga Bernat —nos increpó Melisa, desde el umbral. Llegó en silencio, y, cuando caminó, sus pasos fueron tan sigilosos que ni siquiera dejaron huella sobre el suelo polvoriento—. No permitiré que le cargues culpas que no le corresponden. Él es un alma pura, mi pequeño ángel... —Ya ante mí, secó mis lágrimas con el índice, revisó mi herida y, después, me contempló seria—. Por eso mismo se acabó, Marc. Esta noche será la última vez que nos acompañes. Luego, te irás a Lérida con Pau y los niños. Bernat y yo seguiremos nuestro camino.
—No... No puede acabarse así —sollocé—. No supe controlarme, pero aprenderé. Lo intento, Melisa, sabes que intento ser mejor...
—Eres el mejor, no lo dudes, pero ese hombre te arrastrará al infierno. Es inevitable.
—¿Qué hay de tus palabras de ayer? Dijiste que no estaba enfermo...
—Sigues sin entender nada, Marc. No se trata de que él sea un hombre...
—Si no lo entiendo —la interrumpí—, ¡explícamelo! No podéis reprocharme el no saber lo que os negáis a contarme.
—¡Él está endemoniado, Marc! ¿Es que no te das cuenta? —Necesitó recomponerse antes de proseguir—. Marc, no puedes cambiar lo que es, y, si quieres que yo viva, has de entender que...
Antes de que terminara de hablar, Pau la sostuvo de la muñeca y la arrimó contra su cuerpo.
—Si se lo dices, no habrá marcha atrás —la advirtió.
Ella lo besó despacio, no como a Bernat o Samanta, sino con un sentimiento real. Fue el beso de dos amantes que se anhelaban en secreto, mancillado por la tristeza que precede a una despedida inefable.
—Él siempre lo supo, Pau, pero no quería aceptarlo. —Volvió hacia mí y me tomó de las manos—. Iniciaré una nueva vida. En ella, aquellos a los que amo no tienen cabida.
Nota de autora:
Tenía muchas ganas de mostrar la perspectiva de Bernat en presencia de Marc. ¿Qué os ha parecido?
Hoy os quiero pedir un favor: la mayoría de canciones de la lista de reproducción que tenía para esta historia han pasado a la versión Premium de Amazon, por lo que las he perdido XD. ¿Me podéis recomendar grupos o canciones para rehacer la lista? La de este capítulo la eligió mi pareja y va sobre un licántropo.
Muchas gracias, os mando un fuerte abrazo <3
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro