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20. Cara a cara


Tardé en recomponerme. El sabor de una posible venganza me sirvió de ayuda. Supongo que necesitaba saber que podía devolver el mismo daño que Bernat me había hecho a mí. No era más que la inquina de un ser despechado, soy consciente de ello, pero en aquel instante no fui dueño de mí, sino del dolor. En cualquier caso, todo lo que estaba sufriendo debía de ser, a la fuerza, un castigo divino, y destruir a un demonio podría acercarme al perdón de Dios.

No me tomé la molestia de vestirme. Escribí aquella nota y, tras guardarla en el cajón del escritorio, me tumbé en la cama, dolido, frustrado, cavilando para mis adentros en si hacía o no lo correcto y reviviendo el dolor y la vergüenza. Enseguida comprendí que mis actos eran precipitados. Quizá fuera el sentirme humillado ante Pau, el orgasmo fallido o el pensar que había estado a punto de morir, todo eso aunado a lo de Melisa.

Debí reaccionar de otra forma, porque mi hermana no se tomó la molestia de llamar a la puerta y se encontró de lleno con aquel lamentable espectáculo.

—¿Qué significa esto? —preguntó.

Sus ojos bailaron entre el desorden, tan impropio de mí, contempló mi desnudez y su nariz se arrugó al presenciar el aroma a sexo, que aún impregnaba el ambiente.

—Significa que tú ganas —sollocé—. No te tendrás que preocupar por mí nunca más.

Mi voz sonó rota. Me hice un ovillo y farfullé algo, quería que ardiera el mundo. Me sentía traicionado por todos.

Para mi sorpresa, Melisa se apiadó de mí. Se sentó en la cama y posó sus finos dedos en mi espalda. A la luz de las velas estaba preciosa, como siempre, aunque su rostro parecía cansado y sus ojos y labios rosados delataban que había estado llorando.

—Es la mejor decisión, Marc.

Se puso en pie y empezó a recoger mi ropa, la cual se hallaba desperdigada por el cuarto. Cuando llegó al chaleco, la nota que le escribí cayó al suelo. La recogió y comenzó a leerla. No se lo impedí, ¿para qué? No había nada que no supiera entre aquellas letras y, al fin y al cabo, era suya.

Cuando terminó de leer, las lágrimas se agolpaban en sus ojos. Yo permanecí sobre la cama, desnudo y abrazado a mí mismo. No dije nada, no me importaba. Podrían haberme apuñalado sin que opusiera resistencia. Cuando recuperó la compostura, se tumbó frente a mí y acarició mi mejilla.

—¿Bernat te ha hecho daño? —preguntó.

No, no me había hecho daño. Fue cortés y se preocupó por mi bienestar, sin embargo, la conversación que mantuvo con el cochero dejaba claro que yo no significaba nada para él. Estuvo a punto de matarme, o eso supuse.

—Odio no saber. No puedo resistirme, él es...

—Una droga —terminó Melisa—. Una vez lo pruebas, no hay marcha atrás. Lo destruye todo.

Temblaba. No entendí qué quería decir con ello.

—¿Ya no crees que esté enfermo?

—Sí, lo estás, aunque es mi culpa, por eso me enoja. No puedo ni mirarte, Marc. Lo malinterpretas todo... ¿Te imaginas lo que significa para mí, saber que mi corazón late gracias a tus sacrificios? Y lo peor es que aun así deseo vivir. No te di opción, si no hubiera estado enferma, o si hubiera muerto, serías normal. Te ayudaré a curarte, pero...

—No es una enfermedad —me defendí, aunque yo mismo dudaba de ello—. Lo amo.

—Si no fuera una enfermedad, estarías feliz, pero sufres: es una enfermedad.

Aquel argumento fue irrebatible. ¿Cómo negar mi dolor cuando Melisa tenía la evidencia ante sí? Yo no tenía experiencia en eso de enamorarme. Había follado con hombres y mujeres, sí, sin embargo, siempre fue una mera transacción. De hecho, en alguna ocasión llegué a creer que carecía de la capacidad de intimar. ¿Qué sabía yo de si mi sufrimiento era un castigo, consecuencia de una enfermedad mental?

—Tú también sufres —fue lo único que atiné a contestar.

Se tumbó a mi lado, coloqué la cabeza en su pecho y ella comenzó a jugar con mis cabellos. Sus dedos estaban cálidos.

—Yo estoy enferma y siempre lo estaré. El infierno o el cielo me dan igual, porque me niego a ir a ninguno de los dos. Sin embargo, no es justo que te condenes eternamente por mi culpa. Tú eres una buena persona y, ahora...

—¿Ahora iré al infierno?

—No lo consentiré, por eso es necesario que te cures y te alejes de mí... para siempre.

Besó las lágrimas que caían por mis mejillas. No supe cómo sentirme, incluso llegué a creer que ella jugaba conmigo. Unas veces se volvía fría; otras, se mostraba cálida, y no me explicaba nada de lo sucedía en su mente.

—¿Para siempre? No lo dije en serio, Melisa, no quiero...

—No te abandonaré nunca, Marc —me interrumpió—, pero en cuanto Bernat me dé la cura definitiva, no volveremos a vernos. Quizá podamos escribirnos... —Dobló sus piernas hacia su estómago, como si le doliera el vientre, y el aire sibiló entre sus labios.

—¿Te encuentras bien? —Preocupado, esperé a que asintiera antes de proseguir con mis inquietudes—. No lo entiendo, si me curo no tendrás de qué...

—En especial si te curas, Marc. Algún día te lo contaré todo, pero necesito que confíes en mí. Sé que soy dura, te prometo que es por tu bien. Deja que te devuelva lo que has hecho por mí sin hacer preguntas.

Acepté la derrota cubriendo mi rostro con la almohada.

—Quiero mi reloj.

—Ahora debes vestirte. —Se levantó y se acicaló frente al espejo, limpió las lágrimas de su rostro y se dirigió a la puerta con porte elegante, aunque cansado—. Partiremos en breve. Mi prometido está a punto de llegar y quiere conocer a mi primo, el hombre que me llevará hasta el altar.

No encontré el reloj, lo que me produjo cierto nerviosismo. Era tarde y tenía que salir ya, pues habíamos pospuesto bastante la marcha e imaginé que se estarían impacientando. No era algo que me importara, pero tras la visita de mi hermana, por duras que fueran sus palabras, vislumbré una pequeña luz de esperanza. Ella aún me quería. Podía recuperarla, tan solo debía evitar los enfrentamientos y acatar sus peticiones, eso me daría tiempo.

Sin embargo, no quería irme sin el reloj.

Busqué debajo de la cama, bajo el escritorio, bajo las sillas. Recogí todo lo mejor que pude y no dejé ninguna esquina sin mirar. Revisé, también, en cada una de mis pertenencias, en los bolsillos. Nada, no apareció. Finalmente, tuve que hacerme a la idea. Quizá Bernat me lo hubiera robado, aunque no entendía la necesidad de ello.

Antes de salir, repasé la nota que había escrito para Robert y que me aguardaba en el cajón del secreter. No daba gran información, ¿cómo iba a decirle adónde íbamos si no lo sabía? La arrugué y me propuse deshacerme de ella. Al fin y al cabo, ya más tranquilo, comprendí que estaba sacando conclusiones precipitadas y quizá yo había malinterpretado las cosas. Después de todo, pensaba apartarme de Bernat, de sus besos, de sus ojos, de su piel fría pero cálida... No necesitaba meterle en problemas, no hasta que salvara a Melisa.

Cuando iba a quemar la misiva, recordé que Robert había dicho que iría a por mi hermana si no colaboraba con él. Dudé, soplé la llama y la oculté en el bolsillo. Tras meditarlo y sobreponer el bienestar de Melisa, decidí que lo correcto sería guardar una comunicación con el putero, pese a que al final no le ayudara a derrocar a Bernat. En algún sitio leí que la mejor forma de controlar a los enemigos es manteniéndolos cerca y justo eso era lo que pretendía.

No sé cuánto rato tardé en abandonar la estancia, supongo que más de lo esperado, porque al salir me encontré de bruces con Zeimos y Siset. El mayor llevaba el antebrazo vendado, con una amplia mancha parda en él, y esquivaba mi mirada. Fue Siset quien me tendió la mano.

A mitad de las escaleras me detuve en seco, necesitaba saber qué le había sucedido.

—¿Ha sido Bernat? —le pregunté, señalando su herida.

El niño apretó los labios para después encogerse de hombros. Supongo que, con intención de apresurarme, Siset tiró de las mangas de mi camisa. No iban a darme una respuesta, pero supe que aquello formaba parte del puzle, que era importante.

—¿Os están haciendo daño? —insistí—. ¿Por qué vais con ellos? ¿Por qué dejáis que os utilicen?

Ambos amigos se miraron entre sí y cavilaron algo durante unos segundos.

Finalmente, Zeimos negó con la cabeza y Siset volvió a apresurarme. No obstante, no se detuvieron en el exterior ni me llevaron al salón, sino que señalaron las escaleras que descendían al despacho de Bernat. Las voces de mi hermana llegaban a gritos desde ahí.

Avancé solo ante el baile de las llamas que alumbraban la pared.

¡No sirve! —exclamaba Melisa al otro lado de la puerta.

Entra en razón, Mel. No podemos abusar, lo que te pasa es normal... —la calmaba Pau.

¡Duele! El nuevo método no sirve, y es repugnante.

El bastardito debe de estar a punto de llegar y tenemos que partir. No podemos perder tiempo con esto —les recordaba Bernat.

Después se escuchaba un suspiro y mi hermana hablaba de nuevo, esta vez derrotada.

Duele mucho. No quiero viajar así... Estoy cansada...

Seguramente sea la primera y la última vez que pases por esto —decía el cochero—. Sé que duele, pero la vida no se puede curar.

No es justo. Mi hermano sufre, yo sufro, vosotros... No sé ni siquiera si sois capaces de sentir algo. He colaborado en todo.

Te dije que no era necesario que te casaras con Eloy, no puedes tomar decisiones por...

¿Por qué, Pau? —lo retaba ella—. ¿Acaso no deseas que me case?

No sabía si entrar o no. Por un lado, me sentía incómodo, espiar no era lo correcto, pero ellos no me contaban nada, siempre me mantenían al margen y ahora comprendía que estaba próximo a descubrir algo.

Se habían quedado en silencio, probablemente, uno incómodo, pues al final fue Bernat quien lo rompió con un carraspeo.

Lo del matrimonio es una gran oportunidad para todos —sentenciaba—. Pero estás siendo injusta, ¿no ves que Pau te está protegiendo? Y a Marc eres tú la primera que le hace daño.

¡Lo estoy protegiendo, malnacido!

¿Cómo? ¿Abandonándolo?

No tienes derecho a hablarme así. Yo lo conozco mejor que nadie. Ahora sufre, sí, pero si dejas de inmiscuirte, solo será un tiempo, hasta que se acostumbre a no depender de mí, luego estará bien, necesita...

¿Desintoxicarse de ti? Parece que estés hablando de abstinencia, pero mírate, das pena.

Puse mi mano sobre el picaporte, no me gustó que Bernat le replicara así a Melisa. De nuevo se habían quedado en silencio y esta vez supe que era yo quien debía romperlo.

Abrí. Melisa permanecía sentada en una silla; Pau, arrodillado ante ella, la sostenía de las manos, mientras que Bernat aguardaba en pie, como si estuviera pegado a una escena que no le correspondía. Tenía una herida abierta en la muñeca, impregnada de una sustancia negruzca.

—Dame mi medicina y estaré bien —reclamaba ella—. La de verdad.

—No estás enferma, solo eres una mujer sana —le recordaba Pau.

—¡He dicho que me deis mi medicina! ¡Me lo debéis!

Su rostro parecía el de una persona poseída por el mismísimo ángel del averno. Sus ojeras se marcaban en profundidad, temblaba y su voz sonaba desesperada. Se puso en pie y se abalanzó sobre Bernat, robándole un beso agresivo al que su víctima no logró oponer resistencia. Él trastabilló hacia atrás por la inesperada ofensiva, aun así, recuperó el equilibrio y la sujetó de la cintura con firmeza. Entretanto, ella bebió de su aliento, gimiendo en su boca, envuelta en una necesidad enfermiza que me produjo una arcada. Ni siquiera yo, momentos antes, había bebido de él con tanto ímpetu.

No supe cómo reaccionar. El único que reparó en mi presencia fue Pau.

—No mires —me dijo.

Respiró hondo y se dirigió hacia ellos, sumidos como estaban en la lujuria de aquel beso. Abrazó a Melisa desde atrás, colocó su cabello a un lado, desnudando su cuello, y susurró algo a su oído. No alcancé a escuchar sus palabras, pero sin duda surtieron efecto. Melisa rompió el beso y ladeó su rostro hasta dar con el del cochero.

—¿Esto es lo que voy a ser ahora? —sollozó—. Quédate conmigo. —Terminó de girarse y se abrazó a él.

Pau no respondió con palabras, sí con los brazos que otorgaban consuelo. Podría haberme angustiado, pero en esa ocasión sentí que estaba ante una respuesta. Me masajeé las sienes e intenté pensar, unir piezas. Me acerqué a ellos.

—Marc, ¿desde cuándo estás aquí? —preguntó Bernat con sorpresa.

Melisa se apartó del cochero con un respingo. Yo la ignoré, me acerqué a Bernat y acaricié sus labios.

—Mi hermana tiene razón, eres una droga —susurré. No se lo decía realmente a él, sino que reflexionaba en voz alta. Bernat quiso pronunciar algo, yo le cubrí la boca y le rogué silencio.

Lo tomé de la mano y analicé la herida. Ya no me quedaban dudas, aquel líquido era sangre coagulada.

—¿Esto es lo que nos das?

Las veces que bebí de él, sentí el sabor especial en su boca, un sabor que ahora sabía que correspondía a la sangre. Para estar seguro, removí su herida, empujé la piel a los costados. Ya estaba casi curada, pero logré que saliera una pequeña gota escarlata que al tercer contacto con el aire se tornó negra, confirmando mis sospechas.

Bernat no contestó; vi la afirmación en sus ojos.

—¿Cómo se os ocurre darle esta cosa así?

—Estábamos buscando otro método más controlable, por ti.

No esperé aquella respuesta, creo que abrí mucho los ojos antes de reaccionar.

—¿Y no se os ha ocurrido mezclarlo con coñac?

Bernat y Pau compartieron una mirada estúpida. Sigo sin entender cómo no pensaron en buscar algo que evitara el proceso de coagulación instantánea.

Ambos socios empezaron a carcajearse; Melisa, en cambio, se mostraba confusa. Había recuperado su color y tenía un aspecto más jovial, aunque seguía cansada.

—Ya deben de haber llegado —dijo.

—Id subiendo —comentó Bernat—. Marc y yo tenemos una conversación pendiente.

—No voy a dejarte a solas con él —lo increpó mi hermana.

Fui hacia ella y, mirándola a los ojos, le prometí que no pasaría nada entre él y yo, que iba a curarme, y más ahora que comprendía que mis sentimientos eran producto de una droga. En el fondo sabía que no era así, pues empezaron a germinar antes de que lo probara.

Melisa aceptó, no muy convencida, y salieron del despacho, Pau tomándola con cariño de la cintura y ella volteando la cabeza hacia atrás un par de veces.

Esperé a que Bernat me dijera algo, sin embargo, me dio la espalda, fue al mueble bar y se llenó un vaso de coñac. Luego, tomó el abrecartas y se rajó la muñeca contraria a la herida. Tras verter algunas gotas de sangre sobre el líquido dorado, agitó la bebida y las pequeñas partículas se diluyeron, tiñendo el coñac de un tono ambarino oscuro. A la vez, la sangre que no había derramado ennegreció ante mis ojos.

—Podría funcionar —murmuró para sí. Se humedeció los labios con el licor, no mucho, y me ofreció el resto. Negué—. Esto solo es una parte, pero debería bastar. —Llenó otro vaso, esta vez sin guarnición, y me lo puso en las manos—. ¿No quieres sentarte?

Tragué saliva. Había algo diferente en él, como si hubiera alzado un muro cordial entre ambos. Contemplé sus movimientos altivos, la forma en que el cabello se deslizaba sobre sus hombros y cómo esquivaba mirarme a los ojos. Decidí centrarme en la bebida y en los círculos que se formaban en ella cuando la agitaba.

—¿Qué me querías comentar? Si mal no recuerdo, tenemos prisa. —En lugar de contestarme, empezó a soplar sobre las velas, sumiéndonos en la oscuridad—. ¿A qué juegas?

Quizá no fuera racional, ya había estado a solas con él y conocido su lado humano, pero tuve miedo. Lo suficiente para dejar la copa y tomar la decisión de irme.

—¿Te despedirás de Robert antes de marchar? —me preguntó entonces.

Yo ya había llegado a la puerta y me encontraba con una mano en el picaporte. Al oírlo me quedé congelado. Respiré hondo y apoyé la frente sobre la madera.

—Te avisé y no me creíste. Me prometiste que nunca tendría que preocuparme de él...

Se me cortó la voz cuando sentí su aliento en mi nuca.

—¿Cuántas veces?

—Cuatro —contesté sin pensar. Estaba temblando, era algo superior a mí. No podía mentirle, no sabía reaccionar, el cuerpo no me respondía. Me sentí como una presa indefensa.

—¿No se te ocurrió insistir o intentar hablar conmigo de nuevo? —La oscuridad se volvió más oscura, más fría. Sentí la caricia de sus dientes recorriendo mi cuello, trepando por mi mandíbula y mordiendo con suavidad el lóbulo de mi oreja—. ¿Qué es lo que quieres de mí, Marc?

Aquella pregunta me removió. No por ello rompió el terror que me estaba produciendo, pero sí despertó mi terquedad y el rencor que provocaban sus silencios.

—¿Cómo te atreves a preguntarme eso? Tú, que jamás has sido capaz de contestarme. —Apreté los labios y presioné aún más fuerte mi frente contra la puerta—. Eres tú quien ha estado jugando conmigo desde el principio. —Cerré los ojos, rezando al Señor para que me ayudara a salir ileso, porque por muy aterrado que estuviera, necesitaba encararme a él. Inhalé y me giré—. Dímelo, Bernat, ¿qué quieres de mí? ¿Quieres que te ame? ¿Que te odie? ¿Que te tema?

Me abrazó.

—Quiero que confíes en mí.

No respondí a su abrazo, aunque sería un hipócrita si no confesara lo mucho que me alivió su contacto. Fue como salir al exterior tras haber pasado días en una cueva: el aire volvió a circular, mi corazón dejó de dolerme en el pecho y sufrí un leve mareo debido a la relajación instantánea.

—¿Cómo? —Se me quebró la voz—. ¿Cómo puedo confiar en alguien que se niega a contarme la verdad? No tienes derecho a reprocharme nada.

—No lo tengo —concedió, tentándome con sus labios.

Hipnotizado, los busqué. Luego recordé la promesa a Melisa y que no era yo quien los buscaba, sino la adicción.

—¿Ibas a matarme?

—No lo sé —confesó, y me pareció sincero—. No siempre puedo controlar al demonio.

Vivir con lo que fuera que llevaba dentro debía de ser horrible, sentir esa hambre y permanecer en lucha constante. La novia de Corinto amaba con sinceridad, aunque sus amantes terminaran muertos al alba. Recordé sus desplantes anteriores y comprendí que había huido de sí mismo, no de mí. Sus brazos seguían a mi alrededor y su boca, maldita tentación, apenas rozando la mía.

—¿Por qué es tan importante esa fábrica?

—Funciona gracias a Pau y a mí. Se viene una guerra y solo los más fuertes sobrevivirán a ella. El Molino es una vieja confiable. Además, nos corresponde por derecho.

—¿Otra guerra? —pregunté.

—Sí, estallará en cualquier momento. Las guerras siempre conllevan muerte y pobreza, así que es crucial tener las arcas llenas. Podría ser en días o en años.

—Entonces, todo lo del molino, que mi hermana se case con tu hermano, esa obsesión, ¿no es más que avaricia?

—Previsión, Marc. ¿No te parece suficiente? Tú deberías hacer lo mismo. —Tomó mi mano y me acompañó hacia la silla. Después encendió un candelabro de siete brazos. Ya con algo de luz, se acuclilló ante mí y entrelazó mis dedos con los suyos—. Ahora dime, ¿qué quería Robert?

¿Debía contarle toda la verdad? No me sentía capacitado para mentir, no obstante, ocultar la verdad me aseguraba cierta protección. Bernat llevaba algo dentro, y ese algo era malvado y lo convertía en alguien peligroso. Confiar en él no era tarea fácil, menos cuando aún me duraba parte del susto. Sin embargo, él también era refugio, calmaba mis miedos y me hacía sentir amado, aunque no me amara.

—Quiere matarte, creo —confesé—. Él me contó tu secreto de la misma manera que a él se lo contó tu padre, en Montserrat.

Se le marcaron las arruguillas de expresión, tanto entre las cejas como en la frente, y me contempló a través de la oscuridad. Retrocedió.

—¿Habló con mi padre? —preguntó sorprendido. Asentí—. ¿Qué más te dijo?

—Que te alimentas de niños.

La imagen de Zeimos herido aún permanecía en mi mente. Me imaginé a Bernat sobre el pobre crío, hincándole los dientes y bebiendo de él hasta dejarlo desfallecido. Mis músculos se tensaron, se me volvió a acelerar el corazón.

—Los niños están a salvo. —En esta ocasión, sonó molesto—. ¿Necesitas que te explique lo que sufrían junto a Robert?

No. No lo necesitaba, sabía que el putero era el culpable del silencio de los muchachos, vi el terror que le tenían y cómo me aceptaron al ver que compartía ese miedo con ellos. No sé qué les haría Bernat, pero no podía ser peor. Negué con la cabeza y miré hacia abajo.

—¿Tienes que contarme algo más? —indagó.

Me vestí de valor. Alcé el rostro, lo contemplé sin parpadear, y no recuerdo qué color vi primero, porque ya en él estaban los dos, el gris y el violeta, que se enredaban como en una espiral. Bernat y el demonio formaban parte del mismo ser, dijera lo que dijese, y yo no sabía a cuál de los dos amaba.

—Si vuelves a jugar conmigo o con mi hermana, si vuelvo a sentir miedo de ti, si te contemplo como una amenaza, entonces, te aseguro que encontraré la forma de matarte —le dije.

Él sonrió.

—No esperaba menos de ti.

Se inclinó y me besó. ¿Cómo negarme? Tuve la necesidad de corresponder, sin dejar de mirarlo, analizando cómo el violeta y el gris bailaban entre ellos y predominaban según la intensidad de nuestro encuentro. Luego visualicé a Melisa, recordándome que era una enfermedad y que, si le ponía freno, aún podría salvarme de las llamas del averno.

Me separé despacio.

—Nos esperan —le recordé. 

Nota de autora:

¿Qué creéis que le ha pasado a Zeimos?

¿Y qué se traen entre manos Pau y Melisa? 

Va siendo hora de dejar Capellades atrás y volver al camino, aunque parece que una pequeña parte del trayecto la harán acompañados. 

Quiero dedicar este capítulo a AnabellyGE127, por betear la historia a través de la Editorial Historias y por la crítica tan completa que elaboró. ¡Muchas gracias!


Ahora sí, si me permitís, quiero dedicar un ratito al SPAM: sakurasumereiro y yo escribimos una novela juntas, un BL de ficción histórica con un toque de fantasía y mucho drama. La hemos estado corrigiendo para los Wattys y hemos añadido dos escenas nuevas (una en "Una vida que se va" y la otra en el último capítulo). La tenemos puesta en la cuenta colaborativa de ElCafedelNogal y se titula "Sueños de Rebelión". Os dejo la portada (que me tiene enamorada) por si os pica la curiosidad.


Muchas gracias a todas las que seguís aquí. ¡Un abrazo enorme!

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