12. Alboradas traicioneras
Un gallo perezoso cantó a plena voz, y a aquella alborada le siguió un ladrido que despertó otro, y otro, y otro... Al cabo de un momento, una orquesta cánida se extendió por todas las masías de en derredor. El jaleo no me distrajo: casi no podía ni respirar y me esmeraba en aguantar el porte con estoicidad mientras Robert me acorralaba contra la berlina y respiraba a mi oído.
—Eres un mal chico —dijo. Apretó mis nalgas y echó su aliento en mi nuca—. Ni se te ocurra pensar que puedes huir de mí. Me hiciste una promesa. Me perteneces.
Respiré hondo y apreté los puños hasta dejarme marcas en las palmas. Sin que se lo esperara, le di un cabezazo en la nariz con todas mis fuerzas.
—¡No me tocarás! —repliqué envalentonado—. ¡Me das asco!
Robert era el monstruo de mis pesadillas, cierto. No podía ver sus manos y no recordarlas marcando mi cuerpo. Sin embargo, verlo desubicado e intentando sujetar la sangre que brotaba a borbotones de su nariz me resultó excitante.
—¿Piensas que yo soy el malo, niño? —gruñó resignado—. Si no fuera por mí, ese malnacido no te estaría ayudando.
Quería mostrarse amenazador, pero el rostro magullado le restaba credibilidad. Deseé golpearlo de nuevo, darle una patada y devolverle todo el daño causado hasta que su cuerpo se fundiera con el suelo arenoso del establo en el que estábamos. Quería destruirlo.
Avancé despacio, fuera de mí. Le arrebaté el bastón y lo elevé al aire con el único fin de estrellarlo contra su nuca.
—¡Bernat no vendrá a protegerte! —gritó—. Es un demonio, un asesino. ¿Eso es lo que quieres para tu dulce hermanita? La estás arrojando a las llamas del infierno.
Me hubiera gustado dudar de su palabrería, pero esa misma palabrería no hacía más que dar voz a los pensamientos que yo mismo había tenido.
—Mientes —murmuré entre dientes—. Él nos ayudará y, si te acercas, terminará contigo.
El muy maldito se rio tan fuerte que hasta los perros callaron y tan solo se escuchó el soplido del viento matutino.
—Así que te folla... Interesante. —Recogió su sombrero del suelo y me arrebató el bastón de un gesto seco—. He conocido a su padre, ¿sabes? Me ha contado cosas que te harían cambiar de opinión. ¿Te imaginabas que nuestro hombre longevo, en realidad, es un demonio que se alimenta de humanos facilones como tú?
—No te creo.
—¿No? ¿Cuándo le viste comer por última vez? ¿O bajo el sol? ¿No te interesa saber para qué quiere a los críos? —Tenía la nariz reventada, aun así, se las ingenió para sonreír de oreja a oreja mientras sus dientes amarillentos dibujaban hilaturas carmesíes. Yo medité sobre sus palabras, aunque no quería, solo deseaba perderlo de vista... No obstante, esas dudas resonaron en mí, porque sabía que Bernat no era humano.
Robert aprovechó mi desconcierto: a traición, me golpeó en el costado con su vara. Grité, por acto reflejo me llevé las manos a la zona impactada, lo que le dio ocasión de volver a atacar.
—Querido, antes de confiar a ciegas en él, deberías preguntarte para qué quiere a una joven moribunda. —Me atizó de nuevo y caí al suelo, dolorido e incapaz de defenderme. Para su sorpresa, me puse a reír histéricamente—. ¿Qué es tan gracioso? —Se agachó a mi lado, me agarró del pelo y me obligó a mirarlo a la cara—. Has hecho un trato con el demonio y no está aquí para ayudarte.
—Eres patético —maldije—. ¿Y qué si es un demonio come-niños o lo que sea? Eso no lo haría peor que tú.
Me contempló durante unos instantes. A lo poco, los primeros campesinos salieron de sus hogares, ya fuera por las voces, por los ladridos o porque había llegado la hora de iniciar su día.
Robert me ofreció su mano, mas yo la escupí y me levanté por mi propio pie. —Quizá prefieras hablar de forma más amistosa cuando veas por ti mismo quién es y lo que hace.
—Vete de una puta vez, no tengo nada que hablar contigo. Si Bernat te ve por aquí, te matará.
Entonces, con el índice señaló al astro rey.
—Ahora mismo no podría hacerme nada aunque quisiera. Pero no te preocupes, estoy dispuesto a renegociar los términos de nuestro acuerdo: si me lo entregas, seré magnánimo contigo... A él, en cambio, pienso destruirlo. —Se limpió el rostro con un pañuelo y me dio la espalda—. Ve a dormir, seguro que has viajado durante toda la noche, ¿me equivoco? Nos veremos en la fiesta. Para entonces, espero que estés dispuesto a dialogar o tendré que tomar «otras medidas».
La fonda había amanecido con varios huéspedes sentados a una gran mesa en la que comían judías con carne a la brasa. Ignoré el comedor y atravesé los pasillos tapizados, agitando las llamas de las lámparas a mi paso. Cuando al fin llegué al despacho, aporreé la puerta una y otra vez.
Nadie me abrió.
—¡Bernat! —insistí. El encuentro con Robert había sido más que tenso. Lo aguanté, sí, pero ahora, la soledad amenazaba con hacerme pagar el precio del miedo, de la impotencia, el pánico a revivir lo que sufrí con él, lo que me esperaba si, finalmente, ese maldito se salía con la suya—. Bernat... —maldije una última vez.
Me dejé caer al suelo y volví a sentirme pequeño, diminuto, insignificante...
De forma autómata, comencé a darle cuerda a mi reloj con tal de calmar mis nervios. Entonces, la puerta se abrió apenas unos centímetros.
—¿Qué sucede? —preguntó Bernat, con voz grave—. Vas a despertar a los muertos.
Me puse en pie rápido y llevé mis manos a la espalda.
—¿Puedo pasar?
—Deberías estar durmiendo.
—¿Puedo pasar?
—Marc, ve a descansar. Hablaremos esta tarde.
Quiso cerrar la puerta, pero la sujeté para que no lo hiciera.
—¿Puedo pasar? —pregunté una vez más.
Agotado, se apartó y me dio paso, cerrando de inmediato con varios pestillos. Aquello me alarmó un poco, no me agradaba sentirme preso, sin escapatoria, y dudé de si había hecho bien en ir a buscarlo. Maldita fuera, me seguía aterrando, seguía sin confiar en él. El dulce veneno de la madrugada se había desvanecido y, ahora, las dudas florecían de nuevo.
—Es Robert... —empecé a decir. Él enarcó sus ojos, ahora grises. No vi ni el más ínfimo rastro de lo que fuera que habitaba en él. Tan solo, su mirada curiosa y penetrante. Me quedé sin palabras, porque descubrí que lo que más me aterraba de él no era su esencia sobrenatural, sino su humanidad.
—¿Pesadillas? —preguntó condescendiente. Asentí. Parecía que fuera lo que deseaba escuchar. Dio un paso al frente y extendió sus brazos, pero frenó a la espera de mi reacción, así que fui yo quien se acomodó entre ellos—. No has de temer, no volverás a verlo...
Mi corazón retumbaba contra su pecho y su respiración lo hacía contra mi hombro. Levanté el rostro, despacio, hasta casi rozar sus labios. ¿Cómo podía temerlo y desearlo a la vez? Negué con la cabeza.
—Mientes. No hay nada que puedas hacer para que deje de verlo. Él está en todas partes, incluso aquí... Él...
—¿A qué juegas, Marc? —me interrumpió. Desconcertado, di un paso atrás—. Ahora vienes a buscarme porque tienes pesadillas; antes, ¿para que cuidara de Melisa? ¿Qué te has creído que soy?
La única vez que lo había visto alterado, fue en la masía de Montserrat, antes de salvar a Melisa, pero esta vez era diferente, parecía herido. Ni siquiera se planteó que lo que quería decirle era real, que Robert estaba ahí y que planeaba algo contra él. «Un demonio», me dijo que era.
—Un demonio —confesé yo.
—En ese caso, no juegues conmigo. Los demonios son impredecibles.
Me volví a acercar, solo yo, sin segundas intenciones, sin buscar nada de él, ni siquiera protección. Lloré en su pecho, era cuanto necesitaba para liberar la tensión.
—¡Abrázame, maldito!
Así lo hizo, me rodeó en un gesto protector e inocente, y lloré más fuerte, lloré hasta que no quedaron en mí nada más que el cansancio que arrastraba, las horas sin dormir y la pesadez de los párpados.
Horas después, desperté en el pasillo, apoyado contra la puerta y con el reloj de bolsillo acomodado en mi mano. Sus agujas marcaban las tres y media del mediodía.
Me quedé obnubilado, observando cómo las manecillas del reloj se movían marcando el compás. Tic tac; tic tac, para muchos sería un sonido molesto, en cambio, para mí era relajante, porque cada movimiento me decía que el tiempo seguía en curso, que yo respiraba y que, en algún momento, todo cambiaría.
Cada segundo se restaba a la cuenta de mi condena.
—Buenos días, caballero —pronunció una voz cazallera. Alcé la vista y di con una mirada azul que se ocultaba tras unas lentes y unas cejas pobladas. Un tipo a medio camino entre la adultez y la vejez, se rizaba el bigote con el índice y el pulgar mientras me escudriñaba sin pudor alguno—. ¿Bernat Puigdomènech está ya despierto? —me preguntó.
Tardé unos segundos en responder. Carraspeé y me puse en pie con algo de torpeza.
—No estoy muy seguro... —Las antorchas del pasillo se habían apagado. Eso me distrajo, porque de pronto recordé la lámpara que tomé prestada de la masía de Montserrat y que ahora debía estar, rota, en el suelo del establo.
—¿No lo sabe? ¿Lleva mucho tiempo esperándolo? —me apuró. Me mostró una carpeta de piel y repiqueteó dos veces sobre ella—. He quedado con él para tratar unos asuntos importantes.
—¿Qué asuntos? —quise saber.
Observé la carpeta como si pudiera ver a través. No tardé en sospechar que, de alguna forma, aquellos asuntos podrían estar relacionados con mi hermana.
El hombre se apartó de mí.
—Eso es algo entre mi cliente y yo.
De pronto, la puerta se abrió. Tras ella apareció Pau acompañado de los dos niños. Ambos tenían cara de sueño y el cabello muy despeinado. También estaban ojerosos y Zeimos se sujetaba la muñeca a sí mismo, como si le doliera.
—¡Qué sorpresa, señor Ràfols! No le esperábamos tan pronto. —El cochero me miró de arriba abajo, deteniendo su vista en el cuello de mi camisa—. ¿Está usted bien, señorito Marc?
Asentí. Tardé tiempo en darme cuenta de que aquello que había llamado su atención eran gotas de sangre, consecuencias del entrenamiento con Robert.
—Me sangró la nariz —me excusé.
—Deberías asearte y cambiarte. —Se dirigió de nuevo a aquel hombre, quitándose la chistera en muestra de respeto. El otro hizo lo mismo con su sombrero de ala—. Puigdomènech aún descansa. Si mal no recuerdo, habían quedado a las siete.
—Adelantaron la presentación de Eloy Codina. Es esta noche, por lo que he arreglado el asunto de los papeles.
—Mierda —farfulló Pau. Se quedó unos segundos pensando. Finalmente, sugirió a los niños que vinieran conmigo e invitó al caballero a pasar—. Supongo que tendremos que ir adelantando entre nosotros dos, si le parece bien.
Antes de cerrar, dejándome afuera con dos críos mudos, heridos y traumatizados que me tenían manía, me dio una última orden.
—Despierta a tu hermana y dile a la señora Mercè que Bernat necesitará un par de corceles y un sastre. Esta noche iremos a una fiesta muy especial.
La losa que cubría su letargo se abrió antes de la hora esperada. Pau lo observaba desde lo alto, mirada penetrante y puro encendido. Se sentó en el respaldo, con las piernas colgando, y esperó a que fuera él quien rompiera el silencio.
—¿El abogado está aquí? —Perezoso, estiró los brazos y se enderezó, aún en el lecho.
—No, Berni, el abogado se fue hace más de una hora. Aunque trajo algo especial para ti. La documentación de Anna y esta sorpresa.
Bernat estiró la mano hasta alcanzar aquella invitación. Cuando vio la hora, se frotó los ojos.
—No llegaremos.
—Sí lo haremos. Los Aymerich ya están listos para salir, por suerte, el sastre tenía algo apropiado para ellos.
—¿Y tus críos?
—¿Ahora son míos? Qué oportuno, querido. —Pau dio una calada y sopló en el interior de la nube exhalada, convirtiéndola en un aro de humo—. Se quedarán con la vieja. Les vendrá bien estar alejados de ti. —Le echó una mirada reprobatoria, Bernat no recordaba cuándo fue la última vez que había logrado mosquear a su socio.
—Fuiste tú quien me pidió que no utilizara trucos, y eso intento... Pero ¿sabes lo difícil que es atar a la fiera con él? Evitar oler, saborear... Es demasiado...
—¿Tentador? Ahí está la gracia, pero los niños no tienen la culpa de que estés cachondo. Lo de ayer no se puede repetir nunca más. —Bajó a su lecho y se tumbó con pose de momia—. Me parece increíble que hayas podido montar esto en la fonda sin que la mestressa se haya enterado.
—Fue cosa de mi madre, cuando se comprometió con Codina pasamos una temporada aquí.
—Montserrat tiene un gusto exquisito. ¿Cuándo volveremos a verla? —Le guiño un ojo y se volvió a poner en pie, sobre el futón—. Cambiando de tema, ¿qué tal va nuestra pequeña apuesta?
—¿Pequeña? —Bernat suspiró y masajeó su sien. Luego, salió del sepulcro y empezó a vestirse con tranquilidad—. No lo sé. ¿No podría... ?
—Nada de trucos, Berni. Pero por cómo lo has tratado en las últimas horas, todo apunta a que seré un gran empresario. —Se sacudió el sombrero, que allí dentro estaba cogiendo polvo, y se lo colocó de forma que le cubriera parte del rostro—. Me apetece mucho, ¿imaginas el revuelo que habría con un burgués como yo?
—Te ahorcarían —replicó Bernat.
—Pequeñeces, valdrá la pena. —De pronto, su gesto se tornó serio, como si acabara de recordar algo—. El sufrimiento que le causas a tu bombón repercute sobre Melisa, y eso no es divertido.
—¿Melisa? ¿Qué tiene qué ver ella en esto? ¿Vuelve a estar mal? —preguntó con cierta molestia que no fue capaz de disimular.
La sonrisa de Pau se estiró al máximo, como si acabara de contarle un gran chiste.
—¿Cómo va a estar mal si ayer te dejó seco? Al contrario, hoy ha estado radiante. ¿Sabías que toca el piano? Ah, y se le dan bien los caballos. He hablado con ella y es mucho más comprensiva de lo que imaginas, así que más te vale tenerla contenta: la necesitamos. No vuelvas a agredir al rubito. —Dicho esto, Pau lo dejó a solas.
¿Agredir? La situación con Marc estaba terminando con su voluntad, pero estaba seguro de no haberlo dañado. Observó su ausencia en el espejo y fingió contemplarse a sí mismo. No había descansado bien y el demonio tenía hambre, otra vez.
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