3
Cuando llegamos a Galicia todo fue genial para el resto delmundo; para mí, un gran asco, como siempre.Me levanté entumecida y adormilada después de haberdormido tantas horas en el autobús.Lo primero que hicimos fue ir a comer. El Burger no quedaba lejos y los profesores estaban deseando, más que los alumnos,llevarse algo a la boca.
Me senté sola, por pura costumbre, en unamesa pegada a un rincón mientras los demás se sentaban en piña yjuntaban millones de mesas haciendo un ruido atroz.
—¿Por qué estás aquí sola, Sonia? —La voz de mi profesora mesobresaltó cuando me metía la hamburguesa en la boca.
Me atraganté por el susto y bebí de la botella de agua que mehabía pedido. Que alguien me dirigiera la palabra me resultaba bastante raro.
—Pues... —no sabía qué decir—, no me gusta estar rodeada detanto jaleo —mentí.
—Esto es una excursión, es para pasarlo bien. —Se dirigió a mioído y me susurró—: Para una vez que os dejamos hacer trastadas,puedes aprovechar.
—Gracias —sonreí por ser amable—, pero de verdad, yo no soy así.
Mentía muy bien. Parecía como si fuese una rata de bibliotecaque nunca hubiera roto un plato, aunque no siempre había sido así.En mi anterior instituto no era una diva, ni mucho menos, peromis amigos y yo habíamos bebido hasta las tantas de la madrugadaen zonas poco propicias para ello. No éramos unos descerebrados,todos sacábamos buenas notas y nadie tenía quejas de nosotros,pero nos gustaba pillar el punto y reírnos un rato.Aún tenía contacto con algunos de ellos. De vez en cuando nosllamábamos o nos mandábamos wasaps y algún correo electrónico.
También quedábamos si iba a ver a mi madre —cosa que no eramuy frecuente ya que no soportaba a su novio—, y poco más.Hacía mil años que no me divertía, que no salía, que no tenía unamigo, ni siquiera una conversación normal con nadie salvo con mipadre, y la mitad de lo que le contaba era mentira.Me resultaba raro tratar a los profesores fuera de clase y noquería ser descortés con Liona, la profe de Lengua, Latín y Griego,pero no deseaba mezclarme con el grupo de Mónica y las demáspara que me miraran como si tuviese la peste.
—¿Qué vamos a visitar ahora? —pregunté por cambiar de tema.
—Vamos a la Plaza Mayor, a ver un poco el pueblo y luego osdejaremos tiempo libre. No vamos a irnos a dormir muy tarde,mañana tendremos que madrugar para hacer el Camino.
Iba a contestarle que me parecía bien cuando uno de mis compañeros captó nuestra atención y la de todos los demás. Se estabaliando a voces con el encargado, que intentaba serenarlo sin éxito.Era Jordi, el idiota malcriado que encabezaba la lista de pijos dela clase después de Mónica. Según entendí, toda la bronca veníaporque había pedido que no pusieran mostaza en su hamburguesay alguien lo había olvidado.El responsable del Burger le pidió disculpas e incluso le ofrecióotra hamburguesa, pero Jordi decía que de él no se burlaba nadie yque las cosas tenían que hacerse bien a la primera.Los profesores lo calmaron sin poder creer que el encargado no hubiera sufrido ni un rasguño. Yo ya me había imaginado a Jordi pegándole.No sabía por qué estaba en nuestro instituto si, al igual queMónica, sus padres podían pagarle otro «mucho mejor», según suspropias palabras.
Al final, su castigo fue quedarse con los profesores en el ratolibre mientras los demás íbamos a divertirnos.Yo aproveché para leer un rato en una biblioteca que encontré.En aquel lugar nadie me conocía y no podrían susurrar a mi espalda «ahí está esa friki leyendo otro libro fantástico». Adoraba lafantasía, era irreal y me encantaba evadirme e imaginarme en esoslugares que no existían; allí donde no era un bicho raro.Estaba leyendo uno de vampiros: Despedida, el tercero de unasaga muy conocida, Medianoche. Estaba enganchada porque los protagonistas estaban dando rienda suelta a su amor y me fascinabapor todo lo que superaban para poder estar juntos. Esos amores noexistían en el mundo y, mucho menos, en el mío.
El hotel al que íbamos a dormir estaba retirado, era una especiede casa rústica. Los profesores pensaron que nos vendría muy bientener algún contacto con el medio ambiente rural de esos pueblosgallegos y, además, nuestro profesor de Educación Física era de lazona y conocía a la perfección aquel lugar.Me tocó compartir habitación con dos chicas más: Ángela yMarta. No nos llevábamos especialmente mal; me eran tan indiferentes como yo a ellas.
Estaba sacando las cosas de mi maleta cuando Ángela, desde sucama, captó mi atención.
—¡Eh, Sonia!
—¿Qué? —respondí sin mirarla. No entendía por qué me estaba hablando siquiera.
—¿Tienes que hacer eso ahora?
La miré de soslayo.
—¿Cuándo quieres que deshaga la maleta? Tengo que coger mipijama y está en el fondo.
—Sí, vale, pero... Verás, tenemos que hablar de algo privado.¿Podrías salir un rato? —me preguntó sonriendo como si yo fuesetonta y no estuviera viendo que me quería echar descaradamente.
—Que yo sepa, igual que yo puedo salir, también podéis hacerlovosotras. Y, dado que sois vosotras —enfaticé esa palabra— lasque tenéis que hablar, es lo más normal que seáis las que salgáis.
Sí, sonaba muy borde, y eso que me estaba conteniendo parano mandarlas a freír huevos de perdiz, porque lo que ella me pedíano era amable ni lógico, y menos a las doce y media de la nochecuando a la mañana siguiente nos teníamos que levantar a las seis.
—¡No me extraña que nadie te trague! —me soltó de mala manera, como si me estuviera perdonando la vida—. Es solo un pequeño favor, no vamos a tardar más de diez minutos y necesitamosintimidad. Se nota que no tienes una vida y por eso no te importaque te oigan hablar de tus cosas, si es que lo haces alguna vez, claro.
¡Me entraron ganas de estrangularla! ¿Y qué vida tenía ella? Lomás seguro era que fuese a contarle a Marta que le había puesto los cuernos a su novio con un tipo que había conocido hacía doshoras, en nuestro tiempo libre. El chico la acompañó hasta donde habíamos quedado todos mientras Ángela se despedía con unasonrisa de idiota en la cara. Su novio, Martín, de nuestra clase también, no había podido venir al viaje porque tenía gastroenteritis.¿Por qué no me habría inventado yo algo así? Ya sabía que eramala idea hacer este viaje...No quería problemas, sabía que se estaba pasando conmigomientras su compañera se reía tapándose la boca. Los profesoresya me tenían bastante fichada y si las culpaba de algo, les daríanautomáticamente la razón porque era yo la que «no tenía intenciónde integrarse».
Salí enfurecida, dejándome la maleta a medio deshacer; esperaba encontrarla donde la había dejado cuando volviese.Corrí a través de los pasillos iluminados por las tenues luces delas lámparas que colgaban a los laterales. No quería llorar, yo erainmune a eso y ellas no podían hacerme daño. Mi mente siemprese convencía de aquello cuando las cosas iban mal.El día había sido frío y salí afuera sin chaqueta ni nada de abrigo.
El bosque que rodeaba la casa rústica era tenebroso a esas horas dela noche, y la luna llena iluminaba algunas secciones de los árbolesprovocando destellos plateados que los convertían en decorado depelícula de terror. Estaba asustada, pero me daba igual, no iba aregresar hasta que no estuviese del todo calmada y pudiese mirarcon indiferencia a esas dos que tenía apalancadas en mi habitación.
Tropecé con una rama y caí al barro seco. Me hice daño enel muslo derecho, además de ponerme hecha una piltrafa. Bufé,malhumorada, por la suerte que estaba teniendo aquella basurade noche. ¿Por qué tenían que sucederme esas cosas a mí? ¿Noera ya bastante que los idiotas de mi clase pasaran de mí o mehicieran burla? ¡Encima me tenía que caer en un bosque gallegoy hacerme polvo!Vislumbré una pequeña cueva cuando me levanté. Había unclaro en el terreno y en uno de sus extremos estaba la entrada alagujero negro enclavado en la roca. En frente había una figura,no la distinguía bien desde donde estaba, pero sabía que no erauna persona.
Me acerqué, no tenía nada mejor que hacer. Comprobé que laestructura no era otra que un pozo de piedra. Estaba muy cercade la cueva y decidí resguardarme allí del frío. No me sentía confuerzas para regresar a la casita rústica aún.
—Pozo de los Deseos —leí en un cartelito mientras rodeaba laestructura circular.
Pude leerlo gracias a que la luz de la luna le daba de lleno, ya queparecía muy antiguo y la letra estaba desgastada.
Me metí en la cueva, que no era muy profunda, abrazada a micuerpo. ¡Qué frío y qué tonta era! No tenía por qué estar pasandoaquello. Si hubiese estado más serena, habría tomado las riendas dela situación de otra manera. Pero bueno, ya no podía hacer nada.Me acomodé como pude en el suelo de piedra. Algo me pinchóen la cintura y me metí la mano en el bolsillo. Era una moneda queno sabía que tenía ahí. La miré a través del brillo de la luna que mellegaba desde donde yo estaba escondida.
—Por tu culpa —dije—, por tu culpa estoy en esta situación.—Comencé a llorar, un poco desesperada, mientras me apretabacontra mis rodillas y agachaba la cabeza.
Era cierto, la culpa la tenía el dinero. Mi padre era genial, peroen ese sentido era muy orgulloso. Mis abuelos le habían echado encara que se había casado con mi madre por su fortuna así que élse había negado a aceptar nada y se había dedicado a trabajar en loque encontraba. Ese fue uno de los detonantes del divorcio.Mamá quería darle una pensión por mí, pero tampoco la aceptó.Aun así, ella la ingresaba en mi cuenta cada mes. Decía que, aunqueno lo gastase en las cosas de la casa y mi manutención, ahí lo tendría para cuando lo necesitase. Por eso mi padre aceptaba todo loque le reportaba algún beneficio; con la crisis las cosas estaban muymal y no había mucho trabajo. Actualmente era el encargado de laempresa de construcción del padre de Mónica. Y sí, el sector inmobiliario no estaba muy boyante y (sorpresa) Mónica no andaba malde pasta. ¿Cómo era posible? Muy fácil, su padre trapicheaba conmás cosas de las que aparentaba.
—¡Te odio! —le grité a la moneda—. Ojalá no manejaras elfuncionamiento del mundo, así podría haber ido a parar a algúnlugar cerca de mi antigua casa o incluso no haberme movido de allí.
Apreté la moneda contra mi mano mientras las lágrimas menublaban la vista. Grité de frustración, lancé con todas mis fuerzasel euro y seguí llorando con más ansias.Entonces, se escuchó un ruido y me quedé quieta. Algo se habíamovido ahí fuera y, sinceramente, me estaba dando mucho miedo.
Salí de la cueva temblando. Di unos cuantos pasos y miré al ladoderecho; nada, solo árboles siniestros erguidos sobre la tierra. Hicelo mismo hacia la izquierda, más de lo mismo.
—¡Eh!, ¿esto es tuyo? —dijo alguien a mi espalda.Solté un grito de puro terror mientras echaba a correr sin mirar atrás.
Me caí, como una idiota, por culpa de otra rama, pero esa vezme rasgué el pantalón por la rodilla. Quería levantarme deprisa yalejarme lo más rápido posible de quien estuviese allí.
—¡Eh, no corras! Este sitio no está preparado para eso —dijoun chico saliendo de las sombras, justo detrás de mí.
¿Cómo había llegado tan pronto hasta ahí si yo no había escuchado sus pasos? Estaba muerta de miedo.
—Por favor, por favor, no me hagas daño —supliqué con lasmanos unidas—. Me iré de aquí y no diré que te he visto.
El tipo permaneció en silencio unos interminables segundosmientras yo apretaba los párpados con fuerza, deseando que se fuera.
—Oye, que no soy un asesino —resopló, un tanto malhumorado.
Cuando levanté la vista hacia él, la luz de la luna me dejó ver quetenía una ceja levantada y me miraba incrédulo.Busqué el móvil en el bolsillo, porque no me fiaba en absolutode nadie y menos de un tío que andaba por ahí a esas horas de lanoche.¡Mierda! ¡No estaba! Se debía de haber caído con las prisas.
—¿Esto es tuyo? —volvió a preguntarme.
Yo pensaba que me iba a devolver el móvil, que de casualidadlo había visto caer de mi bolsillo y era tan amable que me lo traía,pero no, lo que me estaba preguntando era que si el euro que acababa de lanzar por los aires era mío.
—Sí —contesté confusa.
¿Había visto mi moneda y mi móvil no? Yo ni siquiera habíaescuchado que cayera al suelo, es más, se me había antojado verla estamparse cerca del pozo, si es que no se encontraba dentro. Perotambién podía estar confundida...
—¿Has pedido algún deseo? —preguntó.
Me quedé más confusa todavía. No parecía importarle el hechode que me hubiese dado un susto de muerte y hubiese salido corriendo de él. Ni de que fuese una completa desconocida. Solo leimportaban mi moneda y mi deseo. ¡Qué chico más raro!
—No me digas que crees en esas cosas —conseguí decir mientras me levantaba temblando.
—Si no has venido aquí por eso, ¿por qué entonces? —Ahoraera él quien parecía confundido.
—He salido a dar una vuelta y he llegado de casualidad. —Meencogí de hombros; no iba a contarle la verdad a un desconocidoque parecía sufrir algún problema mental.
Recordé mi móvil y deshice mis pasos, esquivando al chico alque apenas me atrevía a mirar. Él me siguió y mis nervios aumentaron. Quería encontrar el teléfono a toda prisa porque, si me pasabaalgo, esperaba tener una mínima oportunidad de llamar al 091.
Lo vi tirado al lado de las rocas que cubrían la pequeña cueva, lapantalla brillaba con el reflejo de la luna. ¡Menos mal! Me acerquéa él y lo cogí con rapidez.
El chico se encontraba mirando la moneda junto al pozo; no me había dado cuenta de que estaba paradoprecisamente ahí.
—¿Cuál es tu deseo? —volvió a la carga mientras pasaba de lamoneda y posaba sus ojos en mí.
—Ninguno. Yo no creo en esas cosas —contesté a punto de irme.—Seguro que algo hay. Algo que quieras cambiar, algo que quisieras que pasara, algo que no te gustaría que ocurriera...
Me quedé mirándolo sorprendida, pues era verdad, pero la vidano iba a ser como a mí me diera la gana solo por pedir un deseo aun pozo abandonado.
—Prueba. —Tendió su brazo hacia mí para darme la moneda.
Sin tocarnos, la dejó caer sobre la palma de mi mano.Yo no sabía qué decir ni qué hacer. Aquello era una tontería yno merecía que perdiera el tiempo, pero él estaba tan insistente queme daba miedo llevarle la contraria por si me hacía algo. Siempreme habían dicho que a los locos era mejor seguirles la corriente.
—Está bien —titubeé.
Cerré mi puño pensando en qué podría pedirle al pozo. Estabaharta de aquella situación y enfadada con el mundo entero y lo queme había dicho Ángela aún no se me había olvidado. También estaba cabreada conmigo misma; primero porque le mentía a mi padre y segundo, porque me mentía a mí misma. Pensaba que podíasobrellevar la situación, pero no era así. Deseaba profundamenteque las cosas cambiasen. Con una desesperación infinita, queríaborrarlo todo y volver a mi vida anterior.
No percibí que las lágrimas resbalaban por mis mejillas de nuevo hasta que él me despertó de mis pensamientos dando un pasohacia mí.Yo, automáticamente, di uno hacia atrás.
—Vale. Desearía que todo volviese a estar como antes: ser felizcomo cuando vivía con mis padres y tenía a mis amigos. Me gustaría que toda esta situación cambiase porque es un asco —soltémalhumorada, mientras me frotaba la cara con la mano intentandoquitarme las lágrimas.
Tenía tanto odio y tanto rencor dentro... Hacía mucho que nohablaba con nadie y que no me desahogaba. Me cansaba fingirdelante de mi familia que era feliz cuando cada día lo único quedeseaba era volver atrás en el tiempo. Vale, puede que mi padre nofuera del todo feliz, pero estaba mejor desde que yo «estaba mejor».Y Mónica... Era inmensamente feliz cada vez que me decíaalgo o se burlaba de mí. La mayoría de las veces pasaba de ella,pero otras, me hacía daño, mucho daño. Cada vez más.Echaba de menos a mis amigos por encima de todo; ellos fueron mi apoyo cuando las cosas en casa iban mal. Pero ahora lascosas no solo iban mal en casa, iban peor en el instituto y no teníaa quién contárselo. Y con la semana que me esperaba por delante,esa coraza que me había forjado durante el año anterior corría elpeligro de disolverse y dar paso al dolor. No podía permitirlo.
Entre sollozos, volví a lanzar la moneda con rabia. Cayó en elagujero negro que tenía delante.
—Hecho —dijo el chico mientras sonreía.
Esa palabra me confundió.¿Hecho? ¿El qué? ¿Mi deseo?
«Este tío lee más libros fantásticos que yo», me dije volviendoen mí y serenándome un poco.
Me estaba dando frío de nuevo ytenía un sueño que me caía. Iba a volver ya y si esas dos cotorrasno habían acabado de hablar, me daba lo mismo.
—Esto... encantada de conocerte...
—Eloy —me informó él.
—Eloy —repetí—. Me tengo que ir porque si no se van a preocupar. Adiós.
Me fui andando deprisa, esperando que no me siguiera, porquele tiraría una piedra a la cabeza si se atrevía a tocarme.
—¿Cómo te llamas tú? —me preguntó a gritos.
Por fi n pude respirar aliviada. Y, sin saber por qué, no le mentísobre mi nombre.
—¡Sonia! —grité por encima de mi hombro mientras giraba unsegundo la cabeza para ver la distancia que dejaba entre nosotros.Bien, él estaba de pie junto al pozo y no parecía tener intención deseguirme.
Llegué a la casa a la una y media, bostezando. Me alegré deencontrar la puerta abierta. Cerraban a eso de la una y yo no habíaavisado de nada con las prisas. El vigilante me dedicó una miradaenvenenada; yo era la causa de que no se hubiese ido a dormir ya.Las luces ya estaban apagadas y las respiraciones de las dos imbéciles resonaban en la habitación. No quería despertarlas, ponerlas de mal humor a ellas me pondría de mal humor a mí, así quehice el menor ruido posible.
Afortunadamente, mi pijama, mi maleta y el resto de mis cosas continuaban donde las había dejado. Me iluminé con la luz delmóvil mientras me desvestía y me preparaba para dormir. Mi camaestaba pegada a la ventana por la que se vislumbraban un millar desombras. Miré de reojo, asegurándome de que Eloy, si se llamabaasí, no me hubiese seguido. No parecía haber nadie, pero no mesentía tranquila del todo. Me costó mucho coger el sueño a pesarde lo cansada que estaba, pero, finalmente, lo conseguí.
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